«El Rey Triste». Así se llama el chateau que habita Monsieur Levi, un anciano desahuciado aficionado al ajedrez que encarga a un antiguo amigo la búsqueda de su hija, una hermosa joven de rasgos y atavíos orientales, cuya mirada desea poder contemplar antes de cerrar los ojos por última vez.
Esta es sólo la trama de una película que el director Miguel Garay (Manolo Solo) tuvo que dejar inconclusa casi treinta años atrás, tras la inexplicada desaparición de su amigo y actor principal, Julio Arenas (José Coronado).
El atávico Levi, encarnado por José María Pou, nos invita a reflexionar sobre el papel simbólico de un rey, figura a priori plenipotenciaria, pero ¿qué poder de facto tiene en el ajedrez? Ninguno. Es la pieza más vulnerable, está protegida y parapetada por una legión de fieles a su servicio, carece de marco de acción, y es el objetivo a eliminar. ¿De qué sirve entonces ostentar tan grandilocuente cargo? Y si no hay casillas por las que moverse y avanzar con libertad, ¿qué le queda al rey? Acaso salirse de la cuadrícula por el borde exterior y saltar al vacío, pues nada a su espalda se lo impide salvo las reglas que decida transgredir.
Y así el actor Julio Arenas, rey en un mundo de normas opresivas, descubre esa grieta, y asume la huida como la única luz visible en el océano de sus sombras, escapando de una vida dolorosa en su soledad cósmica, constreñida y aterradoramente vacía. En ese camino reconfigurado, Julio ha inventado un atajo en el que el GPS no atiende a barrancos ni abismos. Y lo abraza abandonando lazos y cadenas, trastos y deudas, biografía, nombres y memoria ‒sobre todo y especialmente la memoria‒. El rey triste salta del tablero en caída libre, un acto elegido y sin retorno. Es el paso más cobarde o valiente que se pueda concebir, según el lado del que caiga la moneda en la subjetiva comprensión del sentido de la existencia, del momento vital, o del grado de sensibilidad en la escala Richter que sacuda el alma de cada cual.
Y junto con su desaparición, sin despedida ni cuerpo al que llorar, desaparece el amigo insustituible, enérgico y leal, desaparece el padre, su voz y su permanente ausencia, desaparece el amante, todo corazón y vida. Desaparece el ídolo de papel couché, el icono luminoso, el centro de una galaxia. Y se lleva consigo el futuro de quienes vivían al calor ‒o al anhelo‒ de su llama abrasadora, y a la luz cegadora de su estrella. Y a aquellos corazones súbditos, peones, reinas y caballos sacrificados a mitad de la contienda, sólo les queda rastrear su memoria, y tratar de jugar una partida perdida ya sin objetivo ni causa.
Una melancolía dolorosamente artificial
La vida es un camino amargo y solitario de un solo sentido y hacia un destino tenebroso. De esto nos quiere convencer la película con su vacua y exasperante lentitud, a base de silencios eternos, crueles soledades, panoramas de una angustiosa desidia, y diálogos mustios y sin alma saturados de una melancolía dolorosamente artificial.
Erice parece haber encontrado una veta de plomo en la profunda mina de la tristeza. La amargura y la ranciedad de esta historia queman la carne del corazón con un fuego lento y frío. En su rugosa aspereza hiere las emociones sin emocionar, y se aprieta con dolor al alma como una enfermedad incurable. Erosiona con su textura cruda y con su desaliñada puesta en escena, despreciando el color, el calor y la vida misma. Se llega a hacer tan detestable que «cerrar los ojos» ‒o mejor aún, abandonar la sala‒, se vuelve tentador. Si algún día hemos de renunciar a la memoria siguiendo el camino abierto por Julio, que sea en pro de olvidar esta película.
Cómo se echa de menos al desmemoriado y lúcido «hombre sin pasado» de Aki Kaurismäki, con su irisada y sensible narrativa, los colores vivos de la pobreza orgullosa y poética, los silencios llenos de mundos, y una jukebox que nos regale algún delicado tango cantado en finlandés para lubricar la melancolía.
