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El Día de Muertos. Arte, religiosidad y tradición

A medio camino entre el folklore y la esfera sobrenatural, se arraiga en México la tradición del Día de Muertos. El acervo cultural mexicano incorpora en esta festividad elementos de su más lejana historia. De hecho, la identidad prehispánica de esta costumbre queda fuera de duda, al igual que su influencia en las más diversas expresiones artísticas. Declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, la fiesta del Día de Muertos goza de un extraordinario vigor. No es algo casual, pues en ella se depositan algunos de los símbolos arquetípicos de la nación.

En todo el orbe hispanohablante, tienen una especial relevancia dos fechas del calendario católico: el día de Todos los Santos (1 de noviembre) y el día de los Fieles Difuntos (2 de noviembre). Los antropólogos e historiadores no ocultan el trasfondo prehispánico que cataliza y explica el modo en que Iberoamérica organiza este culto a sus muertos.

Celebraciones de naturaleza similar se dan en casi todos los países del continente, y asimismo en la otra orilla. Españoles, portugueses e iberoamericanos comparten la costumbre de visitar los cementerios, recordar a los difuntos y llevar flores a sus tumbas. Difiere, en cambio, el modo de relacionarse como los que ya no están. Así, la tradición de llevar ofrendas a los camposantos y pasar la noche en ellos es propia –aunque no exclusiva– de los países de América donde el legado indígena conserva su vigencia.

En el caso de México, como a continuación veremos, el Día de Muertos sobrepasa los límites de la religión e incluso del folkore. Cabría hablar de una fecha en la que se convive con la muerte sin ortodoxias, de acuerdo con un discurso libre, pagano y más bien irónico. Todo ello, en definitiva, revela un generoso sincretismo.

Desde el punto de vista estético, el Día de Muertos supone un festín para los sentidos. Al color de las flores, alimentos y demás objetos que se llevan a cada altar, se añaden la música, el sabor de los platos típicos, la hermosura de los adornos y el ingenio de las calaveras, esos versos y rimas burlonas que magistralmente ilustró el grabador José Guadalupe Posada (1852-1913), y que nos recuerdan, con una sonrisa, la brevedad de esta ilusión que viene a ser la vida: “A ver a un velorio y a divertirse a un fandango”, “Como la muerte de Apango: ni chupa, ni bebe, ni va al fandango”, “De limpios y tragones están llenos los panteones”, “Piojos que en España mueren, en México resucitan”…

Aún más esclarecedor y edificante resulta el diálogo que mantienen la Muerte y el campesino protagonista de Macario (1960), la película dirigida por Roberto Gavaldón y escrita por el novelista Bruno Traven, el autor de El tesoro de Sierra Madre.

El guión nos sitúa en el Día de Muertos, allá por el siglo XVIII. Hambriento y castigado por la pobreza, Macario quiere olvidar las miserias de su vida comiéndose un guajolote que le preparó su mujer. Dios y el Diablo desean participar de ese manjar, pero Macario sólo acepta por comensal a la Muerte.

“La verdad –le dice resignadamente a la Parca–, al mirarte, pensé que ya no me daba tiempo ni de probar un bocado. Cuando tú te apareces, ya no das tiempo de nada. Y entonces calculé que si te daba la mitad, y comíamos parejo, mientras tú comieras, comería yo también”.

La Muerte ríe ante la argumentación de Macario, y su buen humor sugiere una filosofía de vida que podemos identificar con la que es propia de la fiesta que nos ocupa.

El interés de esta metáfora –la calavera que suelta una carcajada– requiere una interpretación histórico-antropológica que ha interesado a diversos autores. Por ejemplo, Héctor L. Zarauz López (La fiesta de la muerte, Conaculta, 2004), Jermán Argueta (Día de Muertos, Editorial Consejo de la Crónica, 2005) y Claudio Lomnitz (Idea de la muerte en México, Fondo de Cultura Económica, 2006).

Por su interés, rigor documental y amenísima lectura, sigo los planteamientos de este último autor. “Un examen somero de las fuentes –escribe Lomnitz– sugiere que, en el siglo XVI, la celebración de los ‘días de muertos’ no se volcaba de las iglesias a las calles ni era la ocasión de procesiones muy importantes. Consecuentemente, no existe mención de ella en los registros de los cabildos de la ciudad de México, Tlaxcala o Guadalajara durante ese periodo, lo cual contrasta con otras muchas festividades, como la de Corpus Christi, los días de los santos patronos, la Semana Santa y la festividad de san Pedro y san Pablo, que eran la ocasión de gastos considerables por parte de los padres de la ciudad”.

Lomnitz, profesor de Antropología y Estudios Históricos de la New School University, analiza en toda su dimensión el papel de la muerte en el Virreinato. “La importancia capital de la muerte para la jerarquía colonial –escribe– hizo de las costumbres funerarias de la época barroca un objetivo principal de los modernizadores, tanto de los católicos como (más tarde) de los liberales”.

En Idea de la muerte en México, hallamos valiosas referencias a la tradición precortesiana. Así, el fraile franciscano Motolinía (c. 1540) alaba la actitud de los indios que hacen ofrendas a sus muertos, y Diego Durán, en la Historia de las Indias de Nueva España e Islas de Tierra Firme (1579), demuestra que conoce los dos principales festivales funerarios: la fiesta de los muertitos, dedicada a los niños fallecidos, los muertos chiquitos (Miccailhuitontli), y la fiesta grande de los muertos (Xocotlhuetzi), dedicada a los adultos. Bajo el disfraz de los rituales cristianos, estas celebraciones se perpetúan a finales del XVI. No es de extrañar que el Día de Muertos acabara siendo tan importante como el Corpus Christi.

