Si Almodóvar enseñó a los españoles que el cine contemporáneo patrio puede ser exportable, Álex de la Iglesia fue quien abrió el camino a géneros y estéticas que parecían casi prohibidas en España, sin por ello tener que imitar modelos extranjeros ni perder nuestra identidad cultural, signifique eso lo que signifique.
Aunque cueste hacerse a la idea, ya podemos calificar a Álex de la Iglesia como un cineasta veterano (parece que fue ayer cuando nos dejó bizcos con Acción Mutante en 1993). En toda su carrera la personalidad del bilbaíno ha estado presente en un cine de autor con vocación popular. Incluso en películas que se podrían calificar “de encargo” (si uno quisiera sufrir la ira de La Bestia, claro), la autoría de Álex de la Iglesia es evidente.
Perfectos desconocidos es el remake de la exitosa comedia italiana Perfetti sconosciuti, dirigida por Paolo Genovese y estrenada poco más de un año antes que la adaptación española. Si bien Álex de la Iglesia y Jorge Guerricaechevarría saben hacerla suya, la historia deriva de un guión previo, y por ello carece de la garra de otros films suyos, más personales y arriesgados.
No llega a ser una obra de teatro filmada (la narrativa visual siempre es potente en las películas de Álex de la Iglesia), pero sí se trata una cinta de espíritu teatral, abundante en diálogo y centrada en unos personajes que interactúan en un escenario limitado (un impresionante piso en la madrileña plaza de Alonso Martínez). El trabajo de los actores, por consiguiente, es esencial en una película que se beneficia de un reparto de lo más efectivo.
El film desentierra la basura que todos los humanos, en mayor o menor medida, llevamos dentro, pero lo hace en clave de comedia, y en ese aspecto, destaca entre el elenco la comicidad de Ernesto Alterio y Pepón Nieto, quienes provocan más de una carcajada.
Hemos hablado del aspecto teatral de Perfectos desconocidos, y en realidad tiene cierto sentido cinematográfico. Ese forillo claramente irreal que se ve más allá de la terraza no sólo remite al de La soga (1948), la película de Hitchcock que, como Perfectos desconocidos, transcurre en tiempo real en un apartamento, sino que ilustra una cena de amigos como lo que son todas las relaciones humanas: una constante representación teatral.
Los protagonistas son amigos de toda la vida que, por un juego tontorrón (provocado por “la nueva”) descubren que realmente no se conocen. Lo que tradicionalmente uno se guardaba en la cabeza y en el corazón, en la actualidad está al alcance de los demás a causa de Internet, redes sociales, mensajes de móvil o WhatsApp. La pregunta sería si conviene que los demás conozcan nuestros secretos, si la mentira y la máscara son la única opción para ser feliz o, al menos, mantener una ilusión de orden y felicidad, que es mejor que nada.
Como en casi todos sus films, Álex de la Iglesia introduce claves esotéricas de manera más o menos sutil (desde el tatuaje de la amante de uno de los personajes a la presencia de un posible cataclismo cósmico) que le dan al largometraje una atmósfera mágica, más allá del realismo de la situación.
Perfectos desconocidos se aleja de la visceralidad de obras como Balada triste de trompeta o Muertos de risa, pero contiene escenas realmente tensas y un mensaje siniestro dentro de lo que es, más que nada, una comedia muy entretenida y repleta de carcajadas y sonrisas.
Sinopsis
Una extraña inquietud parece haberse apoderado de la ciudad. El tráfico se colapsa, las urgencias de los hospitales están a rebosar, los perros aúllan intuyendo el peligro que se aproxima: es el eclipse de luna. Su poderoso influjo afecta también a los protagonistas de esta historia. Los anfitriones discuten alterados. Sus amigos están a punto de llegar y la cena no está preparada todavía. Alfonso y Eva: los dueños de la casa, profesionales bien situados, preocupados por su hija adolescente y por lo monótona que se ha vuelto su vida. Eduardo y Blanca: ella se quiere casar, él no; ella quiere tener un hijo, él ni se lo plantea. Antonio y Ana: con dos niños, a punto del divorcio, algo que descubrirán esa misma noche. Pepe: profesor en paro, su novia está enferma y les dice que por eso no ha podido venir… ¿o es tan sólo una excusa?.
Una reunión de amigos como tantas otras, hasta que, de pronto, surge la idea. ¿Por qué no hacer algo distinto? Vamos a jugar a un juego. ¿Qué pasaría si dejásemos nuestros móviles encima de la mesa, al alcance de todos? Llamadas, SMS, Whatsapps, notificaciones de Instagram o Facebook, nuestra vida entera compartida al instante por todo el mundo.
¿Un juego inocente, o una propuesta peligrosa? ¿Podrá soportar el grupo de amigos semejante grado de sinceridad, aunque sólo sea por un tiempo?.
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