Cerrar los ojos resulta una experiencia desazonadora, y más allá de los méritos o deméritos técnicos y narrativos, no creo que de las breves horas que pasamos por este existir nos sobren tres para regalárselas a este innecesario berrinche traumático, que ya tenemos suficiente drama en lo cotidiano, en lo íntimo y en lo planetario.
Cinta indigesta, marrón y demodé, impregnada de olor a tabaco y moho de almacén. No hay concesión a ventilar los pulmones, ni se atisba el más mortecino rayo de esperanza. Podría haberla ideado Lars von Trier en bata y zapatillas antes del primer café, y suena como una ópera de Wagner interpretada a la guitarra por el último y más desfasado cantautor.
Sinopsis
Un célebre actor español, Julio Arenas, desaparece durante el rodaje de una película. Aunque nunca se llega a encontrar su cadáver, la policía concluye que ha sufrido un accidente al borde del mar.
Muchos años después, esta suerte de misterio vuelve a la actualidad a raíz de un programa de televisión que pretende evocar la figura del actor, ofreciendo como primicia imágenes de las últimas escenas en que participó, rodadas por el que fue su íntimo amigo, el director Miguel Garay…
La película, aclamada por crítica y público en el reciente festival de Cannes, narra la historia de una desaparición, pivotando alrededor de las ideas de identidad y de memoria.
Coescrita por Víctor Erice y Michel Gaztambide (ganador de un Goya por No habrá paz para los malvados), Cerrar los ojos habla también de una búsqueda, tejiendo un viaje a través del tiempo en busca de redención y cuyos personajes protagonizan una oda a la amistad que perdura en el recuerdo.
Cerrar los ojos está protagonizada por Manolo Solo, junto a José Coronado y Ana Torrent. El reparto se completa con una buena selección de grandes nombres como Petra Martínez, María León, Soledad Villamil, Mario Pardo, Helena Miquel y José María Pou, entre otros, presentando a la joven Venecia Franco.
El rodaje transcurrió en diversas localizaciones de Granada, Almería, Madrid, Alcalá de Henares, Segovia y Asturias.
Para su nuevo largometraje Erice ha contado con Valentín Álvarez como director de fotografía, con quien ya trabajara en La Morte Rouge y Vidros partidos, la aportación de Erice a Centro Histórico, la película promovida por la celebración de la ciudad portuguesa de Guimarães como Capital Europea de la Cultura, y que incluía también episodios de Pedro Costa, Manoel de Oliveira y Aki Kaurismaki.
Y con el sonidista Iván Marín (La piel que habito, El buen patrón) que trabajó con Erice en Ten Minutes Older, y en Erice-Kiarostami: Correspondencias. La postproducción de sonido ha sido realizada por Juan Ferro.
En el equipo de Cerrar los ojos destacan también nombres como Curru Garabal (Intemperie) responsable de la dirección de arte, Helena Sanchis (Días contados, La carta esférica) a cargo del vestuario, o Ascen Marchena (La isla interior), quien firma el montaje. La banda sonora la firma Federico Jusid (El secreto de sus ojos).
Víctor Erice, ha sido merecedor de innumerables reconocimientos entre los que destacan la Concha de Oro del Festival de San Sebastián en 1973 por su primera película El espíritu de la colmena«; el Hugo de Oro del festival de cine de Chicago en 1983 por su segundo largometraje, El Sur que se presentó en la Sección Oficial de Cannes; y posteriormente, sendos premios del Jurado y de la Crítica Internacional en el Festival de Cannes de 1992, por El sol del membrillo. Esta película, realizada junto al pintor Antonio López, obtuvo un especial reconocimiento al ser elegida en votación como la mejor película de su década por las Filmotecas y Centros Culturales de todo el mudo.
En 1993, Víctor Erice recibió el Premio Nacional de Cinematografía, y en 1995 la Medalla de Oro al mérito en las Bellas Artes. Más recientemente, en 2014, el Festival de Locarno le distinguió con el Leopardo de Honor dedicado a toda su carrera como cineasta.
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