Desdoblamiento de la personalidad, moral puritana, represión sexual, hipocresía, asesinato, lujuria, libertinaje y uso de drogas son algunos de los sugestivos ingredientes de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886), un gran clásico literario escrito por Robert Louis Stevenson del que el cine ha efectuado numerosas relecturas.
De las muchas versiones silentes, la más destacada es El hombre y la bestia (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, John S. Robertson, 1920), que también aprovecha un buen puñado de elementos de la novela de Oscar Wilde El retrato de Dorian Gray (1890). La película muestra a un reprimido Jekyll (John Barrymore) que, tras beber una poción, libera su «lado oscuro». Camuflado bajo la identidad de su doble Hyde, puede sumergirse en los vicios sin dañar su reputación. En El hombre y la bestia la depravación sexual acompaña a otras adicciones como el alcohol y las drogas.
Ese mismo año Friedrich W. Murnau presentó Der Januskopf con Conrad Veidt interpretando a la dualidad compuesta por el «Dr. Warren» y «Mr. O’Connor». Como se trataba de un plagio de la novela, la película fue destruida. Pese a ello, Murnau se arriesgó de nuevo en Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922) plagiando Drácula, siendo denunciado por la viuda de Bram Stoker. Afortunadamente, en este caso sobrevivieron algunas copias de la película.
Ya dentro del cine sonoro, una de las adaptaciones más memorables es El hombre y el monstruo (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, Rouben Mamoulian, 1931). Los efectos especiales fueron novedosos y todavía hoy resulta genial la escena en la que Fredric March se transforma por primera vez en Hyde. El actor fue justamente premiado con un Oscar.
La película destacó en otros aspectos técnicos y artísticos, como el empleo de la cámara subjetiva, la abundancia de metáforas visuales, un uso avezado de la música y de los efectos sonoros y virtuosos movimientos de cámara.
El hombre y el monstruo critica en tono satírico las convenciones morales estrechas y la falta de miras de los altos miembros de la sociedad, enfatizando lo dañina que resulta la educación victoriana para el individuo. La represión sexual y las dificultades que encuentra para casarse –consiguiendo de esta forma una satisfacción carnal “regulada”– desencadenarán el frenesí de Hyde. No resulta por ello extraño que en este filme el aspecto del «yo siniestro» del doctor sea simiesco. Hyde supone la plasmación de los instintos vitales reprimidos, una parte animal que consigue emanciparse para saciar violentamente sus apetitos más atávicos.
El extraño caso del Dr. Jekyll (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, Victor Fleming, 1941) es más bien un remake moralista de la película de Mamoulian. Contó con un famoso trío protagonista: Spencer Tracy en el doble papel –una decisión de casting por otra parte poco afortunada, ya que el actor no consigue insuflar a su personaje de la fuerza necesaria–, Lana Turner como su virginal novia e Ingrid Bergman como una atractiva bailarina del Soho londinense con la que Hyde mantiene una sádica relación. Este último personaje no existía en la novela y se trató de una novedad del filme de 1931 (donde fue interpretado por Miriam Hopkins), aunque en esta versión brilla con luz propia gracias a la sentida interpretación de Bergman, genial en su rol de mujer maltratada.
En ambos filmes tanto la novia como la amante, representantes de los mundos opuestos entre los que se debate el protagonista, serán víctimas de su perversa psique. Esto queda plasmado visualmente en la película de 1941 en una escena onírica en la que ambas son representadas como yeguas a las que el «buen doctor» fustiga cruelmente.
En la ambigua y atrayente producción de la Hammer Dr. Jekyll y su hermana Hyde (Dr. Jekyll & Sister Hyde, Roy Ward Baker, 1971), Hyde es representado como una seductora fémina (encarnado por Martine Beswick) que simboliza en primera instancia «el anhelo de la mujer victoriana para escapar de la represión tanto física como moral a la que estaba sometida»¹. Un cambio de sexo que también alude a las tendencias homosexuales de su protagonista, firmemente sujetas bajo el rígido corsé de las “buenas costumbres” (1).
Antes, la Hammer había producido Las dos caras del Dr. Jekyll (The Two Faces of Dr. Jekyll, Terence Fisher, 1960), que presentaba a Hyde como un dandy atractivo pero brutal. Interpretado por Paul Massie, el lado oscuro del apocado doctor se erige como un hombre “libre de todas las restricciones que la sociedad nos impone, sujeto solo a su propia voluntad” que hará de las suyas en Londres, retratada en el filme como una urbe perversa “solo si eres pobre”.
Por su parte, su rival Amicus –otra productora británica especializada igualmente en fantaterror– lanzó El monstruo (I, Monster, Stephen Weeks, 1971), con Christopher Lee y Peter Cushing en los papeles principales. En esta ocasión Lee se metió en la piel de Charles Marlowe, un médico afín a las ideas de Freud que formula una droga capaz de derribar todas las barreras del subconsciente dejando al descubierto los miedos y los traumas, pero también los deseos más oscuros y peligrosos del “ello”.
Resulta lógico que Hyde fuera asociado al temido asesino Jack el destripador. Ambas figuras simbolizan la decadencia y corrupción moral ocultas tras una máscara de respetabilidad en el marco de la sociedad victoriana. Tal es el caso de la mencionada Dr. Jekyll y su hermana Hyde, en donde el médico no muestra reparos a la hora de diseccionar prostitutas de Whitechapel con la excusa de sus experimentos.
La miniserie británica Jack el destripador (Jack the Ripper, David Wickes, 1988) introduce el mito del doble a través del personaje de Richard Mansfield (Armand Assante), un actor considerado sospechoso y que tuvo gran éxito representando en los escenarios una versión teatralizada de la novela de Stevenson. Michael Caine, que interpretaba al inspector encargado de atrapar al monstruo, protagonizó después Jekyll & Hyde (1990), olvidable telefilme también dirigido por Wickes.
En Mary Reilly (Stephen Frears, 1996), basada en la novela homónima de Valerie Martin (1990), la narración se desenvuelve bajo el punto de vista de la enamorada sirvienta (Julia Roberts) del doctor (John Malkovich).
La película desarrolla una historia de amor imposible en la que la Bella es incapaz de redimir a la Bestia de sus crímenes. Una visión romántica que no por ello ignora los aspectos más sórdidos y truculentos, elaborando un minucioso retrato de época que carga las tintas en las grandes desigualdades sociales.
El testamento del doctor Cordelier (Le testament du Docteur Cordelier, 1959) de Jean Renoir sitúa la historia en la Francia contemporánea y presenta a Hyde/Opale (Jean-Louis Barrault) como un azote de la burguesía, un vagabundo desgarbado al margen de la ley y de la moral y amante del caos. En esta versión el acomodado doctor, cuya hipocresía llega a la náusea, no es mucho mejor que su doble.
(1) Juan M. Corral, Hammer, la casa del terror, Madrid, Calamar, 2003, p. 179.
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