La novela británica de las primeras décadas del siglo XX más profética no es obra de H.G. Wells, ni de Aldous Huxley, Olaf Stapledon u otros autores más o menos de ciencia ficción, no. Es El amante de Lady Chatterley (1928), última novela de su autor, D. H. Lawrence, prematuramente fallecido.
Perseguida, prohibida y censurada por su lenguaje y contenido erótico, es, en realidad, una escalofriante reflexión filosófica sobre la segunda revolución industrial y sus consecuencias. Esto que sigue es un pequeño experimento en el que he sustituido los sustantivos referentes a la industria minera, química y del carbón por otros correspondientes a la actual tecnología digital y de IAs. Este es el resultado:
«Volvió a leer los libros técnicos referentes a la Inteligencia Artificial, estudió los informes emitidos por el Gobierno, y leyó atentamente lo más avanzado que se había escrito (…) acerca de la Inteligencia Artificial y de la industria digital basada en esta materia. Desde luego, los más valiosos descubrimientos se mantenían en secreto, dentro de lo posible. Pero tan pronto como se iniciaba la investigación de las posibilidades de la IA, el estudio de los métodos y sistemas de los subproductos del ChatGPT y de las posibilidades digitales de los mismos, quedaba el estudioso pasmado ante el ingenio y la casi increíble astucia de la moderna mentalidad técnica, de modo que parecía que el mismísimo diablo hubiera conferido malignas dotes a los científicos y técnicos de aquella industria. La técnica científica de aquella industria era mucho más interesante que el arte, que la literatura, pobres y emotivos productos de mentes deficientes. En el mundo de la técnica científica digital, los hombres eran como dioses, o como demonios, ansiosos de efectuar descubrimientos y luchando entre sí para aplicarlos. En aquella actividad la edad mental de los hombres era incalculable. Pero Clifford sabía que, en lo tocante a la vida humana y de los sentimientos, aquellos hombres, que se habían formado por sí mismos, tenían la edad mental de débiles muchachitos de trece años. La desproporción era inmensa, aterradora.»
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