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Disfrutando «Walkiria» (Royal Opera House, 2018)

La tetralogía wagneriana retorna cíclicamente a la Royal Opera londinense. Por su foso, desde que en 1892 la oreciera al completo nada menos que Gustav Mahler, han pasado batutas tan eminentes como las de Felix MotlArthur NikischHans RichterBruno WalterThomas BeechamRudolf KempeFranz KontwitschnyGeorg SoltiColin Davis y Bernard Haitink.

Realmente la lista es impresionante, como corresponde a tan magna obra y a tan importante escenario. A esta relación se sumó su director musical, digno de recibir similares honores: Antonio Pappano. En una producción estrenada en 2004 y que en la temporada 2018 retomó, de nuevo, el teatro londinense seis años después de sus últimas representaciones.

Aunque Pappano se asocie de inmediato, por orígenes, apellido y continua actividad, al repertorio italiano, tiene asimismo una nada despreciable experiencia wagneriana, primero durante su estancia durante una década en la Moneda de Bruselas, luego refrendada con su participación en el Festival de Bayreuth donde dirigió en varias ocasiones Lohengrin.

Tras haberla ofrecido unas semanas antes en directo, el Palacio de la Prensa madrileño volvió a programar en diferido esta Walkiria dentro de su amplísima y diversificada programación, modelo de buen criterio selectivo y afinidad con los intereses del público. Una oferta continuamente enriquecida por otras manifestaciones artísticas complementarias.

El hecho de asistir en diferido a la representación, aunque se pierda la emoción del espectáculo en directo, se gana en tiempo y paciencia evitando los largos y a veces demasiado latosos intermedios. Así se pudo disfrutar de una versión de la obra wagneriana que es justo calificar de magnífica. En primer lugar, por la dirección de Pappano, como siempre minuciosa en la forma tan nítida de cómo ilumina la redacción orquestal a veces algo intrincada del compositor, sin que el relato dramático pierda calidad o coherencia, atento a lo que ocurre en el escenario del que siempre se muestra atento y cooperante. Desentrañando el más mínimo recoveco de una partitura compleja, al mismo tiempo que cuida los cantantes con especial mimo y consideración. De hecho, todos los grandes intérpretes quieren trabajar con él y, sobre todo, cuando van a asumir por vez una primera un parte cuanto más onerosa mejor, eligiéndole como infalible compañero para esa nueva aventura profesional. Así ocurrió con Jonas Kaufmann y Otello y así ocurrirá dentro de poco con Anna Netrebko y Salomé.

Pappano, además, de Wagner a menudo destaca su lado más lírico, el menos aparatoso, ampuloso o solemne, algo muy de agradecer al quitarle tanto aparatoso hueco a tan imponente música. De hecho, en la segunda parte de la tetralogía aparecen por fin personajes humanos y Pappano lo entendió perfectamente. Esta Walkiria destiló un aroma de una latente humanidad que la hizo especialmente disfrutable, con una orquesta que ya conoce y domina con pericia de virtuoso tras tantos años de intercomunicación con ella.

Aunque el director escénico alemán Keith Warner tiene una notoria vocación wagneriana, han sido ciertamente celebrados recientes montajes suyos de otras obras y compositores ajenos a la misma: El mercader de Venecia de Chaikovsky (otro Chaikovsky, el polaco André nacido en 1935) y Otello (en el exitoso debut en la parte de Jonas Kaufmann como antes se recordó).

Aparte de estar presente en Bayreuth junto a Pappano en el citado Lohengrin (y luego con Andrew Davis y Peter Schneider), Warner ha dirigido prácticamente toda la obra del compositor, al menos la más representativa, o sea, todos sus títulos excepto los primerizos, los compuestos antes de El Buque fantasma.

Su Walkiria forma parte de un todo, la tetralogía al completo en conjunto, de ahí que mucha de la simbología que aparece en el montaje visto tenga su sentido en relación con las demás partes de la magna epopeya. Los decorados de Stefanos Lazaridis (con Matthew Deely) y el vestuario de Marie-Jeanne Lecca no especifican una época determinada, más bien parece reflejar varias entremezcladas. Los actos I y II comparten elementos comunes, mientras que en el III, a pesar de una sobriedad un tanto chocante con los anteriores, encuentra el director escénico varios momentos de supremo interés teatral (la cabalgata y el sucesivo diálogo de éstas con Wotan, el final de la ópera). La iluminación de Wolfgang Göbbel es un elemento positivo más, subrayando los mejores aciertos de la puesta escénica. En conjunto, el montaje no dificulta el contenido de la obra y ayuda, en general, a comprender lo que en ella viene narrado. Hay, desde luego, una soberbia dirección de actores.

Un quinteto de solvente categoría reunió la Royal Opera para que esta Walkiria adquiriera también vocalmente su auténtico significado.

Nina Stemme es hoy una de las sopranos capacitadas para solventar de las diferentes dificultades asociadas a Brünnhilde, por el soporte vocal, por su talento de cantante y actriz y por su afinidad con el mundo wagneriano. Ha cantado, paulatinamente, todas las heroínas del compositor: Senta, Elsa, Elisabeth, Isolde, Kundry. Su entrega como la walkiria preferida del implacable Wotan fue en general muy certera, aunque mostró algunas asperezas o dificultades en las notas más agudas, lo que probablemente la decidió a suspender su inmediato contrato con el Real madrileño, donde estaba previsto que cantase Turandot, otro de sus grandes personajes.

