Lo bueno de clásicos como Doce del patíbulo (The Dirty Dozen, 1967) es que uno puede revisarlos sin temor a decepciones. Dirigida por Robert Aldrich, esta excepcional producción bélica fue protagonizada por Lee Marvin, Charles Bronson, Donald Sutherland, Ernest Borgnine, George Kennedy, Ralph Meeker, John Cassavetes y Telly Savalas.
Antes de entrar en materia, empecemos por el contexto sentimental en el que un cinéfilo de hoy puede aproximarse a esta cinta.
Uno de los síntomas de la decadencia de la civilización occidental es la aparición de los autodenominados metrosexuales, esos personajes que se declaran heterosexuales, pero que no dudan en aplicarse maquillaje, cremas faciales y de los que se rumorea que llegan a depilar su vello corporal. Como cada uno es libre de hacer lo que quiera con su vida, tampoco es cuestión de enfrentarse a esos fashion-victims, así que lo único que uno puede hacer para quitarse el disgusto es revisar películas en las que comprobar que alguna vez hubo auténticos hombres.
La mejor opción es acudir a esa serie de films realizados durante la época de los 60 ambientados en la Segunda Guerra Mundial y protagonizadas por personajes masculinos en su mayoría. Hablamos de films “de misiones” como Los cañones de Navarone (J. Lee Thompson, 1961), El desafío de las águilas (Brian G. Hutton, 1968), La brigada del diablo (Andrew V. McLaglen, 1968) o la ya paródica Los violentos de Kelly (Brian G. Hutton, 1970).
Pero quizá la más popular y carismática de estas macho-movies sea Doce del patíbulo, dirigida por Robert Aldrich en 1967. Aldrich era ya por entonces un director curtido, capaz de dirigir cualquier tipo de producción que se le encomendara. Con una media de dos películas por año, el cine de género no tenía misterios para él, imprimiendo su enérgico estilo al western aventurero Veracruz (1954), la serie negra pulp de Kiss me deadly (1955), el extremo terror psicológico de ¿Qué fue de Baby Jane? (1962) o la violenta película (anti)bélica Ataque! (1956), donde el director ya demostraba poco respeto por el Ejército y, en especial, por los oficiales.
Basada en una novela de E.M. Nathanson, Doce del patíbulo propone una visión bastante sarcástica sobre la apestosa naturaleza de la guerra y el mamoneo que reina dentro de los estamentos militares.
La historia comienza con un largo prólogo que nos sitúa en la Inglaterra de 1944. El Mayor Reisman (Lee Marvin), excelente profesional pero con serios problemas en cuanto a la disciplina, asiste a una ejecución de un soldado (por el desagradable método de la horca).
La reacción de Reisman y la manera en que está rodada la escena dejan claro el posicionamiento de Aldrich. “Ese no es camino para nadie” replica en la escena siguiente a los altos cargos que le encomiendan la Operación Armisticio, tan simple como imposible: reclutar a doce soldados convictos de oscuro futuro (horca o trabajos forzados), entrenarlos y lanzarles a una misión casi suicida.
El objetivo es asaltar un château donde los oficiales nazis pasan sus días de relax (básicamente un prostíbulo de mucho lujo) y acabar con el máximo número de dichos oficiales que sea posible, todo esto justo antes del Día-D, para desestabilizar la cadena de mando Nazi.
Después de este prólogo, se nos presenta a los patibularios mientras ruedan los títulos de crédito. Con nulos conocimientos militares y escaso interés en la disciplina, este es “el más heterogéneo montón de deformidades psicopáticas con que con que he tropezado en mi vida”, según palabras del Capitán Kinder (Ralph Meeker), el psicólogo del campo de entrenamiento, quien señala que en el grupo hay “un maníaco religioso, un pigmeo resentido y dos semi-idiotas… y en el resto no quiero ni pensar”. A esta deprimente evaluación, Reisman responderá “No hay nada mejor para la guerra”.
De entre esta docena, se pueden distinguir entre los personajes principales y otros más bien “de relleno”. Los de más peso son enseguida presentados mediante las visitas que Reisman hace a sus celdas para convencerlos con el infalible método de mostrarles sus dos opciones: o la horca o la más que posible muerte en batalla.
