El año 1950 fue especialmente bueno para la ciencia-ficción literaria. Además de obras de Robert A. Heinlein, se publicaron trabajos de Isaac Asimov, Cordwainer Smith, C.M. Kornbluth, Damon Knight, Poul Anderson, E.E. Doc Smith y Theodore Sturgeon. El ámbito cinematográfico, sin embargo, ofrecía menos motivos para el entusiasmo. Tras un esperanzador arranque en los años veinte, las décadas de los treinta y cuarenta tuvieron sólo incursiones aisladas y poco exitosas en el género, viéndose éste relegado a los seriales de Flash Gordon (1936) o Buck Rogers (1939), cuya calidad era acorde a su apretado presupuesto. Las cosas cambiaron precisamente este año 1950 y fue gracias a la película que ahora comentamos: Con destino a la Luna.
Tres factores favorecieron que el género estuviera maduro para ser reinventado. En primer lugar, el armamento nuclear utilizado en la Segunda Guerra Mundial había demostrado de la manera más dramática posible tanto el potencial como los peligros de la ciencia y la tecnología; la promesa de energía barata necesaria para dotar de todo tipo de comodidades a los hogares del futuro se ensombrecía por el espectro del champiñón atómico que invadía las mentes del público y daba alas a la más negra imaginación de escritores y guionistas. En segundo lugar, los Estados Unidos y la Unión Soviética se enzarzaron en la larga Guerra Fría, despertando en Occidente una paranoia que agrió las expectativas de un brillante futuro. Y, por último, en los años cuarenta, mientras los films de ciencia-ficción se quedaban estancados en propuestas sin contenido, la literatura había experimentado su Edad de Oro.
Precisamente la influencia de esos trascendentales años de la literatura de ciencia-ficción es la que se halla detrás de Con destino a la Luna que, a su vez, fue el primer film de lo que ahora se da en llamar Edad de Oro del cine de ciencia-ficción que se extendió desde 1950 hasta 1957. La película destila ese gran optimismo que impregnaría otras producciones posteriores de la década y fue el responsable del encumbramiento del productor George Pal como figura principal del cine de género de la época y sobre el que hablaremos más adelante en varios artículos. Durante los años treinta y cuarenta, el espacio era un ámbito en el que raramente se aventuraban los cineastas. Y los que lo hacían, por ejemplo en los mencionados seriales de Flash Gordon o Buck Rogers, lo veían como un medio tan exótico como lo habían sido la jungla africana o los valles del Himalaya para las revistas pulp de aventuras; los astronautas eran el equivalente futurista a los vaqueros de los westerns, héroes que veían el mundo en blanco y negro y que se imponían a su indómito mundo a base de tiros y puñetazos. En marcado contraste, Con destino a la Luna detalló el plan de exploración del espacio con un realismo propio de la ciencia y propuso con seriedad los medios necesarios para conseguir tales objetivos: máquinas racionalmente diseñadas en base a la física conocida; más aún, los protagonistas no son valientes cowboys, sino los ídolos del crecimiento económico de la posguerra: ingenieros e industriales.
La importancia de Con Destino a la Luna para el cine de ciencia-ficción se suele minimizar o incluso pasar por alto. Es cierto que mantiene su prestigio y se continúa mencionando cariñosamente en los estudios especializados como la película que abrió la puerta al boom de los 50 y sus clásicos de mayor éxito como Ultimátum a la Tierra (1951) y Planeta Prohibido (1956). Pero dicho esto y al margen de su relevancia histórica, ¿qué puede extraer un espectador moderno del siglo XXI de esta cinta? Porque, al fin y al cabo, se trata de una aventura especulativa sobre el primer alunizaje, una hazaña que quedó superada en julio de 1969 por Neil Armstrong, Buzz Aldrin y Michael Collins. Veamos primero la historia que nos cuenta.
Los experimentos espaciales del gobierno americano han fracasado, decidiendo sus responsables abandonar los esfuerzos en ese campo. El general Thayer y el doctor Cargraves no se dan por vencidos y convencen al fabricante aeronáutico Jim Barnes para que encabece un proyecto privado cuyo objetivo es llegar a la Luna. Se construye el cohete y, pese a los obstáculos legales que encuentran, lo hacen despegar desde el desierto de Mojave. Tras el viaje por el espacio, la tripulación llega a la Luna, encontrándose con que no cuentan con suficiente combustible para regresar. Se enfrentan entonces a decisiones díficiles.
