Como todas las palabras importantes, costumbre es equívoca. Sirve para desvalorizar –esto se hace por mera costumbre, rutina, ausencia de distancia crítica– o, al contrario, para elogiar – estar acostumbrado a algo es depositar confianza en ese algo como eficaz y seguro. De hecho, la inmensa mayoría de nuestros actos son reflejos costumbristas, en tanto las reformas y las alteraciones bruscas se cuentan como excepciones. Muy anchamente, podríamos decir que todos tenemos la costumbre de vivir y persistimos en mantenerla.
La sociedad se sostiene por los poderosos pilares de las costumbres. No siempre de las buenas. También hay malas costumbres que apuntalan, por su efectividad, nuestra convivencia. Todos los políticos son mendaces, habladores y corruptos. Estos tres hábitos están amortizados. A la hora de votar, los ponemos entre paréntesis y a los números electorales me remito. La fórmula absolutoria suele ser: “Éstos son ladrones como todos pero, al menos, hacen mientras roban.”
A menudo, a la corrupción se unen conductas mafiosas y toda conducta es, en su fondo, una costumbre, un haz de reflejos. Se entra pistola en mano y por la noche en domicilios privados u oficinas públicas para sustraer discos y papeles comprometedores y destruirlos. Así ocurre en las novelas policiacas y en los filmes de pistoleros. ¿Estamos seguros de que admiramos siempre al policía, oficial u oficioso, que descubre al delincuente o es al revés? ¿No son los célebres malvados de la literatura y el cine los que ensalivan nuestra curiosidad, esa suerte de hambre por lo excepcional?
A esta altura, propongo una compensación. Me refiero a cuando admiramos a los deportistas de buen éxito. Son los símbolos encarnados y vivientes de ciertas virtudes sociales: disciplina, autodominio, vocación, efectos benéficos del deporte para el alma y el cuerpo, limpieza de medios, transparencia de costumbres. Ya está: costumbres. Ahora bien: ¿cabe el nosotros cuando están en juego las competencias? ¿Cabe centrar el retrato de familia en quien gana y no en quien pierde? Hay una costumbre, esta sí inveterada de verdad, que es la disolución del individuo en la masa. España vence en el fútbol o el vencedor es el equipo Tal o Cual: “hemos ganado nosotros” aunque, en rigor, el vencedor sea un individuo que juega al tenis o un conjunto que lo hace al basquetbol. La primera del plural engrandece a la primera del singular. Si yo me vuelvo Nosotros me agiganto, aunque más no sea por una semana. Decimos, entonces, nosotros los deportistas. ¿Por qué no decimos nosotros los albañiles, los enfermeros, las ingenieras de caminos o las amas de casa? Si nos faltaran estos gremios, la sociedad sería imposible. Si pierde tal boxeador o cual saltadora de vallas, la sociedad puede sobrevivir aunque con cierta y pasajera tristeza.
Seguimos habituados a decir que acatamos los fallos judiciales aunque no compartamos sus decretos ni sus fundamentos. En verdad, no los acatamos sino que los obedecemos. A veces, a pesar de sus absurdos lógicos y aun sociales. Hace poco, nuestro tribunal de garantías declaró inconstitucional un estado de alarma que ha dejado de existir hace más de un año, es decir una sentencia sin ningún efecto jurídico. Veremos qué hace con el aborto libre, que se practica en España hace doce años. ¿Son revocables sus efectos, los embarazos interrumpidos volverán a evolucionar hasta los partos?
Un cacharro interespacial está dando vueltas alrededor de Saturno y otros, del Sol. Si embargo seguimos hablando con insistencia –acostumbradamente– sobre si Cataluña, Flandes o Córcega son o no son naciones sin Estado. Es imaginable que los separatistas macedonios, cualquier día de éstos, declaren la guerra a la China como, en su momento, el cantón de Cartagena se la declaró al entonces Imperio de Alemania.
Es habitual describir a Colón descubriendo, o no descubriendo, América en nombre de la hispanidad y la religión cristiana (por entonces aún sin la división reformada). Los indígenas lo recibieron con amabilidad. Estrictamente, lo que Colón buscaba era oro y esclavitud, que por tales estrechos senderos circulan las grandes epopeyas de la historia.
Escribir es una ilustre costumbre. También lo es poner punto final a la escritura.
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