El hombre cuya intuición cinematográfica más admiro en el mundo se llama Steven Spielberg. Él es el responsable de la película que nos ocupa. En estos días en los que estamos hasta arriba de tanto celuloide inútil y tanto trucaje pirotécnico, una cinta como War Horse es un bálsamo que nos recuerda aquel tiempo en el que Hollywood vendía magia, inocencia y noble espectáculo.
El guión parte de una novela juvenil escrita por Michael Morpurgo, adaptada al escenario en un montaje con sofisticadas marionetas, que ganó el premio Tony. De ahí extrae War Horse su trama.
El joven Albert Narracott (Jeremy Irvine) cuida a un bellísimo caballo en una granja de Devonshire, poco antes del estallido de la Primera Guerra Mundial. A pesar de que el padre del chico, Ted (Peter Mullan), adquirió a este alazán en una reñida subasta y animado por la bebida, su madre, Rose (Emily Watson), hubiera preferido un percherón de tiro en lugar de un pura sangre, inútil para la agricultura. En todo caso, el chico sabe, igual que lo sabemos los espectadores, que éste es el mejor compañero que uno pueda desear. Joey –así se llama el equino– ve interrumpida su felicidad cuando los Narracott pierden las esperanzas de sacar adelante la cosecha. Al borde de la ruina, y sin dinero para pagar su renta al cacique, tienen que vender a Joey.
El capitán Nicholls (Tom Hiddleston) lo compra para que sea su montura en su división de caballería. A partir de ahí, el animal cabalga hacia un infierno del que Albert está empeñado en rescatarle. Nuevos personajes (ingleses, alemanes, franceses…) irán tomando el testigo en esta historia en la que el caballo sirve de hilo conductor.
La aventura de Joey se convierte, gracias a Spielberg, en una experiencia conmovedora, rodada por el cineasta con la satisfacción y el brío de quien ha llegado al clasicismo y no quiere alejarse de él. La del cineasta es una actitud estética, y en los tiempos que corren, también ética.
Cuando miras hacia atrás y observas cómo se ha dilapidado la herencia creativa de los grandes estudios, comprendes que una obra como War Horse, que más de uno considerará nostálgica y pasada de moda, es mucho más valiente y meritoria que todos los experimentos de shaky camera que hoy nos atormentan (Me refiero a ese estilo parkinsoniano que consiste en agitar la cámara como si el operador fuera un tembloroso reportero de guerra).
En realidad, creo que War Horse vacunará a más de un espectador de la generación YouTube, y le hará comprender que una carga de caballería, vista en la gran pantalla a través de los ojos de Spielberg, es un ejercicio épico que no tiene sucedáneos.
Supongo que donde yo empleo adjetivos como emotivo y enternecedor, otros escribirán sentimentaloide y sensiblero. Hace tiempo que perdimos la inocencia, ésa que el cine de los cuarenta cultivaba con esmero, y que nos permitía reír, llorar y disfrutar de forma genuina. Hoy las emociones son un postizo y las películas se atienen a verdades más prosaicas, de ésas que gustan a los críticos. Pero precisamente por eso agradezco a Spielberg esta peripecia juvenil. Un cuento de hadas tan sincero como la banda sonora que le ha compuesto John Williams.
Cuando el viaje paralelo de Albert y su caballo se convierte en una terrible lucha por la supervivencia, uno siente que esta fábula de coraje recupera sentimientos bastante obvios y necesarios, que Hollywood parecía tener abandonados.
Nos hallamos ante una película elegante, rodada al viejo estilo. Cuando la vemos, cobra sentido aquella charla personal que un jovencísimo Spielberg mantuvo con el maestro John Ford. Nadie rodó las escenas de caballería como Ford, y tengo la impresión de que Spielberg es de los pocos que recuerdan ese viejo secreto.
Aparte de las interpretaciones y del impecable trabajo de los caballistas, no quiero olvidarme del trabajo del director de fotografía Janusz Kamiński y del magnífico diseño de producción de Rick Carter. Sin ellos, la cinta no tendría las mismas virtudes.
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