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De ‘Shaft’ a ‘Black Panther’: el auge de los héroes negros en la cultura pop

Aunque la exitosa recuperación del superhéroe Pantera Negra en Black Panther (2018) o la actualización de la saga de Rocky Balboa en Creed: La leyenda de Rocky (2015) lleve a pensar que es algo nuevo, no tiene demasiado mérito que en ambos casos nos encontremos con protagonistas afroamericanos (respectivamente, el malogrado Chadwick Boseman y Michael B. Jordan).

En realidad, ambas películas y sus secuelas responden a una tradición cinematográfica más antigua de lo que parece. Incluso antes de que se pusiera de moda la llamada blaxploitation, ya hubo héroes negros en el celuloide.

Como decía el historiador David Thomson, cuando la gente pregunta: «¿Hacia dónde va el cine?», la respuesta más útil es: «¿Dónde ha estado?». En este caso, para apreciar el significado de producciones como estas, vale la pena seguir el rastro de la cultura pop, sobre todo durante el siglo XX, y recordar las viñetas y los filmes que dieron forma a figuras como Pantera Negra. Héroes de celuloide y de papel cuya fascinación, a un nivel más profundo, también obedece al momento histórico en el que emprendieron su andadura: los años más intensos de la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos.

Épica, fantasía y reivindicaciones

En 1947, Orrin C. Evans, el primer periodista negro que trabajó para un periódico convencional en Norteamérica, acababa de perder su empleo tras el cierre del Philadelphia Record. Obligado a buscar una alternativa profesional, Evans no tardó en ponerse manos a la obra para fundar una revista de cómics. Tiempo atrás había ingresado en la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color (NAACP), y ese activismo le venía como un anillo al dedo a esta insólita cabecera, All-Negro Comics. Dibujada por artistas afroamericanos, presentaba una gran novedad: los héroes de sus historietas también eran negros. Aunque Evans solo llegó a publicar un número de la revista, dos de sus personajes ya han pasado a la historia del cómic: Ace Harlem, una astuta reescritura del detective clásico, y el aventurero Lion Man, un científico americano que, vestido a la manera de un guerrero zulú, defiende la justicia en el corazón de África.

El fracaso de All-Negro Comics dejó un vacío que tardó en cubrirse. Tras años de discriminación, no es casual que Hollywood y la industria del cómic planteasen una belicosa declaración de principios a comienzos de los sesenta. Aquel giro coincidió con la etapa más decisiva de la lucha por los derechos civiles. Fue algo evidente en los géneros más respetados por el público culto, pero también en los más populares. Por ejemplo, en el cine del Oeste. Cuando John Ford estrenó El sargento negro en 1960, este homenaje a los Soldados Búfalo (así llamaban a los afroamericanos en la Caballería del Ejército estadounidense) fue luego imitado por dos westerns televisivos, Látigo y El Gran Chaparral.

Poco después, el 28 de agosto de 1963, la voz de Martin Luther King llegaba hasta los últimos confines de la Explanada Nacional de Washington. De pie, frente al Monumento a Lincoln, el líder afroamericano se dirigió a los 250.000 participantes de la Marcha por el Trabajo y la Libertad. Era una imagen imposible de olvidar, pues mostraba cómo una parte sustancial del país, la que representaba esa muchedumbre disciplinada, sentía que era posible librar un combate definitivo contra el racismo. Los organizadores buscaban precisamente lo que los racistas trataban de evitar: una imagen de unión entre negros y blancos. Por eso fue tan relevante que aquel día Mahalia Jackson estuviera cerca de Joan Baez y de Bob Dylan, o que Harry Belafonte, Sidney Poitier y Sammy Davis, Jr. fueran fotografiados junto a Charlton Heston, Paul Newman, Rita Moreno, Marlon Brando y Burt Lancaster.

Que la audiencia aceptase ver a Poitier como un elegante pistolero en Duelo en Diablo (1966), como el yerno ideal en Adivina quién viene esta noche (1967), o como el inolvidable detective Virgil Tibbs de En el calor de la noche (1967) demostró que la ficción también puede aminorar los prejuicios. En su época, este tipo de personajes hizo que muchas mentes recordasen la reunión de Kennedy con el reverendo King para discutir lo que acabaría siendo la Ley de Derechos Civiles de 1964.