Y este es un buen momento para hacer las presentaciones.
Comencemos con el ya mencionado Lee Marvin. Nacido en 1924, este actor neoyorquino no solo frecuentó los papeles militares en el cine, sino que fue un marine condecorado en la Segunda Guerra Mundial, donde se dice que recibió un tiro en la retaguardia que le valió los honores del Tío Sam.
Marvin es todo un icono, la quintaesencia del tipo duro gracias a su peculiar rostro de escualo, su voz cavernosa (recuerden sus canciones en aquella peculiar comedia musical, La leyenda de la ciudad sin nombre) y la economía gestual propia de quien no necesita de tics ni tonterías para hacerse el macho, como suelen hacer los Vin Diesels, raperos con nombres absurdos y demás mequetrefes protagonistas de muchas cintas de acción actuales.
Tras haber realizado numerosas cintas bélicas y westerns, Lee Marvin pasaría a la Historia del séptimo arte en 1962 por encarnar al mezquino Liberty Valance en la obra maestra de John Ford, director con el que volvería a repetir al año siguiente en la entrañable La taberna del irlandés.
Otras interpretaciones memorables de Marvin son la de asesino profesional en The Killers, basada en un mítico relato de Hemingway y dirigida por Don Siegel en 1964; el poco escrupuloso caza-recompensas del rudo western Los profesionales (Richard Brooks, 1966), el vengativo Walker de Point Blank (John Boorman, 1967), el Piloto Americano en aquel maravilloso duelo interpretativo contra Toshiro Mifune titulado Infierno en el Pacífico (John Boorman, 1968), el gangster urbano entre paletos de la violentísima Carne Viva (Michael Ritchie, 1972) o El Sargento de Uno Rojo, división de choque (Sam Fuller, 1980), posiblemente el mejor film bélico de todos los tiempos.
Se quedan muchas películas importantes fuera de esta lista, pero es que un servidor teme entusiasmarse y citar todas las producciones de este soberbio personaje del que, como Mr. Blonde, es un gran fan.
El Reisman de Doce del patíbulo tiene que enseñar a sus hombres algo de lo que él carece, esa disciplina y respeto por los superiores tan importante en el Ejército, y lo logra en cierta manera, haciendo que primero logren desprenderse de su individualismo, provocando que todos se unan en un mutuo odio contra él, para luego demostrarles que el Ejército Americano (representado por el odioso amante de la disciplina Coronel Breed, interpretado por Robert Ryan) tampoco es plato de su gusto.
Así, “Los doce guarros” (al protestar por no tener agua caliente para afeitarse, Reisman les prohíbe el aseo, de ahí el título The Dirty Dozen) terminan siendo un proyecto personal del Mayor, un grupo de perros de ataque que solo responden a sus órdenes, unos outsiders tan molestos como necesarios. El sadismo de Reisman a la hora de acabar con los oficiales nazis impresionará incluso a alguno de estos asesinos convictos.
El primer “guarro” en sernos presentados es Victor Franko, cuya profesión de civil era gangster de Chicago y que durante la guerra atraca un banco inglés, provocando la muerte de una persona y todo por una cantidad de dinero que casi alcanza los diez dólares. Franko (en el doblaje español de la época rebautizado “Frankie” por razones obvias) lleva la cara y el cuerpo de alguien que llegaría a convertirse en todo un Dios para los amantes del cine independiente, nada menos que John Cassavetes.
El afrancesado director de Gloria, de heterogénea carrera actoral, no tuvo reparos en actuar en películas de acción como esta, cuya seca incorrección política y exuberante violencia quizá choque frontalmente con los gustos de más de un fan de sus films como realizador.
Casavettes construye su Franko como una mezcla entre delincuente juvenil problemático (de esos que habitan los correccionales) y gangster de la vieja escuela tipo James Cagney (su muerte se asemeja en cierto modo a la de Cody Jarret en Al rojo vivo). Victor Franko representa el individualismo y la rebeldía. Sus propios compañeros le pararán los pies cuando su intento de fuga pone el juego el cuello de todos, pero aun así sigue siendo una especie de líder dentro del grupo gracias a su carisma y descaro.
