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«Doctor Cíclope» (1940), de Ernest B. Schoedsack

Los historiadores del cine de ciencia ficción suelen despreciar –y con razón– la década de los cuarenta como un periodo muerto en lo que al género se refiere. Secuelas de bajo presupuesto que exprimían ilustres personajes (el caso de Frankenstein fue flagrante) o seriales que flirteaban con el terror y la comedia, carecían del encanto, la genialidad o las aspiraciones de insignes predecesores. Esta pobreza creativa contrastaba con la efervescencia de la que los aficionados estadounidenses disfrutaban en el ámbito literario, donde estaba desarrollándose lo que se ha dado en llamar la Edad de Oro.

Hubo, no obstante, algunos productos, pocos, que consiguieron destacar gracias a su estilo o inventiva. Uno de ellos fue Doctor Cíclope .

Un grupo de científicos se reúnen en un laboratorio escondido en la selva peruana tras ser convocados allí por su propietario, el doctor Alexander Thorkel (Albert Dekker). Para su sorpresa, se encuentran con que el doctor sólo requiere de ellos que identifiquen una serie de cristales bajo el microscopio, ya que su deficiente vista se lo impide. Sintiéndose insultados, deciden acampar en el recinto hasta averiguar más sobre los experimentos que su anfitrión está llevando a cabo. Cuando éste les encuentra fisgando en su laboratorio, les bombardea con su invento: el rayo reductor. El resultado es que sus cuerpos quedan reducidos al tamaño de una muñeca. Indefensos, se hallan a merced no sólo de los depredadores que moran en la jungla y las inclemencias meteorológicas, sino de la crueldad del propio doctor. Cuando éste asesina despiadadamente a uno de ellos, el resto decide enfrentarse a su verdugo.

El argumento de esta película está más en consonancia con la literatura pulp de la que bebían los seriales baratos de la época que con la verdadera ciencia ficción. No hay aquí naves espaciales o mundos futuros; la película se sitúa más bien en la línea abierta por La isla de las almas perdidas (1932), en la que ya aparecía un doctor demente realizando repugnantes experimentos en una selva: pero también El malvado Zaroff (1932), en la que un cazador loco acecha a presas humanas en la jungla; o incluso King Kong (1933), donde un grupo de exploradores seguía la pista de un mono gigante… otra vez en la selva.

La similitud entre las dos últimas cintas mencionadas y Doctor Cíclope no es una coincidencia: las tres fueron dirigidas –o codirigidas– por Ernest B. Schoedsack, uno de los pioneros menos recordados de la aventura fantacientífica. En esta película, como en King Kong, Schoedsack comparte labores de dirección y producción con Merian C. Cooper.

En una década en la que el malvado y demente científico se convirtió en gastado tópico de innumerables películas y seriales, Doctor Cíclope sobresale respecto a las demás, aunque sólo sea porque fue la primera cinta de ciencia ficción rodada en Technicolor. Eso sí, no deben buscarse aquí ni mucha acción (al menos hasta los últimos 25 minutos), ni una lógica que explique el por qué suceden las cosas, sino limitarse a seguir la historia y disfrutar con los trucajes visuales.

En cuanto a éstos, ciertamente hoy han quedado empequeñecidos por las coloridas banalidades infográficas que saturan cualquier film, pero en su momento resultaron sobresalientes, mereciendo la nominación al Oscar que recibieron sus responsables. La combinación de pinturas mate, retroproyección y decorados y atrezzo a escala funciona de manera impecable.

Schoedsak nos ofrece algunos planos de gran calidad, como aquel en el que Albert Dekker sostiene entre sus dedos a un Charles Halton que se retuerce desesperado y que fue conseguido colocando a éste en la palma de una mano gigante y alineándola con una pantalla de fondo en la que se había filmado la imagen del doctor. El grado de ilusión es sorprendente, como en la escena en la que un caballo miniaturizado se revuelve en la red mientras le transportan.

El efecto de la diferencia de tamaño se potencia por la utilización de grandes angulares para filmar a los personajes «pequeños» y descartando los primeros planos a favor de los picados (aunque esta técnica también tiene el inconveniente de convertirlos a todos en un grupo poco diferenciado que deja poco espacio al trabajo interpretativo de los actores.

No es que nadie esperara grandes interpretaciones en esta película. Ni siquiera el productor Dale van Every, que prefirió contratar a actores poco conocidos pensando que ello contribuiría a realzar la verosimilitud del film: «Naturalmente, será difícil hacer que el público crea que los personajes han sido reducidos a un tamaño de 30 centímetros», declaró en una entrevista de la época, «pero sería imposible si tuviéramos en los papeles principales a Fred MacMurray o Barbara Stanwyck. El público los conoce demasiado bien».

El que más oportunidades tiene de brillar es, claro está, Albert Dekker –un actor cuya vida y especialmente su morbosa muerte ya resulta una lectura cuanto menos entretenida–, especializado en personajes siniestros y villanescos a todo lo largo y ancho de la década de los cuarenta. Su doctor Thorkel es un interesante científico loco, mejor caracterizado que la mayor parte de sus contemporáneos, aunque de gesticulaciones igualmente afectadas y con la misma combinación de exquisitos modales y psicopatía aguda. La película nunca se refiere a él como Doctor Cíclope, siendo el título una alusión al mito griego del gigante de un solo ojo que hizo prisioneros a los marineros de Ulises. Éstos, como los protagonistas de la película, lograron escapar cegando a su captor.

Antes de que el tema de la miniaturización fuera ampliado y enriquecido por el sentido metafórico de El increíble hombre menguante (1957) o la ágil diversión y sentido de lo maravilloso de Cariño he encogido a los niños (1989), Doctor Cíclope supuso una de las mejores historias de este curioso subgénero en el que un grupo de humanos reducidos de tamaño hasta la indefensión, tratan de sobrevivir en un nuevo mundo.

La inmensa mayoría de la ciencia ficción cinematográfica anterior a la Era Atómica, tendía a abandonar la especulación factible en favor de la mera fantasía. Doctor Cíclope nunca llega a trascender su propósito meramente lúdico, pero al menos sabe aprovechar con eficacia los recursos que puso a su disposición un gran estudio como Paramount en una época en la que el género parecía indefectiblemente relegado a la serie B.

Aún deberían pasar otros diez años antes de que diera comienzo la Edad de Oro de la ciencia ficción en el cine gracias a Con destino a la Luna (1950) y Paramount se embarcara en su siguiente película del género, Cuando los mundos chocan (1951). Mientras tanto, una película como Doctor Cíclope, híbrido a todo color de aventuras, terror y ciencia ficción inspirado por los pulps, fue bien recibido por un público ávido de todo lo que pareciera diferente.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".