La soprano norteamericana Emily Magee, que empezó siendo mozartiana para pasar a una lírico spinto de notables recursos con un amplio despliegue de posibilidades (VerdiPucciniStraussKorngoldBrittenZandonaiDvorákMartinuSchoenberg, la lista es asombrosa), entendió muy bien (con Pappano nadie se equivoca) a la dulce pero enérgica Sieglinde. Su participación en el acto I fue un modelo de saber estar en escena y saber definir todos los contornos posibles de tan espléndido personaje. Pero dejó lo mejor para el final del acto II. Espléndida.

Stuart Skelton, también norteamericano, comparte laureles hoy cual Siegmund con otros colegas, tanto coterráneos (Brandon Jovanovich) como de otros orígenes nacionales (Peter Seiffert), que son cantantes de instrumental más lírico que el suyo. (Dejamos aparte a Jonas Kaufmann, porque con este genio no hay posibilidades de comparación para ningún tenor actual). El Siegmund londinense de Skelton viene precedido por éxitos del intérprete en otros escenarios decisivos para cimentar una carrera tenoril wagneriana. Y así volvió a demostrar su clase y disposición. Voz recia, oscura, poderosa, viril, amplia a lo largo y a lo ancho de la tesitura, diseñó muy bien al heroico y al mismo tiempo sentimental hermano gemelo de Sieglinde. Sorprendió por los cuidadísimos matices de su canto, obra sin duda del trabajo con Pappano, pero que en él fueron especialmente apreciables. Recordó en muchos instantes a Jon Vickers cuando trabajó el papel con Karajan.

Ain Anger es un bajo estonio de una sonoridad noble y potente que puso al servicio de los modales agresivos que precisa Hunding, añadiendo una presencia escénica aparte de muy atractiva realmente impactante.

Autoritaria, desagradable y fanática Fricka como debe ser, sonó así de certero el retrato conseguido por Sarah Connolly, excelente cantante que se ha abierto camino preferentemente como selecta intérprete haendeliana. Se recuerda con especial admiración y disfrute su Giulio Cesar, no muy lejos de allí, en el Festival de Glyndebourne de 2005, con William Christie y la soberbia escenificación de David McVicar. De Haendel a Wagner es un salto que no todas las cantantes son capaces de realizar, salvo si ponen en ello inteligencia, imaginación y, desde luego, medios. No es la única la mezzo inglesa en lograrlo. Se recuerda a vuela pluma un itinerario lírico parecido transitado por la sueca Anna Larsson.

Al bajo-barítono sueco John Lundgren le había precedido un documento sonoro-visual de gran interés como el Jack Rance pucciniano (justamente con la Minnie de Nina Stemme) desde la Opera Real de Estocolmo. Bien situado en la tesitura de Wotan, el intérprete (actor extraordinario, formidable presencia) supo igualmente transmitir toda la compleja personalidad del dios nórdico, sobre todo, y muy acorde con el impulso que venía del foso, su lado más humano y tierno y, al mismo tiempo, orgulloso y violento. En el relato del acto II pasó del susurro a un mayor espesor vocal en un crescendo de enorme impacto dramático con una fluidez asombrosa, y no desaprovechó las hermosas oportunidades canoras y expresivas que le ofrece la maravillosa escena final de la obra.

No había ningún cantante alemán en este competente quinteto. A Wagner seguramente le habría gustado; así se demuestra la universalidad de su música.

Entre las ocho walkirias, todas inatacables, sí había una alemana (Maida Hundeling), al lado de tres inglesas (Alwyn MellorClaudia Huckle, Emma Carrington), una noruega (Lise Davidsen), dos estonias (Kai RüütelMonika-Evelin Liiv) y una australiana (Catherine Carby). Más satisfacción wagneriana, sin duda.

Imagen superior: Nina Stemme (Brünnhilde) © ROH, Bill Cooper.

Copyright del artículo © Fernando Fraga. Reservados todos los derechos.

Fernando Fraga

Es uno de los estudiosos de la ópera más destacados de nuestro país. Desde 1980 se dedica al mundo de la música como crítico y conferenciante.
Tres años después comenzó a colaborar en Radio Clásica de Radio Nacional de España. Sus críticas y artículos aparecen habitualmente en la revista "Scherzo".
Asimismo, es colaborador de otras publicaciones culturales, como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Crítica de Arte", "Ópera Actual", "Ritmo" y "Revista de Occidente". Junto a Blas Matamoro, ha escrito los libros "Vivir la ópera" (1994), "La ópera" (1995), "Morir para la ópera" (1996) y "Plácido Domingo: historia de una voz" (1996). Es autor de las monografías "Rossini" (1998), "Verdi" (2000), "Simplemente divas" (2014) y "Maria Callas. El adiós a la diva" (2017). En colaboración con Enrique Pérez Adrián escribió "Los mejores discos de ópera" (2001) y "Verdi y Wagner. Sus mejores grabaciones en DVD y CD" (2013).