Nunca pensé que podría llegar a conectar con la obra de Joseph Conrad.
A lo largo de mi vida habré tratado de acercarme a ella tres o cuatro veces en sus reconversiones castellanas, y siempre embarranqué estrepitosamente. De hecho, sólo logré finiquitar El corazón de las tinieblas, la que en mi generación está en boca de todos por su conexión con Apocalypse Now, y sí, me gustó. Pero no me entusiasmó, no me entusiasmó porque ahora pienso que si desgraciadamente hay algún escritor impermeable a las traducciones, ése es Joseph Conrad.
Hay autores que no: ya mencioné a James Lee Burke, que me funciona mejor traducido, tal vez porque su prosa invita a un ritmo de lectura raudo que yo no puedo asumir como lector “no nativo” al encontrarla preñada de jerga cajún. O John Connolly, que me ha parecido igual de malo en inglés que en castellano.
Conrad es de la escuela de Shakespeare: ¡para qué decir las cosas de un modo si las puede decir de diez! Creo que se le nota también el bagaje de esforzado pupilo en la gravedad y fuerza dramáticas de algunas pinturas de escenas. Pero sobre todo, Conrad es un autor que aprendió el inglés ya de adulto y su manejo de la sintaxis se percibe distinto al de cualquier otro autor. Lo que en su pluma resulta extravagante, agitado, exótico y bullicioso, en una traducción suele convertirse en atropellado, plúmbeo, moroso y amazacotado. Y lo singular en plano.
Gracias al dominio público me he descargado toda su obra y he abordado su exploración por el principio. De momento llevo leídas sus dos primeras novelas, La locura de Almayer (Almayer’s Folly, 1895) y Un paria de las islas (An Outcast of the Islands, 1896). Las dos me han encantado. Ambas son muy similares (¡la segunda es una precuela de la primera, qué manera de adelantarse a Hollywood!), y eso que los expertos en Conrad afirman que la buena de verdad es la tercera, poco difundida en la actualidad debido a su título, El negro del Narcissus (The Nigger of the Narcissus, 1897). ¿Os imagináis un autor universal de hace un siglo cuya apreciación y difusión encuentran resistencia por un título hoy controvertido? El ser humano es ridículo.
Almayer’s Folly narra la historia de un comerciante holandés de medio pelo emigrado a Indonesia, un pobre diablo obsesionado con hacerse rico, casado con una mujer malasia que no le soporta y, pese a su flagrante racismo, profundamente protector y devoto de su hija mestiza, Nina. Las cosas se pondrán tensas cuando Nina se enamore de un príncipe malasio y el padre se niegue a su unión…
Lo que puede parecer a primera vista un arranque folletinesco no es tal: la base argumental se dibuja muy tenue y el drama está instalado desde la primera página en la psique de los personajes. Almayer’s Folly es en realidad la historia de un tipo encerrado en el infierno de su propia insatisfacción material, con la paradoja de que su cárcel es una isla paradisíaca. An Outcast of the Islands, la precuela donde curiosamente Almayer jugará un papel secundario pero vital, nos presenta otro antihéroe parejo. Son siempre “descastados” blancos que huyen de sí mismos a la Indonesia, de su propia sensación de fracaso, sólo para quedar estancados en la espesura interior y exterior, como un astronauta varado en la luna, entregados en esa soledad inevitable a su amargura y su demencia.
Si se le pilla el tranquillo, la prosa de Conrad deviene fascinante, con esa manera de avanzar en espiral tan inusitada y que tan bien le sale a Javier Marías cuando le sale bien. ¡Conrad escribe MUY RARO! Es como si un dibujante de cómic llevara a cabo todo lo que dicen que no debes hacer para dibujar una viñeta: esto es, despreciar el esbozo general y comenzar con detalle una figura humana por su mano, sin abocetar primero el cuerpo entero, para luego pasar presuntamente “a ciegas” a todo lo demás… ¡y que el conjunto salga extrañamente equilibrado!
Así es la aproximación de Conrad a la literatura: empieza por una línea de puntos que no sabes adónde mierda quiere ir, y que incluso da vueltas sobre sí misma, y luego, si tienes paciencia, resulta que te ha estado dibujando todo el rato un paisaje hipnotizante y estremecedor… y a lo mejor sólo requerías de un paso atrás para abarcar con antelación ese paisaje.