Un año después, en 1965, salió a la venta un tebeo de la compañía Dell Comics, Lobo, dedicado a un vaquero negro que lucha contra el mal en el Viejo Oeste, y casi al mismo tiempo, inició su andadura televisiva Yo soy espía, aquella serie de la NBC protagonizada por dos sofisticados agentes de inteligencia: Robert Culp y un debutante Bill Cosby. Faltaba poco para que William Shatner, en la piel del capitán Kirk, besara en los labios a su oficial de comunicaciones en la USS Enterprise, Uhura (la afroamericana Nichelle Nichols). Ocurrió en Los hijastros de Platón (1968), un episodio de la teleserie Star Trek.

El primer superhéroe negro

Los tabúes que iba rompiendo el sector audiovisual también comenzaron a desvanecerse en los tebeos. En 1966, la audacia de los jóvenes creadores Marvel Comics, espoleada desde el entorno contracultural, propició el lanzamiento del primer superhéroe negro. Cuando sus dos artífices, Stan Lee y Jack Kirby, leyeron un artículo del New York Times sobre la Organización por la Libertad del Condado de Lowndes (LCFO), descubrieron que su vistoso logotipo era una Pantera Negra. Poco después, este símbolo de la LCFO fue adoptado por una organización radical, el Partido Pantera Negra. Aunque Lee siempre relativizó esta coincidencia, es significativo que el nombre original de aquel nuevo enmascarado, el Tigre de Azabache, fuera sustituido a última hora por el que hoy sigue luciendo: Pantera Negra (Black Panther).

Desde su primera aparición en el nº 52 de Los Cuatro Fantásticos, Pantera Negra ocupa sus días como T’Challa, monarca y protector del reino africano de Wakanda. El desarrollo tecnológico de este país utópico, con sus rascacielos que se elevan al cielo y su estética de laboratorio, entra de lleno en el terreno de la ciencia ficción, y además coincide con otro movimiento cultural, el afrofuturismo.

Aunque el término fue acuñado por Mark Dery en 1993, la estética afrofuturista prosperó mucho antes. Su relación con la tecnología y con las fantasías espaciales deja claro que ahí están en juego más cosas que el anhelo de legitimación de la comunidad negra. Lo que plantea el afrofuturismo es la promesa de un porvenir prodigioso para los afroamericanos. En este sentido, el mundo de Wakanda no queda muy lejos de la utopía cósmica que el músico de jazz Sun Ra plasmó en el LP Space is the Place (1972), y también puede relacionarse con la imaginería galáctica que apasionó a grandes figuras del funk, como George Clinton o Earth, Wind & Fire. Ese viraje hacia la ciencia ficción es algo que Clinton dejó claro en su disco Mothership Connection (1975): «Imaginé que un lugar imprevisto para los negros era el espacio exterior. Yo era un gran admirador de Star Trek, así que usamos [en la portada] esta idea de un chulo sentado en una astronave como si fuera un Cadillac, y empleamos todos esos ritmos al estilo de James Brown, pero con la jerga callejera del gueto». En palabras del crítico Bon Stanley, los miembros de la banda de Clinton, Funkadelic, «se vestían como superhéroes Marvel de la era de Acuario».

Allanando este camino, Marvel ya estaba añadiendo nuevos paladines negros a su catálogo ‒Falcon (1969), Luke Cage (1972), Blade (1973), Hermano Vudú (1973), Tormenta (1975) y Jim Rhodes, alias Máquina de Guerra (1979)‒. A una distancia considerable, DC hacía lo mismo. Su primera aportación significativa fue John Stewart, un nuevo Linterna Verde creado en 1971 por el guionista Dennis O’Neil y el dibujante Neal Adams. Cuando diseñó la apariencia de este personaje, Adams lo tuvo fácil. Optó por recrear ‒cómo no‒ a Sidney Poitier. La preocupación de ambos creadores por el racismo volvió a manifestarse en una serie memorable del Universo DC, Green Lantern y Green Arrow (1970-1972).

Años después, O’Neil y Adams publicaron otro tebeo que marcó tendencia en la cultura popular, Superman contra Muhammad Ali (1978). A la hora de elegir a un titán que pudiera medirse con el Hombre de Acero, el boxeador era el contrincante y aliado perfecto. Lo que Ali tenía de sobra era carisma y popularidad. No obstante, el proyecto ocultaba una doble intención. «Representar a Ali al nivel de un mítico Superman blanco fue un sutil acto político», reconoció Adams años después.