George Pal tuvo el buen sentido de contratar a Robert Heinlein para que se ocupara del guión. Heinlein fue el más aclamado escritor de la nueva generación de autores que diez años antes alcanzaron la madurez creativa en la revista Astounding editada por John W.Campbell. Glosar sus méritos supera el propósito de esta reseña y tiempo habrá para comentar sus principales obras. La historia de base para la película fue una de sus narraciones juveniles, Rocketship Galileo(1947), en el que un sabio construye un cohete en el patio trasero de su casa y en compañía de sus sobrinos lo utiliza para irse a la Luna para pelear con los nazis. No suele ser lo habitual –más bien lo contrario–, pero la película elevó el nivel de complejidad de la historia original, convirtiéndola en una propuesta adulta que se centraba en la construcción de un cohete y la descripción de la misión lunar. El guión definitivo vino firmado por el propio Heinlein, Rip van Ronkel y James O’Hanlon.
Lo primero que notará el espectador de hoy es que el aspecto visual del film está decididamente obsoleto. George Pal es recordado por sus películas pioneras de los efectos especiales, como Cuando los mundos chocan (1951), La Guerra de los Mundos (1953) o La Máquina del Tiempo (1960), pero los años no han sido amables con Con destino a la Luna.
El cohete tiene la típica forma acigarrada que se ha convertido en uno de los clichés más conocidos de la ciencia-ficción clásica (de hecho, el premio Hugo, máximo galardón del género, tiene precisamente esa forma). El avanzado equipamiento de a bordo parece construido con un un kit de bricolaje casero y las vistas de la Tierra desde el espacio tienen un aire irreal escasamente parecido a la esfera azul y blanca que años más tarde nos mostrarían las fotografías tomadas por las primeras naves espaciales. El decorado de la Luna resulta asimismo artificial y falso aunque se contratara al legendario ilustrador especializado en ciencia-ficción Chesley Bonestell como consejero técnico en arte astronómico . Los fondos de la superficie lunar (en los que trabajaron 100 personas durante dos meses bajo la dirección del diseñador de producción Ernest Fegte) tienen su pase, pero esos suelos llenos de grietas que parecen lechos resecos de un lago en tiempo de sequía tienen poco en común con la polvorienta superficie lunar. Esto último fue, sin embargo, no un garrafal fallo de investigación por parte del productor, sino una elección estética deliberada que permitió a los directores de fotografía crear un efecto de perspectiva forzada con la consiguiente ilusión de amplitud que tan bien fue recibida por los inocentes espectadores de la época, no tan curtidos en los efectos especiales como lo estamos hoy. Este apartado visual mereció un Oscar en la entrega de premios del año siguiente en la persona de Lee Zavitz.
Por su parte, los personajes son completamente planos, anónimos y construidos a base de estereotipos, incluido el cargante tipo gracioso de Brooklyn con fuerte acento (Dick Wesson) que se añade a la tripulación en el último momento y con el que se pretende humanizar algo la cinta. El trabajo de los actores es satisfactorio pero con poca garra y los escenarios, aunque espectaculares, no se aprovechan adecuadamente. La primera parte de la película tiene poco de dramática. Todo lo contrario, es lenta, aburrida y didáctica en exceso. La cosa cambia cuando el cohete por fin se pone en órbita. Entonces comienzan a suceder cosas más emocionantes, como el paseo espacial, los esfuerzos por rescatar al astronauta que flota alejándose de la nave o la necesidad de eliminar peso –incluyendo astronautas– para poder regresar a casa. Pero el tono general es distante y despersonalizado, con un rigor documental que en la época fue revolucionario pero que hoy se antoja lento y desapasionado.
Los méritos de la película hay que buscarlos en otra parte. Antes de ella se habían estrenado otros films que versaban sobre viajes a nuestro satélite o incluso más allá, pero raro fue el caso de un tratamiento serio por parte del realizador ‒La mujer en la Luna (1929) de Fritz Lang y La vida futura (1936) de William Cameron Menzies son los más recordados‒. Películas como la danesa Un viaje a Marte (1918) o la rusa Aelita (1924) se preocupaban más por la descripción de las sociedades utópicas/distópicas que encontraban los astronautas en sus respectivos destinos que por el viaje en sí mismo. En otras ocasiones, el tratamiento era el infantil de los seriales de aventuras o comedias visuales de escaso contenido como Viaje a la Luna (1902). De ahí que cuando esta película –cuya producción se prolongó dos años–se propuso abordar el viaje espacial –hoy una rutina, entonces un sueño– desde un punto de vista realista, tal planteamiento constituyera toda una novedad. George Pal se tomó muy en serio el verismo y consultó a físicos, especialistas en cohetes y astrónomos del nivel de Hermann Oberth.
