Paseando por la calle de Alcalá me encontré hace unos días con una nutrida cola ante la puerta del Banco de España. Sospeché que esa gente esperaba entrar para visitar el edificio, una de las secretas monadas de Madrid. Por las dudas, lo pregunté. Me informaron que no, que estaban esperando turno para cambiar las últimas pesetas en euros. Hace veinte años que la vieja moneda dejó de serlo y fue sustituida por la divisa europea. Entonces: los pacientes de la cola habían estado veinte años dudando entre conservar y trocar sus pesetas. Algunos seguían vacilando. Preferirían guardarlas, transformadas en objetos históricos y artísticos, antigüedades como tantos trastos que apenas sirven de fetiches y elementos decorativos.
La escena se me apareció como un funeral, una ceremonia de duelo. Las muy queridas leandras iban a desaparecer en una ventanilla a modo de sarcófago. Ya no se podrían utilizar para comprar ni vender, para ahorrar y gastar. Habían valido más de un siglo. Ahora clausuraban ese siglo, cerraban para siempre una época. En caso contrario, dormirían apaciblemente en un cofre o un estuche. Casi todos nosotros tenemos en nuestras casas monedas y billetes fuera de circulación, billetes como banderines de extintos regimientos, monedas como medallas de una conmemoración ignota. Nos muestran palabras que a menudo no entendemos, pertenecen a países desaparecidos, llevan figuras de escudos inservibles, rostros de monarcas sin trono ni corona.
Por más de cien años, las pesetas acompañaron la vida cotidiana de millones de españoles. Sirvieron para pagar el pan diario, el salario mensual, la casa pacífica, las armas guerreras, la curación de los enfermos, la agonía de los moribundos, las bodas, los bautizos, las exequias, las verbenas del verano, los abrigos del invierno, el libro de oraciones, la novela de aventuras, los billetes de toros, teatros y cines, la coima del rufián, la limosna del menesteroso, las flores del chico para la chica, la corbata de la chica para el chico, el soborno de traidores y tránsfugas, las banderas victoriosas, las banderas derrotadas, las fotos de quienes vivían y que el tiempo tradujo en fantasmas, la mesa del almuerzo y la cena, la cobija del sueño y la coyunda.
Quienes han guardado papeles y metales acuñados les han dado, acaso sin saberlo pero seguramente sintiéndolo, una suerte de inmortalidad, la que alienta en las reliquias. No son ya dinero. Son menos porque no miden ni el uso ni el cambio con que proclamaban la riqueza de un pueblo. Pero son más: su gratuidad tiene algo de sacro, como lo tienen aquellas mentadas reliquias. Son un signo de los tantos que los seres humanos trazamos para atrapar el tiempo, que pasa porque no sabe hacer otra cosa. Significan que no ha pasado en vano al volverse pasado. Son la vida que fue y que hizo posible que nuestra vida sea. Banderines y medallas de esa guerrilla amena que llamamos memoria.
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