Contrastando con Victor Franko está el segundo “guarro” en importancia, Joseph T. Wladislaw, uno de los más normales dentro del grupo. Wladislaw llegó a ser oficial durante un corto periodo de tiempo, hasta que mató a otro oficial desertor que se largaba con el botiquín en plena batalla. Reisman enseguida congenia con Wladislaw (“cometió una equivocación…permitió que alguien viera cómo lo hacía”).
Durante la misión el dominio del idioma alemán de Wladislaw será esencial, infiltrándose junto a Reisman en el castillo, disfrazados de oficiales nazis.
Wladislaw, antiguo minero del carbón, luce el corpachón de hierro y el rostro pétreo de Charles Bronson, un legendario actor, habitual en los festivales de testosterona de esta época, de los que solía ser uno de los pocos supervivientes, como en La gran evasión (1963, John Sturges) o la misma Doce del Patíbulo, donde cierra la película con la provocadora frase “Matar generales podría convertirse en un hábito para mí”.
Un tipo auténtico donde los haya, Charles Bronson (nacido Charles Buchinsky) fue, entre otras muchas cosas, artillero de cola en un B-52 durante la Segunda Guerra Mundial antes de iniciar una carrera que se puede dividir en tres fases: la de secundario malvado en películas como Los crímenes del museo de cera (André de Toth, 1953) o Veracruz (Robert Aldrich, 1954); la época de oro del cine de pelo en pecho, con La gran evasión, Doce del patíbulo y Los siete magníficos (John Sturges, 1960), culminando en la obra maestra de Sergio Leone Hasta que llegó su hora (1968); y la época de los 70 y 80, donde su bigote se haría popular en duros thrillers de mamporros como Mr. Majestyk (dirigida por Richard Fleischer en 1974, escrita por Elmore Leonard, fetiche de Tarantino y protagonizada por un melonero) y en películas de acción fascista bastante ridículas y divertidas, como la interminable saga de venganzas Death Wish.
Desgraciadamente, esta última imagen es la que ha quedado para la mayoría de la gente: la de un abuelete matando macarras (El veterano Bronson protagonizaba estas infames películas para pagar el tratamiento de su esposa, Jill Ireland, enferma de cáncer. Para que vean que dentro de tanta piedra, había un corazón enorme). Ese tardío encasillamiento restó importancia a una brillante y extensa carrera profesional.
Wladislaw forma una especie de dúo que encarna la “voz de la razón” dentro de la alocada docena con Robert T. Jefferson (Jim Brown), condenado por matar a unos soldados racistas que trataban de castrarle.
Aunque hoy nos parezca normal, era bastante llamativo por aquel entonces un personaje de raza negra en una película, y encima no el típico “negro haciendo de blanco” tipo Sydney Portier, sino una fuerza bruta a tener en cuenta, reflejo de los movimientos sociales que por aquella época comenzaban a dar un papel importante a los negros en EEUU. No parece casualidad que, cuando le hablan de los nazis y sus ideas racistas para que se una a la operación, el responda aquello de “yo elegiré a mis enemigos”.
Jim Brown fue un héroe de la NFL antes de entrar en el mundo del cine en 1964 con el contundente western Río Conchos (Gordon Douglas), siendo Doce del patíbulo su segunda película.
Abonado a las películas de acción durante los 60, ya sea en formato western o militar, terminaría por convertirse en una de las figuras más importantes de la blaxploitation, con películas como Masacre (Slaughter, Jack Starrett, 1972) o Black Gunn (Robert Hartford-Davis, 1972).
Su carrera cinematográfica continúa hoy en día, y en ella se cuentan películas tan dispares (en ocasiones psicotrónicas) como La fuga de la Isla del Diablo (William Witney, 1973), Perseguido (Paul Michael Glaser, 1987) o Mars attacks! (Tim Burton, 1996).