En opinión de Lomnitz, conviene observar que la relación entre estas dos festividades se invirtió hacia el tercio final del siglo XIX: “Particularmente después del triunfo de los liberales, las celebraciones del Corpus Christi se habían limitado por lo general a una ceremonia en la iglesia o en el atrio, mientras que, en los ‘días de muertos’, los mercados, las celebraciones públicas y las festividades ocupaban la plaza central de la ciudad de México durante al menos dos semanas cada año y posiblemente eran la celebración pública más grande del calendario”.

El ensayista esclarece asimismo la distinción entre la celebración urbana y la rural de los días de muertos, y nos dice que estas diferencias “se pueden rastrear hasta finales del siglo XIX”.

Por esa época, concretamente en 1881, el escritor romántico Manuel Gutiérrez Nájera dedica las siguientes líneas a elogiar el Día de Muertos rural, en detrimento del festejo urbano: “¡Oh fiesta de los muertos qué triste eres! Para estimar y comprender mejor tu honda tristeza, es necesario ir a esos Campo-Santos ignorados, a esos humildes cementerios de los pueblos, a esos musgosos atrios de parroquias, con sus cruces de palo y sus cipreses altos. Aquí [en la ciudad] la vanidad lo invade todo”.

Con esta cita, Lomnitz pone sobre el tablero una moneda de dos caras: aquella que identifica la celebración campesina con la autenticidad del México profundo, y la fiesta urbana con la comercialidad propia de la metrópoli.

En este sentido, el profesor recuerda los murales de Diego Rivera para la Secretaría de Educación Pública (1923-1924). La celebración rural, protagonizada por los indígenas, es de enorme pureza. En contraste, la urbana representa el mestizaje, la confusión y la pérdida de raíces.

Tras leer Idea de la muerte en México, nos queda claro que, en la imaginería mexicana de la muerte, se solaparon la escatología cristiana y el calendario agrícola precolombino. Sin duda, quedan muchos signos de esos dos estratos en el Día de Muertos, pero dejaremos su análisis en manos de los antropólogos.

Como toda celebración funeraria, el Día de Muertos plantea rituales para conservar viva la memoria de los que ya no están. Las ofrendas funcionan como un homenaje al que nuestros fallecidos están convidados. La escenografía es propia de una fiesta: abundan los adornos de papel picado, los ramilletes y collares de caléndulas –el zenpasuchitl o flor de muerto–, los candeleros e incensarios, las botellas de licor y las cazuelas con platos típicos. Sobre cada altar, encontramos la misma diversidad de elementos, cada uno con su fin y su sentido simbólico.

Hablando de gastronomía, casi no hace falta que les recuerde que éstos son días de calaveras de azúcar y pan de muerto, ataúdes de dulce y mole negro.

Los sentidos se confunden pero llevan a los mismos significados: la calaca –ese esqueleto que nos lleva a reír– resulta igual de típico que el alfeñique –la calavera dulce–, que alegra el paladar.

Les hablé de José Guadalupe Posada, y no quiero olvidarme de uno de sus personajes más conocidos, la Catrina, esa huesuda señora en la que hoy se encarna el recuerdo de la diosa Mictecacíhuatl, reina del inframundo (el Mictlán).

Fábulas como ésta se remontan a una fecha imprecisa de la antigüedad mexicana. Abundan, desde luego, y por ello no es raro encontrar, en el reverso de viejas historias sobre almas en pena, seres sobrenaturales y visiones que anuncian la muerte, la sombra de esas deidades que fueron expulsadas tras la conquista.

Fray Bernardino de Sahagún, a principios del siglo XVI, en Historia general de las cosas de Nueva España, alude a ese tipo de creencias. “Estas diosas –escribe– llamadas Cihuapipiltin eran todas las mujeres que morían del primer parto, a las cuales canonizaban por diosas […] decían que estas diosas andaban juntas por el aire y aparecen cuando quieren a los que viven sobre la tierra”.

A decir verdad, historias como la que cuenta el franciscano vienen a reforzar la idea de que, en muchos relatos ambientados durante el Día de Muertos, aún se deslizan mitos antiquísimos.

Desde una perspectiva más general, habla de todo ello Isabel Quiñónez en su extraordinario libro De Don Juan Manuel a Pachita la alfajorera. Legendaria publicada en la ciudad de México (Instituto Nacional de Antropología e Historia, México D.F., 1990).

Frente al rigor de estudios como el de Quiñónez, la ficción proporciona una perspectiva evocadora y suficiente. Tan solo citaré un ejemplo, circunscrito al ámbito que nos ocupa.

Ray Bradbury, en 1949, reunió los cuentos que componen The Machineries of Joy (Las maquinarias de la alegría, Minotauro, 1974).

Uno de los relatos más hermosos de este volumen es El día de muertos: una historia trágica, llena de fina poesía, que transcurre en Ciudad de México, a lo largo de esa noche en la que se adornan los camposantos, la gente sale a las calles y los turistas recorren el cementerio de Guanajuato para ver las momias.

Es el Día de Muertos. “Ese día –escribe Bradbury–, en todos los lugares alejados del país, las mujeres se sentaban junto a pequeños puestos de madera y vendían calaveras de azúcar blanco y esqueletos de caramelo que la gente masticaba y tragaba. Y en todas las iglesias habría servicios, y esa noche en los cementerios se encenderían velas, se bebería mucho vino y unas agudas voces de contrasopranos cantarían a voz en cuello muchas canciones”.

Imagen superior: Pixabay.

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Guzmán Urrero

Colaborador de "La Lectura", revista cultural de "El Mundo". Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.