Hay muchas maneras de identificar a una especie en peligro, pero sólo una de certificar su extinción. Sin embargo, gracias a los avances en la genética y la biotecnología, resulta cada vez más fácil abandonar la idea de que una criatura desaparecida es verdaderamente irrecuperable.
No es descabellado imaginar que, antes o después, será posible clonar a seres tan legendarios como el lobo de Tasmania o la paloma pasajera, en su día víctimas del acoso humano y hoy, gracias a los avances científicos, beneficiarios de esa probable resurrección en el laboratorio.
A nadie se le oculta, por otro lado, que nuestra fantasía vibra con planes como los de aquel equipo de científicos rusos y surcoreanos que, en torno a 2013, emprendió su proyecto de resucitar al mamut. El mismo propósito anima a otro equipo de las universidades de Newcastle y Nueva Gales del Sur, que por las mismas fechas hizo público su deseo de revivir a un anfibio extinguido, el Rheobatrachus silus.
Aunque cuando escribo estas líneas esas tentativas aún no han llegado a buen puerto, la idea de preservar muestras genéticas de una especie para su desextinción ha dejado de ser un devaneo novelesco, propio de Parque Jurásico. No en vano, intuimos que la ciencia acabará logrando su propósito de revivir animales como el moa, el alca gigante, el picamaderos imperial o incluso el león de las cavernas. La cuestión decisiva en este asunto es si esa resurrección, en términos prácticos, sirve para algo más que para excitar nuestra fantasía o para demostrar vigor tecnológico. Como luego veremos, las dudas sobre esta línea de trabajo son numerosas e importantes.
En realidad, la desextinción ya se ha puesto en práctica, concretamente en España. El 30 de julio de 2003, una cabra híbrida, mezcla de cabra montés y doméstica, paría un bucardo de los Pirineos (Capra pyrenaica pyrenaica), una subespecie caracterizada por su espléndida cornamenta. En concreto, aquel cabrito era un clon de Celia, la última bucarda encontrada con vida. Por desgracia, una malformación pulmonar llevó a la muerte a aquel recién nacido a los pocos minutos del parto.
La muerte del pequeño bucardo revela una serie de dificultades. En primer lugar, aunque hubiera sobrevivido, aún no hubiera sido útil para la recuperación de su especie, dado que no dispondríamos de variabilidad genética para reintroducir un grupo viable en su ecosistema original.
En realidad, al carecer de machos, seguiría imponiéndose la necesidad de cruzar esta subespecie con una pariente próxima, Capra pyrenaica hispanica. Es lo que se denomina introgresión por retrocruzamiento. Por consiguiente, no podríamos hablar de un individuo idéntico a sus ancestros, dado que siempre habrá un cierto grado de hibridación. Y aunque es imaginable que el bucardo, si se diera por fin su milagroso retorno ‒que implicaría la obtención de clones machos‒, podría regresar al Pirineo sin dificultad, no cabe decir lo mismo de tantas otras criaturas que son candidatas a esa resurrección.
Si entendemos el verbo con todas sus consecuencias, revivir implica volver a desempeñar un papel en hábitats donde esas especies, a estas alturas, carecen ya de un nicho ecológico. Es más: podríamos desextinguir a animales que, lejos de apuntalar un equilibrio perdido, supondrían un peligro para éste, como sucede con las especies invasoras, cuya interacción con otras criaturas llega a ser letal.
En este sentido, ni siquiera está claro que resulten inofensivos los planes de asilvestrar especies con el fin de recuperar escenarios del pasado. A no ser, claro está, que hablemos de una desextinción casi ornamental, con individuos destinados a ser exhibidos en zoológicos, y sin un porvenir en la vida silvestre.
El caso de Celia
El 20 de abril de 1999, un equipo de biólogos y veterinarios del Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido logró atrapar a Celia, cuyo dudoso honor fue el de ser la última superviviente de su especie. La causa de su desaparición estaba clara ‒la caza descontrolada durante décadas‒, como también lo estaba la necesidad de preservar material genético. Todo parecía indicar que, cuando Celia pereciese, el bucardo estaría tan extinguido como el mueyu, o cabra montés portuguesa (Capra pyrenaica lusitanica), desaparecido tras innumerables cacerías en 1892.
El veterinario y científico Alberto Fernández-Arias tomó diez muestras genéticas, enviadas luego al Centro de Investigación y Tecnología Agroalimentaria de Aragón y al CIEMAT (Madrid). A continuación, Celia fue liberada.
El 6 de enero de 2000, encontraron su cadáver, bajo un árbol caído. Esa mala noticia marcó el inicio de un ambicioso proyecto de clonación, apoyado por el Instituto Nacional de Investigaciones Agraria y Agroalimentaria (INIA). Su éxito más notable fue el ya mencionado nacimiento de un cabrito, por cesárea, en 2003. Para llegar a ese punto, los científicos habían implantado ese año 208 embriones clonados a 57 receptoras. Sólo siete gestaciones salieron adelante, y sólo un cabrito llego a ver la luz.
