Además de un clásico de la literatura fantástica, La invención de Morel, novela escrita en 1940 por el argentino Adolfo Bioy Casares, es una obra con ecos reveladores en el cine y la televisión.
Con el paso de los años, de las décadas –y de los siglos, en algunos casos–, existen obras literarias que continúan despertando interés (cuando no inquietud) en el ámbito cultural. Es el caso de una de las novelas más enigmáticas del siglo XX, ideada por un autor que, aún a la sombra de Borges, posee un universo ideado con idéntico mimbres que el del autor de El Aleph. Por ello, la amistad entre ambos duraría cuatro décadas, colaborando en trabajos conjuntos e incluso creando un personaje tras el cuál ocultarse haciéndole pasar por real: el crítico “Bustos Domecq”. La premisa resultaba coherente y necesaria: poder expresar opiniones absolutamente viscerales por transparentes sin temor a represalias. En una época actual como la de la cancelación (con o sin razón, dependiendo del caso), este proyecto cobra mayor aura si cabe.
Con apenas 26 años, Bioy Casares propulsó su carrera literaria pergeñando La invención de Morel (1940), una historia inaudita, que algunos sitúan en el “realismo mágico” por la época y la geografía, pero que sin duda se encuentra entre las más sobresalientes de la ciencia ficción. Sus ecos han resonado en distintos autores y obras posteriores, como en un juego de espejos infinitos.
Como toda obra que se precie, presenta puntos oscuros, ambigüedades que se prestan a la interpretación del espectador, permitiéndole pensar y discurrir por sus laberintos. En el prólogo de la obra, Borges (a quien Bioy dedica su relato) afirmaba no parecerle «una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta». Y es que, con buenos ingredientes, se elaboran buenas recetas: la historia, en resumen, es la de un hombre (que no es Morel) condenado a cadena perpetua y huído de la justicia, el cual acaba recalando en una extraña isla del Pacífico Sur. No tardará en darse cuenta de que se encuentra habitada por individuos enigmáticos caracterizados como turistas, por lo que a fin de no ser descubierto por ellos deberá prescindir de parte de la geografía del lugar para acabar habitando su parte baja (en este sentido, algo similar a la «Casa tomada» de Cortázar, aunque en este caso no se visibilicen los habitantes-intrusos).
De entre ellos una mujer, Faustina, captará su atención, hasta el punto de enamorarse de ella sin haberla podido tratar. No obstante, la extraña actitud de ésta, así como la del resto de personajes, dotados de una apariencia civilizada impropia de la de unos náufragos, presagiará un futuro todavía más inquietante para el protagonista-narrador. Su diario de esos días (donde arroje experiencias, reflexiones y desahogos) será el formato narrativo utilizado. El lector accederá a él (pues paradójicamente los diarios aspiran a eso, a no ser privados sino tarde o temprano leídos por otras personas) e irá asistiendo a la progresión de los acontecimientos, sorprendiéndose cada vez más ante determinados hechos aparentemente inexplicables. Estos habitantes parecerán repetir acciones, diálogos, en una especie de relato iniciado una y otra vez.
Con todo esto y sin deseos de querer desvelar nada más, La invención de Morel adquirirá tintes inmortales, despertando la curiosidad de diferentes lectores que, generación tras generación, siguen llegando a ella fascinados por su magnetismo. Un año después de concebirla, su autor obtuvo el Premio Municipal de Literatura de la ciudad de Buenos Aires en 1941, sentando las bases de un estilo y temáticas propios en su escritura.
La trama, resultando más reflexiva y filosófica que cinematográfica, ha dado curiosamente lugar a distintas versiones fílmicas, siendo la más representativa de ellas El año pasado en Marienbad. El título no deja de ser evocador y enigmático, quizá todavía más cuando se ha leído la novela. En uno de sus fragmentos, Morel define a los habitantes de la isla “como veraneantes instalados desde hace tiempo en Los Teques o en Marienbad”.
La realización del film corrió a cargo de Alain Resnais (1961), en un tiempo de experimentación dentro del cine europeo. Es la época de piezas francesas absolutamente poéticas, tras el realismo poético de Carné y Prévert, con autores como Robert Bresson o Louis Malle. No obstante y como explica muy bien Carlos Losilla, a diferencia de lo que sucede con “les enfants terribles” de la Nouvelle Vague, Resnais no participa de su “espontánea inmediatez”, sino que prefiere ser “cuidadoso y detallista”.