A menudo los críticos se limitan a calificar a Con destino a la Luna de aburrida y plana. Y, comoacabamos de ver, no es que les falte razón, El problema con la mayoría de esas críticas es que carecen de empatía con la época en la que se estrenó. Al fin y al cabo, con la perspectiva de que hoy gozamos, es fácil ver los detalles en los que se equivocaron, pero en 1950 las cosas eran diferentes. Tras toda una carrera espacial en los cincuenta y sesenta (el alunizaje de 1969, el transbordador, la estación espacial, las sondas y vehículos en Marte…) lo que cuenta Con destino a la Luna nos resulta convencional y poco emocionante. Hoy no parece ciencia-ficción, sino un docudrama. Pero para el público de la época, aunque no se sintieran encandilados por la narración propiamente dicha, aquellas escenas sí eran nuevas. Y, además, el que la acusación que se formule contra la película sea que se parece tanto a la realidad que resulta poco interesante, es en sí misma reveladora de lo vanguardista que fue su propuesta. ¿De cuántas obras de ciencia-ficción se puede decir, cincuenta años después, que se parecieron tanto a lo que luego fue la realidad que hoy pasan por documentales viejos sin demasiado encanto?
Como acabo de mencionar, con la perspectiva actual, sin embargo, es fácil distinguir los detalles en los que se equivocaron los cineastas, pero en 1950, se consideraban como muy probables. Y, al fin y al cabo, también dieron en la diana con otras muchas cosas, desde los efectos de la ingravidez a los peligros del espacio. Incluso en sus errores es interesante la película, porque ellos también son testimonio de una época. El cohete, por ejemplo, es impulsado por un motor atómico, mientras que los que se usaron en la realidad fueron químicos. Tampoco se nos dice nada de la amplia cobertura televisiva que recibió el evento de la auténtica llegada a la Luna: sólo se concede una entrevista radiofónica (la radio era el principal medio de comunicación entonces; la televisión no tenía la prevalencia actual). Y, por supuesto, tenemos (y esto era algo que coincide con la visión individualista y anti–gubernamental de Heinlein), la financiación del proyecto, aspecto este sobre el que merece la pena detenerse en mayor detalle.
En una escena, el empresario Jim Barnes (John Archer) se reúne para almorzar con el general retirado Thayer (Tom Powers). Éste quiere que Barnes se involucre en el programa espacial privado, pero el industrial se muestra reacio: se considera un simple fabricante, no el Departamento de Defensa ; y añade: construir un satélite a reacción es algo grande. No podría pagarlo . Thayer le informa de que el proyecto va más allá de un mero satélite: planean ir a la Luna. Los intentos del gobierno se han saldado en fracaso: un modelo a escala del motor atómico funcionó durante menos de una hora antes de reventar. El militar afirma que aunque proyectos de esa índole no constituyen una prioridad nacional, lo acabarán siendo en un futuro próximo y en ese momento se dirigirán a la industria privada. El gobierno siempre hace eso cuando se queda atascado. Tiene que hacerlo. Esta vez, pensé que quizá podríamos estar preparados para ello .
La siguiente escena es todavía más chocante. Barnes, dándose cuenta de que un proyecto espacial privado necesitará de la participación de más gente, ha de defender su idea ante un grupo de empresarios. Lo hace ayudado por una animación protagonizada por el Pájaro Loco que va planteando y resolviendo diferentes preguntas acerca del funcionamiento de los cohetes, finalizando la exposición con la afirmación de que él mismo está listo para contribuir al proyecto. Cuando se encienden las luces, comienza la discusión en serio.
¿Te puedes imaginar que acuda a una reunión con mis accionistas y les informe de que estoy invirtiendo millones de dólares en un viaje a la Luna? – pregunta un empresario tejano–. «Hijo, me lincharían». Otro de ellos pregunta lo obvio: «Si es un proyecto tan importante, ¿por qué no lo asume el gobierno?» Para nosotros, esta pregunta es tan peliaguda como lo fue entonces. Después de todo, los programas espaciales con los que hemos crecido –empezando por el norteamericano y siguiendo por el europeo, chino, japonés o indio– han sido siempre iniciativas gubernamentales. Otros modelos propuestos para la exploración espacial no han formado parte de un auténtico debate público. Barnes señala que el conocimiento técnico requerido está en el sector privado y que, si tienen éxito, el gobierno pagará la factura. Eso sí, también reconoce que si fracasan, deberán asumir las pérdidas. Barnes apela a su sentido de la aventura, su espíritu empresarial y su orgullo como americanos. Nada de ello funciona. Lo que finalmente les convence es exactamente lo mismo que impulsó durante años el auténtico programa espacial una década más tarde: el miedo. Si no llegamos primero, alguien más lo hará. El general Thayer no da nombres (se refiere sólo a una «potencia extranjera») pero los espectadores de 1950 sabían muy bien quién sería el enemigo en el caso de una hipotética Tercera Guerra Mundial, una guerra que sería librada con misiles atómicos. «No hay forma de detener un ataque desde el espacio exterior», dice Thayer. Esta afirmación es recibida con un silencio temeroso. Al final, los empresarios acuerdan financiar el proyecto. No tienen opción.
