Mike Mignola es hoy famoso gracias a una creación propia, Hellboy, una serie de aventuras, terror sobrenatural y misterio en la que no sólo alcanzó la cima de su pericia artística y encontró la senda temática y conceptual que mejor casaba con sus intereses, sino que logró que el peculiar personaje traspasara los límites del medio gráfico, saltando a los videojuegos o el cine.
Sin embargo, y aunque hoy parezca haber quedado hasta cierto punto eclipsado por Hellboy y sus derivados, MikeMignola tuvo un pasado, y uno muy interesante que merece la pena recuperar.
De hecho, durante años, el autor estuvo aguardando el momento en el que poder dar salida a lo que verdaderamente quería contar. Desde su adolescencia, Mignola ha sido un devoto fan del género de terror. Como tantos otros muchachos, quedó fuertemente marcado por la lectura de Drácula, de Bram Stoker. Según él mismo declaró en una entrevista, a partir de ese momento «no solamente me comenzaron a gustar los monstruos, sino que lo hicieron con exclusión de todo lo demás». Se sumergió en lecturas de historias de fantasmas, relatos de terror sobrenatural y viejos mitos que han llegado hasta nosotros pasando de generación en generación. En Hellboy, lograría sublimar todas las imágenes e ideas asimiladas a lo largo de años, no únicamente de los libros, sino de las viejas películas de la Universal, los cuentos de hadas o el espíritu de las revistas pulp.
Sin embargo, combinar su pasión por el terror con sus aspiraciones de convertirse en dibujante de cómics, no era tarea sencilla en una industria mayoritariamente centrada en los superhéroes, por lo que, de momento, hubo de dejar de lado sus gustos y aceptar trabajos mayormente alimenticios. En 1983, consiguió su primer encargo en Marvel: los lápices de la miniserie Mapache Cohete (Rocket Raccoon). Para esa misma editorial trabajaría en varios personajes superheróicos: Hulk, Alpha Flight, una novela gráfica del Doctor Extraño con guión de Roger Stern o un número especial de Lobezno escrito por Walter Simonson.
En 1988, Mignola abandonó Marvel para entrar en DC Comics, una compañía que desde hacía dos años y con ocasión de la remodelación de toda su línea editorial, ofrecía grandes oportunidades a guionistas y artistas poco convencionales en cómics destinados a un público más adulto que incluían mayores dosis de violencia. Ya había realizado los dibujos para Mundo de Krypton, una historia de ciencia ficción guionizada por John Byrne y ambientada en el universo de Supermán; pero fue en sus obras posteriores donde fue avanzando en su estilo de sombras y composiciones elegantes, ideal para historias de terror o fantasía oscura. Algo de eso se pudo ver ya en El Fantasma Desconocido, con Paul Kupperberg; o Cosmic Odyssey, una epopeya cósmica guionizada por Jim Starlin en la que su dibujo, poco apto para los artificios y la épica propios de la space opera, supo adaptarse y llevar la historia a su terreno. Más a gusto se sintió en Batman: Luz de Gas, en cuyo guión colaboró con Bryan Augustyn, una fantasía decimonónica en la que el hombre murciélago se enfrentaba a un contrincante fantasmal.
Su evolución gráfica dio un paso adelante en otros dos proyectos para DC alejados de los superhéroes, ambos escritos por Howard Chaykin: la miniserie de espada y brujería Fafhrd y el Ratonero Gris (basada en los libros de Fritz Leiber) y la novela gráfica de ciencia-ficción Ironwolf: Fuegos de la Revolución. Por desgracia, la estimable calidad de ambas no se correspondió con su resultado comercial. Mignola parecía encaminarse hacia un callejón sin salida: su estilo, personal, distante de las modas imperantes y poco deudor de influencias ajenas, no era el adecuado para el género que más rentabilidad económica ofrecía: los superhéroes.
Y entonces, en 1992, llegó la solución. Por una parte, se produjo una migración de autores descontentos desde las grandes editoriales hacia nuevos sellos de propia creación. Mignola, aunque en principio no se unió a ellos, sí optó por perseguir metas propias alejado de Marvel o DC. Por otra, su arte puede que no llamara la atención del grueso de los lectores, pero sí lo hizo de un cineasta de prestigio. Francis Ford Coppola preparaba por aquella época una nueva adaptación de Drácula al cine y contrató a Mignola como artista conceptual e ilustrador del story-board. Su vinculación con el proyecto le llevó a hacerse cargo de la adaptación de la película al cómic en una miniserie de cuatro números editada por Topp Comics y para la que contó con la colaboración del veterano guionista Roy Thomas.
Las adaptaciones al cómic de películas son un trabajo poco demandado por los artistas más consolidados a menos que la paga sea buena. El dibujante se ve obligado a seguir rígidas directrices destinadas a satisfacer las expectativas de aquellos que han pasado por la sala de cine pero que no guardan un amor especial por los tebeos. Los personajes deben tener las caras de los actores, el desarrollo debe ser claro, lineal y coincidente con la trama cinematográfica y las viñetas corresponder a fotogramas concretos. La libertad creativa, por tanto, es escasa y sólo muy de vez en cuando, aparece alguna de estas adaptaciones que consiguen sobresalir por méritos propios gracias a la personalidad de su autor. Inesperadamente, Drácula fue una de ellas.
La historia es bien conocida por todos aquellos aficionados a los vampiros y no se aleja nada de lo que la película narra, así que no me extenderé sobre ello. Roy Thomas, experto en trasladar al cómic narraciones de otros medios (su trabajo en Conan es buena prueba de ello), realiza una labor ajustada y fiel, que es lo que en este caso se espera de él. Pero es Mignola el que ha de «romper» la historia y remontar las piezas componiendo páginas y viñetas. Y lo hace siendo fiel a su estilo y coherente con su evolución gráfica hasta ese instante. Drácula supuso el final de una etapa y el comienzo de otra, la de su plena madurez.
A diferencia de lo que se estilaba en aquellos años, Mignola no sobrecarga su dibujo de líneas, planos enrevesados y personajes hipermusculados en aras de un efectismo hueco. Todo lo contrario, simplifica el trazo sin que por ello el dibujo pierda expresividad ni concreción (mérito en el que es necesario incluir a su entintador, John Nyberg). Ciertamente, en los primeros planos se ve obligado a recurrir a los rasgos de los actores que interpretan los personajes, pero en cuanto el punto de vista se aleja, se las arregla para definirlos claramente con tan sólo unas pocas líneas.
En las escenas corales, las figuras mantienen un preciso equilibrio entre ellas, colocando en el foco a las principales sin descuidar las secundarias. La disposición de las sombras para definir volúmenes, emociones y ambiente; los elementos del paisaje o el mobiliario y los bocadillos de texto obedecen asimismo a una reflexión cuyo fin es tanto la claridad y riqueza narrativa como el puro efecto estético. Su composición de página, asimismo, es sobria pero meditada y efectiva, dentro de los cánones clásicos pero flexible, sin recurrir innecesariamente a un montaje chirriante.
Drácula es la obra de un autor maduro, que ha conseguido superar sus pasadas limitaciones técnicas (composiciones inseguras, pobre caracterización, limitada capacidad de ambientación, tendencia al abigarramiento), para hacer de un trabajo de encargo una creación personal. Después ya solo quedaba el último paso para convertirse en un autor completo: ilustrar sus propios guiones. Hellboy sería el resultado.
Copyright © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de viñetas y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos