Plácido Domingo comenzó su carrera cantando partes de barítono. A partir de 2009 aparcó su actividad tenoril para recuperar la baritonal con figuras paternas verdianas, en cabeza el Simon Boccanegra, personaje que el cantante en especial reverenciaba.
Otros: Nabucco, Giorgio Germont, el viejo Foscari, Giacomo de Domrémy, completados por el pucciniano Gianni Schicchi (su único papel cómico) y otros verdianos más, por cierto nada paternales (Conde de Luna) o algo (Posa) así como algunos franceses (Zurga, Athanael) mientras iba preparándose para otro barítono: el asimismo bien paternal Sharpless pucciniano, prevista en el Metropolitan neoyorkino.
En esta (quizás) definitiva carrera como barítono, Domingo interpretó varias veces el Macbeth verdiano, al lado de sopranos como Liudmila Monastyrska y Davinia Rodríguez o la mezzo Ekaterina Semenchuk, en producciones de variado calibre: Peter Mussbach, Peter Stein (probablemente la mejor hasta el momento), Darsko Trensnjak (en Los Ángeles, comerciada en imágenes) y Roland Geyer.
En junio de 2018 volvió a interpretarlo en la Unter den Linden berlinés, en el escenario por fin recuperado tras sus largos trabajos de modernización; una de las funciones fue objeto, en diferido, de proyección cinematográfica a la que algunos madrileños tuvimos oportunidad de asistir gracias al Palacio de la Prensa en esas sesiones que organiza con tanto celo, cuidadísima selección y consecuente efectividad María Alsius.
Harry Kupfer es, sin la menor duda, uno de los registas alemanes de mayor proyección internacional, aunque en realidad sea más activo en Europa (de Helsinki a Florencia, de Londres a Berlín o Viena) que en el resto del mundo. Sus trabajos han llegado también, con diferente acogida pero siempre con interés, a Bilbao, Barcelona, Madrid y Granada. Son conceptos que suelen apartarse bastante de la convención, sin olvidarla del todo. En esta oportunidad, traslada la historia en el tiempo y en el espacio a una especie de dictadura militarista, quizás suramericana de esas que, con bastante desprecio suelen denominarse “bananeras”. Ofrece una detallada dirección actoral, con una definición clara de los personajes principales como es habitual en un profesional de su categoría, contando para ello con el vestuario apropiado (Yan Tax), los espacios (Hans Schavernoch) y, sobre todo, potenciados por el importante aporte videográfico de Thomas Reimer.
Toda esta suma le permite una atendible narración de los hechos aunque, es inevitable, no falte alguna originalidad, en este caso muy lograda. Así fue el retrato de las brujas que en la primera escena aparecen como depredadoras de los cadáveres tras la batalla y, en la sucesiva, cual si fueran un producto de la imaginación alcohólica y enfermiza de un Macbeth ya en decadencia. El cuadro más logrado de la función. La iluminación de Olaf Freese se evidenció apropiadísima para la plasmación teatral, pero algo oscura para la captación en imágenes, tarea realizada con su habitual pericia por Tiziano Mancini.
La partitura elegida, desde luego, fue la de la revisión verdiana para París en 1865 pero sin el ballet (eso que tanto temen los registas actuales) y, oh sorpresa, sin el himno victorioso final, remate que en su lugar ocupó un fragmento de la edición primeriza de 1847: el cantable Mal per me che m’affidai.
En consecuencia, es Macbeth quien de esta manera concisa y patética, puede que más congruente con el desarrollo de la acción, termina la obra y que fue plasmado por un Domingo como siempre superando las posibles contingencias de la edad. Claro que, como es ya notorio, acusó desigualdades en el control de la respiración, síntomas puntuales de cierta fatiga de inmediato superada, momentos un tanto superficiales, pero en conjunto el personaje se perfiló pleno de vida, totalmente convincente y de una sonoridad que sería sorprendente sino fuera ya sobradamente conocida. Su mejor momento, imposible poder cantarlo y expresarlo mejor, fue el de su gran escena seguido por el andante conclusivo antes citado. Fenomenal Domingo que sigue siendo un milagro único en la historia del canto.
Anna Netrebko mejoró, si cabe, la anterior edición del Metropolitan de Nueva York en compañía del barítono Zeljko Lucic, una toma de 2014, o sea de cuatro años anterior a la presente. Estuvo claro que su concepto fue más por el lado dramático que por el canoro. Ejemplo de lo primero fue la magistral manera de diferenciar las dos partes del brindis y, de lo segundo, el cómo evitó los trinos del mismo brindis y el glissando del sonambulismo. Algo borrosas las partes de agilidad, demostró pese a estas pequeñas máculas que, vocalmente, la parte no le supone el más mínimo problema, con una generosidad de entrega realmente agobiante, tanto en los agudos como en los graves y con un centro de una anchura y solidez impresionantes.
El bajo y el tenor no estuvieron a la altura de la pareja central. Fabio Sartori se limitó a exhibir todo el volumen de su dotadísima voz tenoril, con una lectura del aria de una superficialidad digna de multiplicar reproches, mientras que Kwangchul Youn, que puso más interés expresivo, se vio limitado por un registro grave algo débil y un vibrato a punto de sonar inconvenientemente excesivo. El Malcolm de Fiarian Hoffmann, indigno de un teatro de la categoría del renovado Unter den Linden berlinés. Al contrario, el resto sí estuvo a esa altura, en especial el Doctor de Dominik Barberi y la Dama de Evelin Novak.
En el foso, Daniel Barenboim al frente del magnífico coro y de una Staatskapelle Berlin para la que sobran elogios, ofreció una lectura espléndida en concepto, matización, diferenciación de escenas y contrastes sabiamente elegidos, ampliados por unos silencios que dieron a la narración un especial y profundo contenido.
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