‘Blaxploitation’ y estética disco

A comienzos de los setenta, saltaba a la vista que la bohemia chic sentía fascinación por los Panteras Negras. «Llevaban avíos de guerrilla tan perfectos que si Che Guevara levantara la cabeza se hubiera quitado la boina y habría tenido que resignarse a ser el capellán de la compañía», escribió Tom Wolfe en Mau-mauando al parachoques (1970).

Ese espíritu combativo y peligroso, característico del ala radical del Poder Negro, es bastante apropiado para describir el llamado cine de blaxploitation, un movimiento que, a comienzos de los setenta, recicló con actores afroamericanos los principales temas de la serie B, desde el thriller de acción y las artes marciales al terror y el erotismo.

¿A qué se debió el enorme éxito de la blaxploitation? A que convertía las reivindicaciones en puro cine comercial, ni más ni menos. Y precisamente era esto último lo que atraía a los asiduos de los cines de barrio. De hecho, toda una generación de héroes negros con pantalones de campana alcanzó el estrellato gracias a estas producciones. Son los casos de Tamara Dobson y Pam Grier, y también los de Jim Brown, Fred Williamson y Jim Kelly, un trío invencible que acabó coincidiendo en Los demoledores (1974). No puede decirse que sus películas fueran emocionalmente complejas. En su mayoría, eran refritos mal disimulados. Cine perecedero y nutritivo, sin la menor intención de trascendencia.

Paradójicamente, entre los pioneros de la blaxploitation había tipos tan interesantes como Gordon Parks. Además del racismo de los blancos, este fotógrafo y cineasta conocía de primera mano la violencia que dividía a la comunidad negra, obligada a elegir entre el movimiento por los derechos civiles y los radicales que despreciaban las políticas de integración. Parks también entendía que algunas causas estaban perdidas. Lo supo cuando en 1965 entrevistó a Malcolm X, y este le anunció, poco antes de morir asesinado, que la Nación del Islam quería acabar con él.

Esa furia y esa pesadumbre están presentes en la película más conocida de Parks, Shaft (1971), un megaéxito que allanó el camino de la blaxploitation. Su protagonista es un detective callejero seguro de sí mismo, John Shaft, interpretado por Richard Roundtree. El autor de la novela que dio lugar al filme, Ernest Tidyman, quiso que el personaje viviera en el Harlem mísero y feroz que había descubierto en el libro autobiográfico de Claude Brown, Manchild in the Promised Land (1965). Tidyman tenía claras las motivaciones de Shaft: «Los negros que conocía eran inteligentes y sofisticados, y pensé en crear un héroe negro que usa la rabia como uno de sus recursos, junto con la inteligencia y el coraje».

El Hollywood de los setenta cuidó las bandas sonoras, pero rara vez han estado tan entrelazadas la música y las tramas como en el cine de blaxploitation. Estas películas siempre han estado ligadas a la escena discotequera. Es imposible recordar las andanzas de Shaft sin asociarlas con la partitura soul de Isaac Hayes. Por la misma razon, Su majestad el hampa (1972) no sería igual sin los temas de Marvin Gaye, y lo mismo sucede con Super Fly (1972), vinculada para siempre a la partitura de otro mago del soul y el funk, Curtis Mayfield.

Todas estas producciones eran puro escapismo. Pero como señala el historiador David Walker, «crearon un mundo de fantasía en la pantalla grande donde los hombres y mujeres negros eran los héroes. Demostraron ser más que una catarsis cinematográfica. También crearon una nueva mitología».

La conquista de la taquilla

El éxito de cintas como Shaft inspiró en 1977 una idea al ejecutivo de Paramount Don Simpson. Imaginó un thriller con un policía de barrio que debe resolver un caso en Beverly Hills. Tras varias reescrituras del guion, el proyecto se convirtió en un material idóneo para Mickey Rourke, pero el actor cambió de planes. Cuando Sylvester Stallone tomó el relevo, el tono de la película viró hacia la violencia explícita. La retirada de Stallone abrió las puertas a Harrison Ford, que también también rechazó el papel. Al final, con un enfoque más risueño, el proyecto se adaptó a las cualidades del cómico Eddie Murphy. El resultado fue una de las producciones más rentables de los ochenta, Superdetective en Hollywood (1984). En este sentido, Murphy fue el responsable indirecto de que se diera luz verde a otras producciones de primer nivel con estrellas afroamericanas.