Hay dos elementos particulares de esta novela que me enamoraron:
Uno, la descripción que Conrad hace de un momento de enajenación alcohólica del protagonista. Cuando la lees, te ves obligado a pensar “este tío sabe de lo que habla”. Me recuerda al maravilloso plano secuencia de Harvey Keitel exasperándose en progresión para terminar hundiendo a golpes una mesa en el filme de John Irvin City of Industry, una de mis películas favoritas de cine negro de los 90, de la época en que aún veía cine. Además, Conrad construye esa escena de estallido etílico con Almayer como único personaje presente, esto es, sin diálogos, plasmando una marea de razonamientos interiores que el narrador en tercera persona hace crecer hasta inundarnos con un oleaje de furia y arrastrarnos en su vórtice. Es de una potencia abrumadora. Y sí, ese tío sabía de lo que hablaba.
Dos, la anonadante sensibilidad con que Conrad trata el personaje de Nina; no sólo eso, el autor toma partido descarado por ella, por su causa amorosa y su animadversión hacia los blancos invasores. No se trata de un postureo ‒difícil imaginarlo en esa época por la estigmatización que implicaría‒ ni tampoco de un abrazo del mito del “buen salvaje”. Conrad aboga sinceramente por la introspección psicológica de todos sus personajes, nativos o no, como individuos concretos, y deslumbra que a finales del XIX proyecte afinidades íntimas en el bando “exótico”: se introduce en sus pensamientos blandiendo una ecuanimidad natural y una negación de clichés contundente.
Acostumbrado al tratamiento pulp y la utilización funcional del elemento “indígena” en los relatos de ese período, me ha epatado cómo este tipo se adelanta a tantos de sus coetáneos europeos y les pone delante de la cara la verdad que él encontró detrás de esos estereotipos.
Que se identificaba más con ellos ‒o que decididamente incida en una mayor simpatía hacia los lugareños indonesios, especialmente hacia Nina y su prometido‒ nos lo confirma el hecho de que su segunda novela se abre con una introducción, una suerte de “justificación” ante las damas y caballeros occidentales que conformaban su lectorado ‒señorones, al fin y al cabo‒ de por qué en esas obras opta por destacar y comprender personajes etiquetados como meramente pintorescos o “salvajes” para su sociedad. Seguramente ese escrito se debiera a una reacción más que anecdótica de extrañeza o incluso rechazo en la acogida a Almayer’s Folly, porque se le nota un poco mosqueado y a la defensiva: básicamente, tiene que cantarles a los blanquitos por qué considera que los no-blancos son también dignos de protagonismo en su ficción. Y ratifica que él se alinea con éstos.
Por lo demás, An Outcast of the Islands insiste en muchos motivos ya desarrollados en el título previo, conduciéndolos tal vez a una mayor exacerbación. El protagonista es otro hombre de negocios blanco torturado: Peter Willems, un tipo que por ambición traiciona la confianza depositada en él por sus poderosos empleadores y es castigado al destierro en un “paraíso natural” de mala muerte, junto a una enigmática nativa de dimensiones místicas que lo enloquece aún más y un retorcido sentimiento de fracaso que no puede extirpar en aquel exuberante hábitat que para él supone un desierto humano.
De nuevo la violencia y furia interiores como motor del personaje principal: al parecer, en sus viajes Conrad no conocía colonos muy felices o su propia relación con el entorno resultaba explosiva. En esta novela suceden “más cosas” y el conflicto coral alcanza tintes de tragedia irreversible, así como su prosa inglesa gana en destreza. Sin embargo, no sabría elegir cuál de ambas obras me ha gustado más. Las he disfrutado por igual y, siempre que el narrador parece perder el hilo o emborracharse con su propia andanada de imágenes, enseguida encarrila su falso divagar, a menudo por un lado inesperado, para admiración del lector.
De momento no veo por ningún sitio ese afán romantizante de los “edénicos” Mares del Sur que se relaciona habitual e iconográficamente con el trabajo del insigne polaco. De hecho, para sus personajes blancos, Oceanía es el infierno. Mi entusiasmo se debe en parte a que tampoco late un buenrrollismo rousseauniano en su fresco de la población oceánica: los mercaderes musulmanes son tan ruines y codiciosos como los europeos ‒si bien mantienen una relación más sana con su propia malicia‒ y entre los autóctonos se hallan asesinos y embusteros con la misma naturalidad con que nos los encontramos en nuestras calles.
Ni rastro de un Corto Maltés por esas latitudes…
En cualquier caso, no creo que Almayer’s Folly y An Outcast of the Islands sean novelas menores y no consigo encajonarlas bajo la vara domesticadora o condescendiente de la etiqueta “primeras obras”: por más irregulares que se las considere, ambas me han suministrado sendas experiencias extraordinarias.
Imagen superior: Kerima en «Desterrado de las islas» («Outcast of the Islands», 1951), de Carol Reed.
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