«La caza por la popa es caza larga, y voto a Cristo que ésa lo había sido en exceso: una tarde, una noche de luna y una mañana entera corriendo tras la presa por una mar incómoda…». Así comienza la nueva y excelente novela de Pérez-Reverte, Corsarios de Levante.
Los lectores propensos al género de la aventura buscamos permanentemente escenografías que trasciendan el tópico y se incrusten en la Historia real, si es que dicho adjetivo se admite en los cauces de la postmodernidad.
Con la resignación de un bibliotecario, Pérez-Reverte sobrevuela este último prejuicio −el relativismo, tan temido por Finkielkraut− y documenta por escrito una peripecia formidable: aquella que conformaron las campañas corsarias en el Mediterráneo. Y como las maneras del folletinista exigen cumplimiento, nuestro escritor moldea esa aventura a la medida de dos personajes −el Capitán Alatriste e Iñigo Balboa− que, de su mano, han merecido una saga idéntica, y no inferior, a las muchas que proliferaron en la novelística popular del XIX.
El asunto de Corsarios de Levante se inicia en la Costa de Berbería. A diferencia de lo que sucedía en novelas anteriores, Íñigo tiene los nervios mejor templados. Sabe lo que que ha de hacer cuando el tambor redobla a zafarrancho, y maneja con soltura el chuzo y su espada corta. Siempre a medio paso de un camino mejor, tantea la necesidad de ingresar en el Cuerpo de Correos Reales, pero, como en otras ocasiones, acaba envuelto en la vorágine de la cual nos da noticia: una espiral aventurera guiada por Alatriste y secundada por otro comprimario de la serie, Sebastián Copons.
A bordo de la galera “La Mulata”, los personajes cumplen con una misión que transcurre sin demasiadas ambigüedades.
Pérez-Reverte evita el maniqueísmo y retrata con soltura las oscuridades del Imperio (“Son los usos de aquel tiempo / caballeresco y feroz / cuando acuchillando moros / se glorificaba a Dios”). Por esta vía, reviste un especial interés el modo en que dibuja la situación de Orán, una ciudad que “participaba de la ruin condición del resto de plazas españolas en África, mal abastecida y peor comunicada, con sus defensas mermadas por la improvisación y la incuria”.
También es muy atractiva, en este plano costumbrista, la llegada de los protagonistas a Malta, la isla de los caballeros corsarios de San Juan de Jerusalén.
Galdosiano hasta la médula, Pérez-Reverte califica las categorías de lo español elogiando al vasallo y criticando a su patrón. En Corsarios de Levante, esta idea reluce entre aquellos bravos que defendieron los límites de la Corona frente a holandeses, turcos, ingleses y berberiscos.
La claridad expositiva del novelista −nunca privada de hallazgos léxicos o de elocuencia psicológica− es una necesaria ventaja en una novela complicada por los vaivenes de la entretenidísima acción.
Por lo demás, su empeño, a diferencia de cuanto sucede en las obras de Alejandro Dumas, tiene como resultado el reforzamiento de cierto cliché pesimista. Y es que, por abajo, a estos valientes de los Tercios Viejos les roen la necesidad y la incomprensión.
En lo privado, podríamos decir que se trata de almas en el umbral del infierno. A fin de cuentas, su esperanza no es otra que la de convertir la rabia en honor y el fracaso en dignidad. Como bien se dice en la novela: “Nadie muere aquí en el lecho / a almidones y almendradas, / a pistos y pulgas hecho. / Aquí se muere a estocadas / y a balazos, roto el pecho”.
Sinopsis
«Durante casi dos años serví con el capitán Alatriste en las galeras de Nápoles. Por eso hablaré ahora de escaramuzas, corsarios, abordajes, matanzas y saqueos. Así conocerán vuestras mercedes el modo en que el nombre de mi patria era respetado, temido y odiado también en los mares de Levante.
Contaré que el diablo no tiene color, ni nación, ni bandera; y cómo, para crear el infierno en el mar o en la tierra, no eran menester más que un español y el filo de una espada. En eso, como en casi todo, mejor nos habría ido haciendo lo que otros, más atentos a la prosperidad que a la reputación, abriéndonos al mundo que habíamos descubierto y ensanchado, en vez de enrocarnos en las sotanas de los confesores reales, los privilegios de sangre, la poca afición al trabajo, la cruz y la espada, mientras se nos pudrían la inteligencia, la patria y el alma. Pero nadie nos permitió elegir.
Al menos, para pasmo de la Historia, supimos cobrárselo caro al mundo, acuchillándolo hasta que no quedamos uno en pie. Dirán vuestras mercedes que ése es magro consuelo, y tienen razón. Pero nos limitábamos a hacer nuestro oficio sin entender de gobiernos, filosofías ni teologías. Pardiez. Éramos soldados.»
Copyright del artículo © Guzmán Urrero Peña. Reservados todos los derechos.
Copyright de la ilustración y la sinopsis © Alfaguara. Santillana Ediciones Generales. Reservados todos los derechos.