Su meticulosidad es hermana de la reflexión, objetivos compartidos con compañeros de viaje como Chris Marker, Marguerite Duras o Alain Robbe-Grillet. Será la antesala del cine-ensayo, tan asociado a una recuperación del pensamiento y, en este caso, de la memoria. Así lo exigía el guion, nunca mejor dicho, y este último guionista será uno de los mayores fanáticos “morelianos” (Cortázar será otro, con el personaje de Morelli en Rayuela). De él surgirá esta idea de trasladar una novela latinoamericana a una historia experimental gala. Grillet fue el responsable y agitador de la conocida como nouveau roman, donde la frialdad objetiva domina un lenguaje utilizado con la precisión aséptica de un bisturí. Un estilo que encaja muy bien con el de Bioy, por cuanto su narración también es en cierto modo precisa y metódica, absolutamente científica. Las emociones se encuentran presentes pero se describen desde cierta distancia, como si quien las “enumera” se encontrase fuera de su propio cuerpo, un espectador de sí mismo.
Por tanto, El año pasado en Marienbad podría definirse como un híbrido entre Bioy y Grillet, representando la pesadilla alucinada del náufrago y la mirada narrativa del cirujano. El film se conforma a partir de visiones y voces disgregadas, como salidas de un sueño obsesivo. La isla suramericana se convierte en un gran palacio señorial francés, pero los personajes fantasmales continúan presentes, así como sus historias evocadas y repetidas una y otra vez. La rigidez de los habitantes emula a la dureza de las estatuas, mientras que el jardín laberíntico que rodea la edificación simula los diferentes caminos por los que se puede transitar una y otra vez, ofreciendo sus múltiples opciones, los reencuentros y las repeticiones.
Lo que pudo ser y no fue, las elecciones vitales presentadas en el juego de «El sendero de los caminos que se bifurcan», del citado Borges. Como dice la voz del personaje marienbadiano en el ocaso del film, aquel jardín francés tan ordenado, donde parecía que nadie podía perderse, resulta un tupido bosque para quienes lo transitan. La pareja protagonista ideada por Grillet, a diferencia de la que describe la novela de Bioy, sí consigue interactuar y presenta al hombre igualmente trajeado como los demás, partícipe de sus fiestas. No obstante, la frialdad por parte de ella es igualmente evidente. Y lo es porque no consigue recordar una historia que él trata de hacerle rememorar, desconociéndose si es o no cierta. Es por ello una memoria tramposa, desplegada en un escenario que más bien resulta un diorama, donde sus habitantes parecen tableaux-vivants, actores que representan un papel condenado a repetirse en un lugar donde el tiempo parece no existir, haber expirado en un pasado remoto.
Todo ello sazona un plato donde sus ingredientes no son sino los del relato clásico, siendo el resultado una ruptura con él. El aparente melodrama queda puesto en tela de juicio, convirtiéndose en un escenario surrealista. Bioy hizo algo similar en el campo de la literatura: se valió de los componentes gramaticales para hilvanar un discurso rupturista y sorprendente.
La sombra de Morel ha sido bien alargada. A modo de esquema, podemos citar la adaptación cinematográfica homónima del cineasta italiano Emidio Greco realizada en 1974 y la película titulada Hombre mirando al sudeste, filmada en 1986 por el argentino Eliseo Subiela, en la que uno de los personajes menciona explícitamente el libro; como último dato curioso, en 2018 el antiguo batería del grupo The Police compuso y estrenó la ópera The Invention of Morel.
No obstante, el caso más paradigmático de los últimos tiempos tuvo lugar con el estreno de la serie Lost (Perdidos), un auténtico hito televisivo que estuvo en pantalla seis años. Sus personajes acaban extraviados en una isla del Pacífico Sur, debido a un accidente de avión. Uno de sus pasajeros es una especie de delincuente llamado Sawyer, a quien veremos en uno de los capítulos leyendo la novela de Bioy Casares. Algo en absoluto casual, así como otros elementos de la trama que nos conducirán inevitablemente al Morel originario. Los creadores del espectáculo televisivo, JJ Abrams y Damon Lindelof, reconocerán implícita y explícitamente la influencia que sobre ellos tuvo la novela del argentino. De hecho, las ventas del libro se dispararon tras el estreno de la serie.
Lost simbolizó un nuevo mojón en el camino iniciado por Morel, el último hasta ahora, donde el juego de ensayo-error compone una fórmula llena de más preguntas que aclaraciones, de interpretaciones más que de caminos lineales por los que transitar. Por ello, la obra de Bioy se conforma “del material del que se hacen” los sueños, como diría Humphrey Bogart en El halcón maltés: es pura biología, en constante transformación por poseer la virtud de estar vivo. Por ello, siempre se erigirá como una de las obras universales nacidas en el siglo XX.
Copyright del artículo © Javier Mateo Hidalgo. Publicado previamente en ‘Revista de Letras’ y editado en ‘Cualia’, en una versión ampliada, con permiso del autor. Reservados todos los derechos.