Muchas veces me pregunto por qué los periodistas económicos descartan la autosuficiencia como un modelo marginal y más o menos pintoresco. En general, los medios solo recompensan aquellas fórmulas socioeconómicas que permanecen dentro de la corrección política, y que generalmente responden a nuestras aspiraciones consumistas. Sin embargo, hay otros modelos vitales que merecen nuestra consideración, y éste, a mi modo de ver, es uno de ellos.
¿Abandonar la rueda del consumo y simplificar nuestro estilo de vida al máximo? Parece una pregunta sólo apta para nostálgicos del hippismo y de las corrientes contraculturales. Sin embargo, lejos de ser un propósito rompedor o revolucionario, creo que se trata de un plan que surge de nuestra más honda tradición. Me refiero a lo que nos enseñaron nuestros ancestros, acostumbrados a vivir responsablemente con los mínimos medios, sabiendo que la felicidad no se encuentra en lo que uno tiene, sino en lo que uno es capaz de hacer y de aprender.
Obviamente, hablar de autosuficiencia en el siglo XXI no significa regresar a aquellos tiempos en los que la esperanza de vida era escasa y las necesidades resultaban acuciantes en todo momento. Tampoco hablamos de la austera soledad de los ermitaños y de los antiguos pioneros. Por suerte, hoy podemos aplicar ciertos criterios de autosuficiencia sin por ello descartar los avances científicos y tecnológicos que tanto han beneficiado a nuestra existencia.
En el fondo, todo es una cuestión de prioridades. Nuestra sociedad, adicta a los gadgets tecnológicos, a las redes sociales y al fetichismo de las marcas, y también frívola hasta extremos lamentables, experimenta un auténtico síndrome de abstinencia cuando se ve privada de estos placeres.
Paradójicamente, al mismo tiempo que nos vemos obligados a gastar más y más dinero en asuntos banales, sentimos que la crisis ahoga nuestras posibilidades de futuro. La infelicidad invade así nuestras vidas, y en ocasiones, por una triste paradoja, parece que nuestros padres y abuelos lo tuvieron más fácil, cuando en realidad disponían de menos medios materiales a su alcance.
En estos tiempos en los que un sueldo estable parece un pequeño milagro ‒y no hablemos ya de mantener holgadamente a una familia‒, la exigencia de seguridad y la avidez contagiosa de nuevos bienes son una garantía de malestar y de constantes temores.
¿Qué hacer cuando uno se siente atrapado por este asfixiante mecanismo? Hay alternativas, desde luego, y la que hoy les contaré, pese a parecer extrema, incluye lecciones de las que todos podemos aprender.
Verán: una de las pioneras de la autosuficiencia en Estados Unidos es Dolly Freed, autora de un libro tan encantador como influyente, Vida de zarigüeyas. Cómo vivir bien sin empleo y (casi) sin dinero (1978).
Dolly escribió este libro a los 18 años, y en poco tiempo se convirtió en un éxito editorial y en un fenómeno sociológico. Sin embargo, no era un texto político ni el manifiesto de una visionaria, sino la narración de una experiencia tan sencilla como inspiradora.
Descontentos con la manera en la que les iban las cosas, Dolly y su padre decidieron instalarse en una casa rodeada de un terreno de dos mil metros cuadrados, al norte de Filadelfia. Ella solo tenía doce años y él acababa de dejar su trabajo. No eran hippies y tampoco pretendían emular a una familia de pioneros: simplemente, se aventuraron a perseguir la felicidad sin dinero ni ambiciones.
En su libro, Freed cuenta cómo fueron cubriendo las necesidades básicas. Su padre tenía una pequeña experiencia en tareas ganaderas, así que emprendieron la crianza de pollos y conejos. Sobre la marcha, aprendieron a coser, a cultivar, a pescar, a destilar, a preparar ahumados y a recolectar. Evitaron al máximo la burocracia y cualquier gasto prescindible. También descubrieron que es posible alimentarse de forma sana con un coste mínimo (Gastaban en torno a 550 euros al año).
En poco tiempo, llegaron a la conclusión de que la mejor forma para no pagar una consulta médica era cuidar su salud. Y vaya si lo hicieron. En este sentido, Dolly fue descubriendo remedios inesperados. ¿La mejor cura para la melancolía y la ansiedad? Segregar endorfinas. O dicho con sus palabras: «Corre hasta que los ojos se salgan de las órbitas».
Paso a paso, explorando el camino de la autosuficiencia, Dolly y su padre consiguieron vivir libre y despreocupadamente, sin apuros económicos… y también sin ingresos.
Pero esta historia no acaba ahí. Dolly Freed no se limitó a ser una joven asilvestrada, experta en métodos de supervivencia. Sus intereses iban más allá.
No tenía televisión, así que cuando se aburría, exploraba los parajes naturales que rodeaban la casa e iba familiarizándose con los misterios de la vida salvaje. Gracias a esta afición, casi adquirió más conocimientos que un biólogo profesional.
Al carecer de dinero para comprar libros, se acostumbró a visitar con frecuencia las bibliotecas públicas del entorno. Leyó incansablemente, sobre todo libros de ciencia-ficción. También se acostumbró a estudiar. De hecho, estudió sin tregua hasta conseguir la que fue su profesión definitiva: ingeniero espacial en la NASA. Fue allí donde colaboró en dos importantes proyectos: el diseño interior de la lanzadera espacial y la prevención de problemas como los que causaron la tragedia del Challenger.
Tras dejar la NASA, Dolly se dedicó a proyectos de voluntariado como naturalista. En la actualidad, planea regresar a la vida rural. Lo hará cuando se retire su marido, que también trabaja en la NASA.
Quizá sea complicado alcanzar una vida tan plena como la de Dolly, pero está claro que se inspira en dos claves de muy bajo coste: la voluntad y el optimismo.
Y ahora, díganme. ¿De veras creen que cierto grado autosuficiencia, dentro de unos lazos comunitarios bien tramados y en un entorno de confianza, sigue pareciéndoles un sueño imposible?
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