Más peligroso que los nazis, y un bicho aparte dentro del grupo de los doce del patíbulo es Maggott, un psicópata sexual, fanático religioso, sureño, racista, asesino y calvo al que hay que tener apartado en la torre de vigía cuando el bueno de Reisman decide regalarles a los chicos un “baile de graduación”, trayendo al campo un camión lleno de prostitutas.
Maggott desencadenará el caos durante la misión, cuando se le va la cabeza y, tras asesinar a una prostituta alemana, se lía a tiros con todo lo que se mueve, en especial con Jefferson, quien acabará con él con poco disgusto.
Este deshecho humano es encarnado por el hombre que fue Kojak, es decir, Telly Savalas, actor archipopular durante los 70 por aquella serie de televisión que tanto hizo por los chupa-chups, y habitual en todo tipo de producciones televisivas, coproducciones casposas (La casa dell´esorcismo, Una ciudad llamada Bastarda…) y demás curiosidades, como Capricornio Uno (Peter Hyams, 1978) o Más allá del Poseidón (Irwin Allen, 1979).
El resto de los patibularios tienen menos peso en la historia, aunque hay que destacar a un joven Donald Sutherland como Pinkley, un tipo bastante idiota y simpático que protagoniza el momento más hilarante de la película, al hacerse pasar por general ante las tropas del Coronel Breed.
Tampoco podemos olvidar al voluminoso Clint Walker, que también participó en la Segunda Guerra Mundial, alistado en la flota que desplazaba suministros y material hasta el frente. Walker da vida a Samson Posey, el típico “gigante amable” pero que pierde el control si se le empuja adrede. El último que se atrevió a empujarle recibió un único golpe que le hundió la mandíbula en el cerebro.
Completan la docena el cantante Trini López como Jiménez, el de la guitarra, Tom Busby como Vladek, Stuart Cooper como Roscoe Lever, Ben Carruthers como Gilpin, Colin Maitland como Sawyer y el sin par Al Mancini como el bigotón Bravos.
Tampoco hay que olvidar la presencia de profesionales como Ernst Borgnine en el papel de General Worden (el momento en el que se da cuenta de los planes de los doce en los juegos de guerra es antológico) y George Kennedy como el amigable y apocado Mayor Ambruster, a la sazón confidente de Reisman.
Doce del patíbulo ofrece un nuevo modelo de película de acción bélica en la que los clásicos GiJoe de los films de antaño, aquellos chicos comunes que se convierten en héroes por su patria, son sustituidos por personajes más descreídos y con motivaciones más mundanas, proponiendo historias menos maniqueas y más amoralmente violentas que las que se vieron antes y después de los 60 y los 70 (piensen en el ochentero Rambo y su “moriría por mi país”).
La realización de Aldrich propone imágenes que prácticamente se salen de la pantalla, con abundancia de planos picados, un gran uso de la profundidad de campo y objetos que se interponen entre los personajes y el espectador, construyendo así curiosos encuadres dentro del encuadre y recordando en cierto modo aquellas curiosas composiciones de los films en 3D.
Sin ser tan sangrienta como todo lo que vino después de Grupo salvaje (Sam Peckinpah, 1969), Doce del patíbulo no se muestra timorata a la hora de mostrar muertes bastante crueles, como cuando los oficiales y sus amiguitas son encerrados en el sótano, rociados de gasolina y volados por los aires gracias a las numerosas granadas que les llueven procedentes de las manos de los “héroes”, o la muerte de Jefferson, que es acribillado después de realizar una heroica carrera que recuerda las glorias deportivas de Jim Brown a sus numerosos fans.
La influencia y el éxito de Doce del patíbulo nunca han perdido vigor. La cinta fue objeto de varias secuelas televisivas durante los años 80 (teleserie incluida) y llegó a ser homenajeada por Joe Dante en su película Small Soldiers (1998), donde varios de los protagonistas del film de Aldrich (Jim Brown, Clint Walker, George Kennedy o Ernst Borgnine) prestaban su voz a los muñecos del Comando Elite.
Doce del patíbulo es una película de siempre gozoso visionado, que contagia un extraño optimismo (pese a que la mayoría de los protagonistas mueran) y que confirma que los nazis son los villanos más fotogénicos jamás ideados.
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