En nuestra época –hablo, para entendernos, del comienzo de siglo–, las franquicias son el bien más preciado de la industria del entretenimiento. A estas alturas, los pesimistas de siempre aseguran que el cine de Hollywood es una marca registrada, y que el resto es publicidad.
En este marco, hablar de la saga Harry Potter puede ser una manera de enfrentarse a esa creencia. Porque, díganme, ¿quién no ha tenido alguna vez la sospecha de que en una superproducción también cabe la exquisitez cultural? ¿O es que acaso una película como Harry Potter y el misterio del príncipe merece ser catalogada, sin más, como un carísimo pasatiempo para niños?
Los libros en los que se inspira esta serie de películas ya han demostrado lo contrario. Hagamos memoria: en un principio, J.K. Rowling fue acusada de transitar por caminos trillados. Cuando la compra de sus libros se convirtió en moda –el sueño de cualquier plan de fomento de la lectura–, hubo quien, como Harold Bloom, quiso ver en todo ello una conspiración editorial de primera categoría.
Con el paso del tiempo, los más reticentes entendieron que, más allá del márketing, el encanto de los libros era genuino. Y ahora, diez años después, por fin proliferan en las universidades las tesis doctorales que averiguan cuánta riqueza existe en la escritura de Rowling.
Tengo la impresión de que las películas del ciclo Harry Potter seguirán una trayectoria similar. Y no me refiero tan sólo a los comentarios de los críticos de cine que, desde el principio, simpatizaron con el proyecto. Hablo de los estudiosos de la cultura contemporánea que, en estos largometrajes, pueden descubrir el mapa de carreteras de la imaginación moderna.
La literatura de hoy conspira contra las viejas etiquetas. Ya no hablamos de novelas para jóvenes. De hecho, el gusto de los mayores se ha rejuvenecido, y hoy un adulto consume libros que, hace cincuenta años, eran patrimonio de los adolescentes. Por eso, en la actualidad, las novelas de Salgari o de Sabatini ocupan, orgullosamente, esa estantería que los comercios dedican al llamado género histórico.
Las obras de J.K. Rowling –y por extensión, las películas de la saga– se acomodan en esa confusión de géneros y referencias. En sus páginas, conviven los valientes huérfanos de Charles Dickens, los alumnos de internados como Torres de Mallory, los seres mágicos de obras como Peter Pan y El viento en los sauces, los dragones soñados por E. Nesbit y Kenneth Grahame, los villanos de la novela gótica, y por supuesto, los sagaces investigadores ideados por Conan Doyle o Agatha Christie.
En definitiva, un festín literario que resulta muy divertido y no necesita manual de instrucciones, pero que lleva en su seno los componentes químicos esenciales de la narrativa popular contemporánea.
Todo ello es aplicable a esa excelente película que es Harry Potter y el misterio del príncipe. Desde la superficie, uno puede complacerse en el sólido trabajo narrativo de David Yates, en la soberbia ambientación y en un plantel de actores destinados a reproducir fidelísimamente cualquier personaje que se cruce en su camino.
Pero hay algo más, y tiene que ver con esa gama de referencias que vengo citando. A imagen de los libros de Rowling, cada película de la saga ha adoptado una estética y un tono muy precisos. Se trata de afinidades electivas que nos sirven para rastrear ciertas herencias.
En general, Harry Potter y el misterio del príncipe permanece fiel a las convenciones de la novela gótica inglesa, que tantas alegrías le ha dado al cine prácticamente desde que se inventó.
Gracias a Yates, Hogwarts es, más que nunca, un palacio medieval, y de hecho, sus torres son tan vertiginosas como las que describe Ann Radcliffe en Los misterios de Udolfo.
En sus paredes, repletas de emblemas, cuelgan los tapices de La Dama y el Unicornio que el escritor Próspero Merimée halló en 1841 en el castillo de Boussac. Y es más: incluso la competición de quidditch que celebran los alumnos en su patio exterior se antoja una especie de torneo caballeresco, rudo y feroz.
El guión de Steve Kloves resume lo esencial de la novela de Rowling, y en ese proceso, fija cuál es el esquema narrativo de la cinta. A partir de la búsqueda de un objeto mágico –los Horrocruxes–, un héroe frágil –Harry– debe emprender una búsqueda en la que cuenta con aliados –Ron y Hermione– y con un mago protector – Albus Dumbledore–. Nuestro paladín se enfrenta a las huestes del Señor Tenebroso, y en el proceso, vive un auténtico calvario, además de experimentar graves incertidumbres.
Supongo que más de un lector habrá sacado conclusiones de este esquema.
En efecto, es el mismo que consolidó el Ciclo del Rey Arturo, y que hoy se ha popularizado gracias a El Señor de los Anillos. En este sentido, es difícil ver Harry Potter y el misterio del príncipe sin buscar equivalencias entre Dumbledore y Gandalf, Harry Potter y Frodo, Voldemort y Sauron…
Al margen de este juego de espejos, la película consigue superar un inconveniente: el hecho de ser una transición que nos conduce a la batalla final que se presume en el desenlace.
Digamos que, dentro de la saga, los protagonistas no evolucionan aquí muy decisivamente con relación a la entrega anterior. Y sin embargo, David Yates consigue que nos olvidemos de ello conduciéndonos a otro terreno: el del romance adolescente.
Desde los lejanos tiempos en que Alan Parker rodó Melody, el amor entre colegiales ha pasado por todo tipo de altibajos en el cine. Aquí Yates lo aborda con sentido del humor, pero sin ironía, de forma que el espectador pueda identificarse con un enredo sentimental tan honesto como complaciente y lleno de ternura.
Sinopsis
Envalentonados por el regreso de Lord Voldemort, los mortífagos están causando estragos tanto en el mundo de los Muggle como en el de los magos y Hogwarts ya no es el refugio seguro que era en otro tiempo.
Harry sospecha que puede haber nuevos peligros dentro del castillo, pero Dumbledore está más decidido a prepararlo para la batalla final que sabe que se avecina. Necesita que Harry le ayude a descubrir una clave esencial para desentrañar las defensas de Voldemort—una información fundamental que sólo conoce el antiguo profesor de pociones de Hogwarts, Horace Slughorn.
Con eso en mente, Dumbledore convence a su antiguo colega para que vuelva a su anterior puesto prometiéndole mas dinero, una oficina más grande…y la oportunidad de dar clase a Harry Potter.
Entre tanto, los estudiantes se ven amenazados por un adversario muy diferente cuando las hormonas de los adolescentes causan estragos a través de las murallas.
La larga amistad de Harry con Ginny Weasley se está convirtiendo en algo más profundo, pero en su camino se interpone el novio de Ginny, Dean Thomas, por no mencionar a su hermano mayor Ron. Pero Ron tiene sus propios enredos amorosos de los que preocuparse, con Lavender Brown dedicándole todo su cariño, lo cual deja a Hermione a punto de estallar de celos pero decidida a no mostrar sus sentimientos. Y entonces una caja de bombones rociados con una poción amorosa acaba en las manos equivocadas y lo cambia todo.
Mientras florece el amor, un estudiante permanece distante con asuntos mucho más importantes en su mente. Está decidido a dejar su huella, aunque sea oscura. El amor se respira en el ambiente, pero se avecina la tragedia y puede que Hogwarts no vuelva a ser nunca lo mismo.
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