Pesó 2,6 kilos y respiraba, pero la esperanza, como ya sabemos, se extinguió a los ocho minutos. Había nacido con un lóbulo pulmonar mal irrigado.
Paradójicamente, esa segunda muerte puede llevarnos a pensar que el bucardo ya se ha extinguido en dos ocasiones. No obstante, José Folch, responsable científico del proyecto e investigador del CITA, siempre ha justificado de forma elocuente la necesaria financiación de un proyecto que cuenta con un claro triunfo en su haber: el primer nacimiento vivo en el mundo de una subespecie extinta.
Es indudable que estas aplicaciones de la tecnología de clonación tendrán otros usos. Ningún avance se agota en sí mismo. Y por supuesto, es deseable que el equipo del CITA logre por fin su propósito, demostrando además el excelente nivel de la ciencia española.
Sin embargo, la clave ética del asunto consiste en saber si esa mejora en la ingeniería genética está realmente vinculada con la conservación de la biodiversidad.
Además, en el caso del bucardo, es dudoso que las muestras obtenidas de Celia ‒las únicas disponibles, por desgracia‒ sean las mejores para revivir a su especie, marcada fatalmente por la endogamia.
Recordemos que cuando en 1989 se intentó conservar al bucardo por medio de técnicas de reproducción asistida en el CITA, hubo que recurrir a cabras de la subespecie Capra pyrenaica hispanica. Para entonces, el número de bucardos era ya demasiado reducido como para garantizar su diversidad genética. En 1996 también se intentó la hibridación en libertad, pero tampoco dio resultados. El último macho murió en 1999. El resto de la historia ya la conocen.
Los herederos del bucardo
No existe idea más soberbia que la de creer que una especie es irreemplazable. En el caso del bucardo, hay candidatos naturales a heredar su nicho ecológico. Y aunque su prima Capra pyrenaica hispanica es menos proclive a la alta montaña, numerosas voces se alzan a favor de su reintroducción. El problema es que hablamos de un ecosistema delicado, y a la hora de tomar decisiones, conviene valorar factores que vayan más allá de imperativos como el turismo (sea cinegético o ecológico).
Los biólogos que han analizado en profundidad el área donde vivió el bucardo saben que hay otros herbívoros en progresión (ciervos, muflones y gamos) cuyo control depende de la dudosa prosperidad de sus depredadores (lobos y osos).
Durante el verano de 2014, el gobierno francés puso en marcha el Plan de Recuperación de la Cabra Montés en el Parc National des Pyrenees. Los inquilinos elegidos fueron ejemplares de Capra pyrenaica victoriae y de Capra pyrenaica hispanica. La reacción a este lado de la frontera fue similar: el anuncio de sueltas de ejemplares, con el fin de reforzar la exigua población existente.
Por su parte, el rebeco parece estar extendiéndose por las mismas zonas en las que antaño prosperó el bucardo.
En todo este tipo de operaciones, conviene tener en cuenta un factor decisivo: la caza descontrolada. No olvidemos lo ocurrido con el oso pirenaico. En 2004, un cazador francés, René Márquez, mató a Cannelle, la última hembra de esta población de plantígrados. El programa de recuperación del oso en los Pirineos continuó, pero el daño genético ya estaba hecho y no tiene remedio.
La lección que podemos obtener de estos acontecimientos resulta bastante clara. Aunque en 1918 se creó el Parque Nacional de Ordesa, en el Valle de Arazas, con el propósito de proteger al bucardo, eso no impidió que las escopetas siguieran diezmando su población. En realidad, cuando se decidió impedir la caza ilegal, ya era demasiado tarde. A comienzos de los ochenta, la población era de tan solo 30 ejemplares. Diez años después, cuando emprendió su labor el Instituto Pirenaico de Ecología del CSIC, ya podíamos hablar de una especie condenada.
No discuto ahora que, en situaciones de bonanza económica, se financien proyectos de recuperación como el liderado por el CITA. A decir verdad, ese debate corresponde a la comunidad científica. Sin embargo, conviene plantearse si los esfuerzos que implica la desextinción no deberían aplicarse a las especies en riesgo, evitando lo que parece inevitable: la paulatina pérdida de una biodiversidad que es y será nuestro patrimonio más preciado.
Hay que proteger el territorio de esas especies amenazadas, y sobre todo, se impone limitar la presión del hombre cuando ésta sea la causa de su declive. Y aunque, en el caso de las cabras del Pirineo, cazadores, promotores turísticos e incluso ecologistas apoyen las reintroducciones, tampoco olvidemos que la gestión de nuestros hábitats ha de realizarse, siempre, bajo supervisión científica.
Clonar el bucardo no es una prioridad, por atractiva que esta idea sea para los medios y para todos los soñadores que compartimos esa fascinación. ¿Quieren dar nueva vida a una especie extinta? ¿Y por qué no poner todo ese empeño científico y esos recursos públicos en proteger a todas aquellas que hoy están en riesgo de desaparecer para siempre?
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