Ya en los noventa, por las mismas fechas en que Denzel Washington tomaba el relevo de Sidney Poitier como príncipe de Hollywood, Wesley Snipes y Will Smith triunfaron ‒y además a lo grande‒ como héroes de acción. La buena noticia es que Washington, Snipes y Smith eran admirados por un público que empezaba a desentenderse de los prejuicios raciales y podía identificarse con el protagonista sin pensar en su color de piel.

Franquicias como Star Wars ya habían seguido esta dirección con personajes como Lando Calrissian (Billy Dee Williams), cuyo debut en El Imperio contraataca (1980) precedió al éxito de Eddie Murphy. Lo mismo cabe decir a propósito de una de las principales figuras de Rocky (1976), el boxeador Apollo Creed (Carl Weathers). La lista podria continuar con el sargento Roger Murtaugh (Danny Glover) de Arma letal (1987), y ya en fechas posteriores, con el enigmático Morfeo (Laurence Fishburne) de Matrix (1999). o la superagente bondiana Giacinta ‘Jinx’ Johnson (Halle Berry) de Muere otro día (2002).

Los pilares del Universo Marvel

En 1986 una Marvel Comics en horas bajas fue vendida a la productora New World Pictures. Entre los proyectos truncados de esta alianza creativa había un western ambientado en México y protagonizado por un héroe de Marvel, el cazavampiros negro Blade. Retomando la tradición de la blaxploitation, el papel de Blade iba a recaer en Richard Roundtree, aún identificado con el personaje de Shaft.

A comienzos de los noventa, la cultura del hip hop, procedente del Bronx neoyorquino, se infiltró con su música. sus temas y su estética en el cine comercial. Una vez descartado el proyecto de Roundtree, los ejecutivos de la compañía vieron con buenos ojos que fuera un rapero, LL Cool J, quien diera vida a Blade. Pero la vida en Hollywood da infinitas vueltas, y al final, fue Wesley Snipes quien consiguió el papel. En realidad, Snipes llevaba años tratando de poner en marcha una adaptación de otro cómic de Marvel, Pantera Negra: «No teníamos la tecnología que tenemos ahora», dijo tiempo después. «Además, para el Hollywood de la época el nombre ‘Pantera Negra’ aludía a este personaje, pero también al grupo revolucionario. Así que era algo complicado».

Como bien sabe todo aficionado a las historietas de superhéroes, sin el Blade de Wesley Snipes no existirían películas como Black Panther (2018) o Black Panther:Wakanda Forever. Gracias a un éxito de los que hacen época, Blade puso en 1998 las bases de lo que hoy se conoce como Universo cinematográfico de Marvel (MCU). Ese mismo año, la juguetera Toy Biz y Marvel se fusionaron, salvando a la compañía de la bancarrota. El director ejecutivo Avi Arad entendió el futuro que esperaba a la empresa: «Blade fue un éxito de lo más inesperado. Esa fue la primera vez que a Hollywood pareció quedarle claro que la franquicia Marvel era algo especial».

Cuando Disney compró Marvel en 2009, esas palabras de Arad se convirtieron en un artículo de fe para la multinacional.

Otra figura que asistió encantado al taquillazo de Blade fue el actor Samuel L. Jackson. Por aquel entonces, Jackson ya era muy popular gracias a dos películas de Tarantino que son un claro homenaje a la blaxploitationPulp Fiction (1994) y Jackie Brown (1997)‒. A su afición a los cómics hay que añadir un perfil político menos conocido: Jackson asistió al funeral de Martin Luther King en 1968, y aunque él asegura que no llegó a alistarse en los Panteras Negras, fue un activista comprometido con los grupos de acción directa del Poder Negro. Ayudado por Morgan Freeman, logró consolidarse en Hollywood, a tal punto que incluso vio cumplido un sueño juvenil: convertirse en un maestro jedi en la saga Star Wars.

