En su libro sobre la homosexualidad en el cine del franquismo (Violetas de España, Notorius, Madrid, 2017) Alejandro Melero examina, con sobrada autoridad y amena narrativa, algunos casos de notoria anécdota gay en películas que fueron permitidas por una censura supuestamente rigurosa y homófoba o, más aún, que exaltaron cierto tipo de erótica homofílica a modo de celebración de las cualidades viriles del guerrero.
A muchos espectadores nos resultó curioso advertir que en filmes de los años cuarenta del pasado siglo, inscritos en la épica franquista de posguerra, hubiera vínculos de amor, eventualmente ornados de contactos corporales, entre rudos legionarios o soldados rasos y oficiales bajo bandera. Así Harka, ¡A mí la Legión! y Los últimos de Filipinas. Un folklore teñido de heroísmo colonial o antibolchevique reunía a varones solos en las orillas de la muerte, defendiéndose, salvándose, asistiéndose o llorando, con áspero duelo, el sacrificio del camarada favorito.
Con todo, el ejemplo más llamativo es Diferente, dirigida por Luis M. Delgado en 1961. En realidad, el genio del filme fue el bailarín y coreógrafo Alfredo Alaria, protagonista de una historia que puede suponerse autobiográfica. Vista a la distancia, la película ofrece una mezcla de audacias evidentes –cuerpos insinuantes, semidesnudeces, miradas, encuentros– y de apólogo moralista. Melero lo sintetiza con certeza: “Al no renunciar a las posibilidades dramáticas que ofrece la consideración de que la homosexualidad condena a la soledad, a la incomprensión y a la diferencia, Alaria consigue que su película se vincule con una larga tradición discursiva, combinando así lo novedoso de su propuesta para nuestro cine con la eficacia probada de unos modelos de gran raigambre.”
Entonces: los censores aprobaron una historia moralizante pero, a la vez, se les escurrió toda una imaginería de exaltación visual gay. Además, algunos detalles de la producción, como la urgencia por aprobar el libro y las tomas no autorizadas, añaden enigmas a esta llamativa pieza. La cuestión recurrente es ¿por qué se distrae el censor y no puede o no quiere ver lo que ve todo el mundo? Las explicaciones son varias, convincentes e incoherentes. El censor, sin saberlo, está de acuerdo con lo que debe prohibir. O es tan romo y necio que ni siquiera lo advierte. O hay, escondido, alguien de la tribu maldita que consigue lo que no obtendría ningún otro.
La cosa viene de lejos y tiene que ver tanto con las limitaciones y las incongruencias de las censuras como con la libertad que es la almendra de todo arte verdadero. Recuerdo dos casos tomados de un mundo tan poco sospechoso como lo es la ópera. En Ifigenia en Táuride de Gluck aparece la obvia relación de Orestes, hermano de la protagonista, y su amante Pílades. Ya está en el texto que inspira a Gluck, el de Goethe, y éste deja deslizar en sus memorias el apodo de Pílades para designar a un primo suyo que le promueve una pertinaz ternura. Un siglo más tarde, Verdi, en Don Carlos, basada en Schiller, retrata el enamoramiento del marqués de Posa por el Infante de España, cuajado en un bello himno de amor viril, Dio che nell´alma infondere. Ni Gluck ni Verdi, que se sepa, se escondieron nunca en un armario. Simplemente –vaya simpleza– exploraron con la música los confines del humano corazón. Les han hecho justicia, en cambio, puestas en escena modernas donde la relación homoerótica se explicita, nunca mejor dicho, en cuerpo y alma.
La distracción de los censores nos ha permitido conservar y disfrutar unas obras que, más allá de la minucia sexual, tienen perfiles de curiosidad perdurable y nos obligan a la admiración. Aun quedan rincones por explorar. ¿Qué esconde la Gioconda bajo su velo? ¿A quién sonríe y por qué?
Imagen superior: «Diferente» (1961), de Luis M. Delgado.
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