Cuando el presidente Kennedy prometió llevar un americano a la Luna antes de finalizar la década de los sesenta, no lo hizo porque en su infancia le hubieran maravillado los relatos que publicaban las revistas pulp, sino porque los Estados Unidos se estaban quedando atrás en la carrera espacial y sólo planteando el proyecto como una competición que no se debía perder, podía atraerse la voluntad y el dinero necesarios para perseverar y triunfar.
Y así fue. Nadie pensó entonces que los alunizajes de comienzos de los setenta dejarían de interesar al público y que el programa espacial se contentaría con poner en órbita satélites especializados y laboratorios orbitales y mandar a Marte sondas no tripuladas. La carrera espacial había finalizado y con ella desapareció cualquier sensación de urgencia que hubiera permitido emprender mayores y más ambiciosos esfuerzos en ese ámbito. Esto es una lección para los entusiastas de la exploración espacial. Si ahora se sintiera un temor fundado y generalizado de que China, Irán o Corea del Norte se estaban preparando para, digamos, construir una base permanente en la Luna, de repente ese objetivo se convertiría, también para los norteamericanos, en una prioridad. En ausencia de competición, aquellos problemas de nuestro planeta que nos tocan más de cerca son los que consumirán más tiempo y recursos.
Puede que Con destino a la Luna sea excesivamente optimista a la hora de predecir lo rápido y eficientemente que una iniciativa privada de esta envergadura puede desarrollarse. La película nos dice que bastaría tan solo un año para que la alianza entre hombres de negocios y científicos sacara adelante el proyecto. Se encuentran con oposición, por supuesto, pero Barnes la elimina con una osadía característica del espíritu libertario de Heinlein (recordemos que en una de sus novelas cortas incluidas en su Historia del Futuro, El hombre que vendió la Luna, era precisamente un empresario el que financiaba en solitario el proyecto, aunque en esa ocasión para cumplir un antiguo sueño): «No hay ley que prohíba lanzar una nave espacial. Nunca se ha hecho, así que todavía no se las han arreglado para prohibirlo». El cohete despega justo antes de que un tribunal decrete el cierre de toda la operación.
Toda esta novedosa visión del espacio, sin embargo, no tardó en verse ahogada por las ansiedades y paranoias de la Guerra Fría y la Era Atómica. En lugar de desarrollar el espíritu de aventura, las películas de ciencia-ficción se concentraron en la figura del enemigo –ya fuera interior o exterior–, la pesadilla del holocausto nuclear y los efectos de la radiactividad. Los pocos guiones que planteaban viajes al espacio durante los cincuenta encontraron que el universo no era más que un reflejo de nuestro mundo, un mundo en el que, nos recuerdan una y otra vez en multitud de producciones, la raza humana conserva una deprimente capacidad de autodestrucción. Ese cambio lo experimentó el propio George Pal en su secuela de Con destino a la Luna, La Conquista del Espacio (1955), donde el osado optimismo de la primera es sustuido por el miedo y el temor al gran vacío.
Con destino a la Luna, pese a todo, fue la película que inauguró la ciencia-ficción moderna en la gran pantalla, inspirando a muchos de los que más tarde trabajarían en el auténtico programa espacial norteamericano. El éxito de crítica y público que cosechó sirvió para que Hollywood tomara conciencia de que había una audiencia ansiosa por consumir ciencia-ficción más allá de los seriales de bajo presupuesto. Y, además, demostró que la brecha que a menudo separa la ciencia-ficción literaria de la cinematográfica no tenía por qué ser tan amplia como venía siendo tradicionalmente. Sin embargo, su mensaje para los aspirantes a astronautas de hoy es el mismo que entonces: si no eres capaz de convencer a la gente de que algo debe hacerse por encima de todo, nunca se hará.
Copyright del texto © Manuel Rodríguez Yagüe. Sus artículos aparecieron previamente en Un universo de viñetas y en Un universo de ciencia-ficción, y se publican en Cualia.es con permiso del autor. Manuel también colabora en el podcast Los Retronautas. Reservados todos los derechos.