Como quien no quiere la cosa, Arnold Schönberg cumpliría este año un siglo y medio de vida. El hecho ha motivado exposiciones y una nueva bibliografía de esta persona que llegó a ser incluso supuesto personaje en una novela, Doktor Faustus de Thomas Mann. En efecto, Schönberg obligó al escritor a incorporar una nota al texto novelesco, en la cual aclaraba que el personaje no era la persona. Así quedó claro quién había inventado el sistema de la música serial atonal dodecafónica. Que no cunda el pánico, esta columna no pertenece al terrorismo académico. Más aún. Es un pequeño texto sencillo.
La música que conocemos y reconocemos como tal se basa, hace siglos, en la menor distancia que hay entre dos sonidos, dos notas: un semitono. Una sucesión de doce semitonos, siete naturales y cinco alterados, compone la escala. Es una serie que se repite cíclicamente. De esta escala se extraen siete notas y se forma una tonalidad. Con este par de trucos se hizo la música antes referida. La llamamos hoy música tonal porque apareció don Arnold y propuso la música atonal.
Schönberg dijo: acabemos con la dictadura tonal, viva la libertad. Así propuso utilizar abiertamente las doce notas de la escala pues reducir la tonalidad a siete era prohibir las cinco restantes. Hagamos escalas pero no nos sometamos a interdicciones policiales. La música había sido aristocrática. Ahora se volvía anarquista.
Fue entonces cuando apareció el primer escollo. La música que conocemos, que tarareamos, que silbamos o bailamos, juega con cadencias, es decir con tensiones y distensiones. Deja la lectura, lector/a, y ponte a cantar para comprobarlo. La atonalidad elimina este juego. Si se quiere, prohíbe las cadencias. Y, lo peor: impide la melodía tal como la solemos descubrir y memorizar. El atonalismo nos propone una infinitas colección de tensiones y ninguna distensión. O, acaso, lo contrario: si todo es tensión, nada es tensión.
Estos cortes verticales, estos hachazos a la tonalidad, permitieron a Schönberg dividir la historia de la música en dos grandes períodos: el tonal y el atonal. De algún modo, don Arnold fue una suerte de Cristóbal Colón del arte sonoro. Como él, incorporó a los aborígenes americanos a la historia universal. Tanto así que un músico de los Estados Unidos, Charles Ives, sostuvo que el invento era suyo y, por lo tanto, anterior a su colega de Viena. Pero esa es otra novela, una del Lejano Oeste. Simplemente, he querido contornear el retrato de un musculoso compositor que partió las aguas de su arte.
Ahora viene lo peor. Si examinamos los programas de los conciertos y las óperas, las emisiones radiales de música y los catálogos de las grabadoras, veremos que el atonalismo apenas aparece. La inmensa mayoría de las sesiones musicales se nutren con las variantes tonales anteriores a Schönberg. Resulta curioso que otros músicos contemporáneos suyos sí se muestren en abundancia y en insistencia: Strauss, Sibelius, Debussy, Falla, Ravel, Puccini y etcétera. Tal vez la causa sea aparentemente banal: estos señores siguen creyendo en la distensión y, en consecuencia, en la melodía. La música, al menos en mi silvestre y personal opinión, es una fuente de distensiones que nos ayuda a compensar las tensiones de la vida, a menudo insoportables. ¿Una droga? Sí, pero gratuita y saludable. Tú, entre tanto, sigue cantando.
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