Todos los elogios que se escriben y se escribirán sobre James Salter indican el impacto de este formidable contador de historias. Pero esas palabras más o menos coloreadas no deben suponer una barrera para los nuevos lectores. Ya saben: a veces un prestigio imponente crea prejuicios, como si el renombre de un autor fuera inversamente proporcional al encanto de sus libros.
En realidad, los lectores veteranos ya saben que en el estilo de Salter no cabe ni medio gramo de pendantería. Se trata de un narrador preciso, dueño de una prosa certera que uno lee como si trasladase historias verdaderas. Lo demostró en su debut literario,
Pilotos de caza (The Hunters, 1957), cuya buena acogida le permitió cruzar las puertas de Hollywood, donde trabajó en la versión literaria de aquel libro, dirigida por Dick Powell, con Robert Mitchum y Robert Wagner en el reparto.
Casi sobra añadir que la película y su referente van por dos caminos distintos, sobre todo si tenemos en cuenta la intensidad de las experiencias personales que la obra recogía ‒Salter fue piloto de guerra en Corea‒. En realidad, uno puede hacer el ejercicio de leer esta obra y Todo lo que hay (All that is, 2014) como un díptico que nos permite ponernos en la piel de quien conoció el antes y el después de la Segunda Guerra Mundial, con su terrible prolongación coreana.
Con un estilo cada vez más depurado, el escritor fue espaciando sus siguientes títulos. Juego y distracción (A Sport and a Pastime, 1967) convierte en ficción un fabuloso estudio de lo que son el amor y la sensualidad. Años luz (Light Years, 1975), considerado la consagración de Salter, plasma unas intensas escenas de matrimonio con exquisita melancolía. Desde otro punto de vista, viene a ser la misma intimidad y los mismos latidos que hallamos en los diez relatos de La última noche (Last Night, 2005). ¿Y qué decir de Quemar los días (Burning the Days, 1997)? Un libro de memorias vibrante, de gran musculatura literaria, en el que Salter rememoraba su etapa en la academia militar de West Point, su periodo castrense y sus experiencias en Nueva York, París y Roma.
Como si fueran un testamento, las tres conferencias reunidas en El arte de la ficción (The Art of Ficion) suponen un testimonio excepcional. Esta vez, el oficio literario del viejo león se despliega ante nuestra mirada con un fulgor extraordinario. Salter nos habla aquí de sus preferencias como lector, de su preocupación por el estilo ‒la elección de la palabra justa, en función del realismo y la objetividad ‒ y de la complicada tarea que supone escribir una novela. En este sentido, la descripción que hace de la práctica, del impulso y de las circunstancias que determinan el ejercicio novelístico no quedan demasiado lejos de ese ascenso a la cumbre que describía en otra de sus obras, En solitario (Solo Faces, 1979), basada en la figura de un alpinista, Gary Hemming, a quien llamaron el beatnik de los Alpes. (El propio Salter fue montañero, y plasmó ese entusiasmo en el guión de El descenso de la muerte, la película que protagonizó un buen aliado suyo, Robert Redford, en 1969).
Tanto si uno aspira a escribir como si admira la obra de Salter, El arte de la ficción es un texto imprescindible, en el que sobrevuela una idea: la de que el arte es una forma de ser y una forma de salvarse. Lo cual, inevitablemente, nos recuerda la respuesta que él mismo dio a su entrevistador cuando, desde el Paris Review, le preguntaron en 1993 por qué necesitaba escribir. Porque todo va a desvanecerse, respondió, y porque los libros ‒qué maravilloso invento‒ son nuestra huella. Nuestro mejor rastro en un mundo que, sin la palabra escrita, carecería de un pasado al que aferrarnos.
Sinopsis
Traducción: Eugenia Vázquez Nacarino
En estas tres conferencias dictadas en la Universidad de Virginia a los ochenta y nueve años, pocos meses antes de morir, James Salter desmenuza los aspectos esenciales de su oficio con el mismo tono íntimo y directo tan apreciado por los amantes de la buena literatura. Rememorando sus libros y autores predilectos —entre ellos, Madame Bovary, los cuentos de Bábel, Céline o Faulkner—, Salter desgrana los desafíos que invariablemente balizan la carrera de todo escritor: las cartas de rechazo, las reseñas desfavorables o los desvelos económicos. Asimismo, como narrador de vocación tardía, se interroga con acerada lucidez sobre los motivos que lo impulsaron a escribir: ¿fue sólo por dinero? ¿O también en busca de reconocimiento o admiración? Ante las innumerables posibilidades que ofrece la hoja en blanco, Salter nos confía su meditada respuesta: elaborar un estilo que logre captar la experiencia real ante la certeza de que lo que no queda escrito se desvanece.
La elegancia, la claridad y la agudeza de estas páginas deleitarán tanto a los fieles seguidores de James Salter como a los que se acerquen a su obra por primera vez. En ellas el gran novelista norteamericano expone los misteriosos engranajes que consiguen transformar e intensificar nuestra percepción de la realidad, así como revela cuáles son, a su juicio, las lecturas imprescindibles.
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