En 2002 un gran admirador de Jackson, el guionista de cómics Mark Millar, decidió remodelar uno de los principales personajes de Marvel, Nick Furia, jefe de la agencia de espionaje S.H.I.E.L.D. Concebido en 1963 por Stan Lee y Jack Kirby como un hombre blanco, Furia se transformó en un afroamericano idéntico al actor. Como compensación por sus derechos de imagen, Marvel prometió a Jackson ‒un estratega nato‒ que encarnaría a Furia en las futuras adaptaciones cinematográficas. Y así ocurrió. Samuel L. Jackson es hoy una de las figuras más queridas de la escudería cinematográfica de Marvel, así como el pionero de una práctica cada vez más frecuente: el cambio racial de personajes concebidos originalmente como caucásicos.

Hollywood identitario

Desde 2013, el movimiento Black Lives Matter y el activismo woke han popularizado expresiones como «privilegio blanco» y «apropiación cultural». En realidad, estos lemas de la política identitaria ya eran comunes a comienzos de los setenta, sobre todo entre los teóricos marxistas del Partido Pantera Negra y los anarco-primitivistas del grupo MOVE. La productora Barbara Ann Teer, fundadora del Teatro Negro Nacional de Harlem, escribió en 1968 unas palabras que, aparte de sonar muy actuales por su radicalidad, contradicen el mensaje conciliador y democrático de Martin Luther King: «La respuesta al problema de la igualdad racial es ciertamente mucho más compleja que ‘Dad a los negros papeles que describan con mayor realismo nuestra existencia en la América actual’. Si esto significa que para ‘conseguirlo’ debemos renegar de nuestra negritud ‒lo único que nos da una real personalidad individual‒, si esto significa que debemos fundirnos con los blancos y acabar igual que ellos, tenemos que negarnos a continuar perpetuando esta imagen. Nadie debe ni puede dictarnos nuestras auténticas raíces culturales».

En la actualidad, uno de los principales campos de batalla de esta ideología es la industria del entretenimiento. A efectos prácticos, se resume en una imposición de cuotas de diversidad étnica en los repartos. Todo ello con el fin de reivindicar a las minorías, y de paso, dominar nuevas cuotas de mercado. Por suerte, Black Panther escapó de esa línea planfletaria y su elenco, empezando por el malogrado Chadwick Boseman, fue unánimente elogiado por el público. La continuación del filme, Black Panther: Wakanda Forever, siguió la misma filosofía y permite que intérpretes negros como Letitia Wright o Winston Duke se adueñen de figuras que ya eran afrodescendientes en los cómics.

En principio, la polarización de los fans no emerge con cintas como Wakanda Forever, sino en aquellos casos en los que sienten que se desvirtúa o distorsiona el valor dramático o sentimental de un personaje conocido. Por otra parte, este tipo de polémicas, tal y como se vio en la campaña de márketing de La Sirenita (2023), protagonizada por la actriz negra Halle Bailey, también son muy tentadoras para las propias compañías. Para empezar, porque conllevan una encendida discusión en las redes, y en la práctica, eso mejora la estrategia promocional.

Sumido en esta oleada de revisionismo y puritanismo, el público más joven suele olvidar que los cambios de esta naturaleza ya se efectuaban hace décadas. Eddie Murphy sustituyó a Stallone en Superdetective en Hollywood, Wesley Snipes encarnó en Sol naciente (1993) a un policía que era blanco en la novela original de Michael Crichton, y Will Smith interpretó en Wild Wild West (1999) el mismo papel que había popularizado en los sesenta el actor blanco Robert Conrad.

La clave radica en que estas decisiones se llevan hoy a otro nivel, como si realmente dependieran de la virtud moral de la compañía ‒llámese Disney, Warner, Marvel o DC‒, y no fueran, en realidad, el resultado de maniobras corporativas, soluciones artísticas y cálculos demográficos.

Amarilleado por el tiempo, el cine de blaxploitation nos sigue recordando que el exceso de consignas nunca le ha sentado bien a la cultura pop. Una de las principales estrellas negras de los setenta, Fred Williamson, lo expresó con sencillez: «Nunca entendí lo que significaba blaxploitation. ¿Quién estaba siendo explotado? No era mi caso. Yo cobraba mis cheques. Y las personas que trabajaban para mí, también lo hacían. Entonces, ¿quién diablos estaba siendo explotado? Simplemente, el público iba a ver estas películas porque disfrutaba con ellas».

Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos.

Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.