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El ensayista Octavio Paz

Se suele atribuir a Michel de Montaigne la invención –en el sentido de hallazgo de lo no buscado– del ensayo. Conviene acercarle una excelente compañía: Pedro Mexía y su sabrosa Silva de varia lección. Montaigne se autodefinió de muchas y variables maneras. Una de ellas engloba las demás: ser un filósofo impremeditado y fortuito, que habla inquiriendo e ignorando.

Tuvo un antecedente ilustre en Sócrates quien, como sabemos, nada escribió. El ensayista, pues, sabe lo imprevisto que le suministra el azar de su propio discurso, que va requiriendo una lógica producida en tanto el mismo discurso se va produciendo. Una pragmática, diríamos hoy.

El ensayo no tiene precondiciones. No es un discurso destinado a probar la corrección o verdad de un conocimiento previo, constituido de antemano. Por el contrario, lo que el ensayo conoce se produce al ensayarse, o sea al decirse.

Ensayar es, si se quiere, intentar, lo cual supone, también, tentar. Las implicaciones son numerosas. Un delito se intenta cuando no se consuma, pero un tiento es una pieza musical de carácter improvisado, que esboza una melodía. Tentar es incitar a pecar pero el Tentador del Padre Nuestro es el propio Dios, al cual rogamos que no nos tiente y Él nos contesta sugiriendo que la historia no se anima sin el conocimiento del mal que nos habilita a conocer el bien. O, mejor: nos deriva a su especialista, el Demonio.

En lo corporal, tentar es palpar, tocar, reconocer por el tacto, meter mano. En este sentido, el saber se une –mejor dicho: se confunde– con la experiencia sensorial. Es un saber de todo el cuerpo, no tan sólo de una parte de él o de su opositor virtual, llamémoslo alma.

En el ensayo, pues, hay tanto un saber que se arriesga en el azar como una tentación por no cumplir con la norma, yendo hacia ese espacio desconocido de lo anómalo con la esperanza de hallar en él cierta sabiduría. Es un discurso del saber abierto, no formalizado, que cambia de sujeto y cuyos objetos carecen de constancia. No parte de la plenitud del conocimiento hecho y probado, sino de las interrogaciones de la ignorancia. Trabaja a partir de sus ausencias, sus carencias, sus indigencias.

El lector de ensayo, simétricamente, se caracteriza por su actitud abierta y su propensión a intervenir en el texto, ya que la intermitencia del sujeto que lo interpela y del discurso con el cual dialoga le ofrece un considerable espacio en blanco que se puede utilizar para el disparo de signos. El lector del ensayo también intenta saber y reconoce en el discurso que se le presenta un intento parecido. No recibe un objeto consumado sino que va en busca de un objeto supuesto, por el cual previamente ha partido el “autor”. Ambos se tientan, intentan, colaboran y dialogan en una trama consumada a medias.

Por ello, el objeto del ensayo nunca se colma. El tratado, en cambio, perfecciona la configuración de lo que dice. Parte de una plenitud y va al encuentro del lector como vacío a llenar. El vínculo que establece es asimétrico y sus componentes, desiguales, dispares. Al final de la lectura deseable, ambos serán lo mismo: un hueco que ha llenado un solo contenido.

El lector del ensayo, por el contrario, tiene una relación de igual a igual con el supuesto autor. Los dos son distintos al comienzo y al final de la experiencia de lectura, y esa distinción se mantiene en tanto han modificado sus perspectivas en distinto sentido. Son distintamente distintos. Se podrá volver a la lectura del mismo ensayo en busca de variables precisiones momentáneas.

