Hegel llegó a afirmar que la ópera era el arte más completo porque reunía en un todo perfecto a las demás: poesía, música, pintura, arquitectura… Hegel, recordémoslo, fue contemporáneo de Haendel y Vivaldi por lo que no alcanzó a disfrutar del enorme avance operístico del siglo XIX porque murió en 1831, cuando Rossini dejaba de componer para la escena y Donizetti y Bellini empezaban a darse a conocer; Verdi y Wagner a sus 18 años daban punto final a su adolescencia; al menos el filósofo supo del romanticismo alemán gracias a Weber.
A finales de ese siglo nació el cine que acabó quitándole (o compartiendo con la ópera) el título de reina (en su caso rey) de las artes. En el siglo XXI ambas formas de disfrutar música y el canto, en vez de competir, se unen y a través de las pantallas podemos asistir a representaciones desde cualquier parte del mundo, en directo, con un sonido y unas imágenes de amplitud gigantesca. En la época de Hegel esta posibilidad se encuadraría en un asunto como de ciencia ficción si este término existiera entonces.
A principios de 2020, el cine Palacio de la Prensa ‒ese hermoso edificio de Pedro Muguruza que da tanto glamour a la Gran Vía madrileña‒ volvió con su programación lírica y danzística programando, de momento, cuatro obras tan jugosas como Don Giovanni, Don Pasquale de Donizetti, Aida de Verdi y La bohème de Puccini, partituras que representan perfectamente a autores y estéticas. Como sesiones paralelas a cargo de populares solistas, las de Juan Diego Flórez y Plácido Domingo, siempre en pie a pesar de las molestas (y puede que injustas o al menos intempestivas) circunstancias personales. En danza, dos obras no menos desconocidas: Coppelia de Delibes y Cascanueces de Chaikovsky con una de las compañías más adecuadas para bailarlos, la de la Royal Opera londinense. La presencia nacional qué mejor manera de hacerlo que con Doña Francisquita (desde el Liceu barcelonés) ya que el músico (Vives) era catalán, madrileño, los libretistas uno asturiano (Federico Romero) y el otro madrileño (Guillermo Fernández-Shaw) como Lope de Vega, en cuya Discreta enamorada está inspirada la zarzuela.
Don Giovanni de Mozart desde la Royal Opera Covent Garden, en directo, recuperó el montaje de quien durante unos años fue uno de sus directores: el danés Kasper Holten. Esta ópera fue su segundo montaje en la casa, en 2019, tras el chaikovsquiano Eugenio Oneguin, para el que en 2014 reunió un sólido equipo totalmente renovado en la presente recuperación (salvo la pletórica Donna Anna de Malin Byström). Sustituyendo en el foso a Fabio Luisi, Hartmut Haenchen.
De Holten (hubo una época en que firmó sus trabajos añadiendo el “Bech” a su nombre o apellido) en el Real de Madrid se pudo gozar de un inteligente montaje de La prohibición de amar de Wagner y, completando un poco más su currículo, en Viena (2004) se midió con Goya de Menotti, en cuyo equipo vocal se hallaban Plácido Domingo (para quien se escribiera la obra en 1986), Michele Breedt e Iride Martínez.
Repuesto por Jack Furness, el montaje de este Don Giovanni se construye alrededor de una especie de edificio abierto (diseñado por Es Devlin) con sus escaleras y estancias (desprovistas de mobiliario y con unos pocos objetos cuando son imprescindibles), giratorio en varios momentos lo que permite, como mayor efectividad, hacer muy fluidos los numerosos cambios escénicos. Un espacio que con los vídeos de Luke Halls (con efectos interesantes conseguidos en Fin ch’an dal vino o en el sexteto del acto II) y sobre todo la trabajada iluminación de Bruno Poet, sirven para que el responsable principal del espectáculo cuente su propia visión de la obra. Que no coincide tanto con lo que imaginaron Da Ponte y Mozart (el vestuario de Anja Vang Kragh, por su parte, remite al siglo XIX) porque, si bien lo va pareciendo más o menos durante la representación, al remate se da como una vuelta de tuerca y se acaba con Giovanni vivo y un tanto orgulloso y ostentoso de sus actos, por lo que se puede entender que lo ocurrido fue un producto o un reflejo de su mente calenturienta. De hecho, en esta conclusión, se omiten las intervenciones solistas (donde informan de lo que harán a continuación) y sólo se canta la moraleja: “Esto es lo que les ocurre a los malvados”.
Para ese concepto Holten hace una pormenorizada caracterización de los personajes, presentándoles con una psicología muy contrastada y detallada que los cantantes siguen al pie de la letra, en un trabajo de equipo de enorme precisión. Cantantes que demostrando, por si falta hacía a estas alturas, la universalidad de la ópera (en época que parecen resucitar decimonónicas inquietudes patrióticas), son originarios de diversas nacionalidades: italiano, sueca, uruguayo, griego y griega, alemán, inglesa, croata, todos bajo la concertada (en el más exacto sentido del término) por un veterano en estas lides: Harmut Haenchen. La lectura del alemán no suscita mejor clasificación que la de “clásica”, es decir, que puede tomarse como modelo.
La partitura utilizada, la Barenreiter-Verlag Kassel, es la que ofrece algunas frases más floridas en varias arias de la ópera, llamando la atención al respecto de oyente más avezado. Holten, por su parte, les hizo trabajar los recitativos de tal manera, y para dar más énfasis al discurso, que a menudo los intérpretes se alejan del canto acercándose más al parlato.
Erwin Schrott, tras ser en muchas ocasiones un extraordinario Leporello, es desde hace un tiempo también un equivalente Don Giovanni: voz, canto y actuación al servicio de un personaje lleno de vida y pasión. Y atractivos. Roberto Tagliavini, con su voz de bajo lírico y noble, fue el equivalente exacto a la labor de su compañero. La Donna Anna de Malin Byström no únicamente exhibió una de las voces más imponentes de la velada: dio a la vindicativa protagonista su necesaria realidad canora y dramática. Myrthò Papanatasiu reflejó sin problemas la personalidad de Donna Elvira, de principio a fin pero sobre todo en su difícil página solista. Daniel Behle, como era de desear, cantó sus dos arias (variando las dos similares estrofas en Dalla sua pace) ofreciendo un auténtico modelo de canto mozartiano. Como graciosa y sensual, Louise Alder en sus, igualmente, dos oportunidades solistas. Joven barítono, de agradable y pertinente presencia, Leon Kosavic no se quedó atrás como Masetto. Petros Magoulas dio al Comendador presencia y esencia personal, vocal e interpretativa.
En fin: pese al cuestionable montaje (una vez más y la cosa sigue y sigue), la Royal Opera se cubrió de gloria en el terreno musical con este Don Giovanni mozartiano. Y ello no es poco…
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