Estas rápidas premisas permiten situarnos ante la obra ensayística de Octavio Paz y vincularla con su obra “creativa”, sobre todo de poeta y, en ocasiones, de narrador en el pequeño espacio del poema en prosa. Pues en el cuerpo, el variable escenario donde ocurren la vida del sujeto, su historia y las faenas del lenguaje, es donde se produce el saber que propone la poesía. Y allí también se trenzan y destrenzan y retrenzan las propuestas de conocimiento abierto del ensayo. Sólo un poeta puede, en rigor,  trabajar y hacer trabajar las palabras hasta que produzcan algún modo de saber: finalmente, el procedimiento del ensayista. Apenas los separa una convención retórica.

 Paz ha encarado una temática muy compleja y variada. Pero tampoco importa esa amplitud “temática” si se la considera desde una perspectiva ensayística, ya que los ensayos no se definen por la temática que transportan o a la cual sirven sino por la que producen al decirse. Ello es más evidente si se data la producción ensayística de Paz y se desbrozan las diversas influencias filosóficas que actúan en él y de las que se vale. Si bien puede verse que, en los años cincuenta del siglo XX, la impregnación existencial es importante, así como lo es la semiológica en los años sesenta y, a partir de los años setenta, se esboza una síntesis con un fuerte componente de antropología histórica, nunca se podrá anclar a Paz en una tendencia excluyente. Mucho menos, en una jerga de las que suelen dominar la producción académica de años o decenios y que se convierten en contraseña de la corporación profesoral.

Marxismo, psicoanálisis, historia de las religiones, antropología comparada, historia de las ideas, poéticas contemporáneas –desde el romanticismo inglés hasta el surrealismo, pasando por el simbolismo francés– filosofía de la historia, son algunas de las formalizaciones discursivas a las cuales se puede apelar para describir el substrato intelectual de Paz. Mas nunca se verá operar un componente en desmedro de otro o de los otros sino, al contrario, buscándolo como opuesto para reconocerse en él como en un espejo negativo. Paz es, si cabe una caracterización dominante, un dialéctico, es decir alguien que concibe el saber como un diálogo de opuestos que sólo se reúnen en un espacio momentáneo e ideal para generar nuevas búsquedas y oposiciones.

La historia de México, la identidad nacional de su sociedad en el tiempo, la revolución contemporánea, la modernidad, la oposición entre el mundo católico latino y el mundo protestante anglosajón, el destino del mundo posindustrial, el acto poético, la palabra del silencio, la poesía hispanoamericana y sus diálogos con la tradición propia  y vecina, figuras singulares (DuchampSor JuanaVillaurrutiaMallarmé) integran, junto con catastros tanto o más copiosos, el inventario posible y nunca concluso de las curiosidades intelectuales de Paz.

Podríamos hablar, en su caso, como en otros, de un pensamiento caminante, adherido a lo transitorio de la historia y a la permanencia de lo instantáneo. Un pensamiento que no se pierde en la circunstancia engañosa ni se promete la eternidad sino que se sabe inmerso en un medio interrogante: la palabra.

Entre los momentos de ese decir hay hiatos de silencio, de dispersión, de vacío, de indeterminación: de libertad, de angustiosa libertad bajo palabra. Un saber que no se sujeta a un principio de reducción, propio del sistema, ni se obliga a la monotonía de una infatigable coherencia. Un pensamiento que no es uno, si se quiere, ya que se coloca en disponibilidad de sujeto inconstante como en perspectiva de objeto variable. Nunca se trata –para eso está el tratado– de agotar lo dicho, sino de aceptar que no todo se dice cuando se acaba de decir. Porque nunca se acaba de decir nada o, acaso, sólo nada sea la única palabra que puede alcanzar su definitiva elocución.

Imagen superior: Octavio Paz (Malmö Internationella Poesifestival, 1988. Autor: Jonn Leffmann, CC)

Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo forma parte de la obra Lecturas americanas. Segunda serie (1990-2004), publicada íntegramente en Cualia. La primera serie de estas lecturas abarca desde el año 1974 hasta 1989 y fue publicada originalmente por Ediciones Cultura Hispánica (Madrid, 1990). Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")