A veces, la amable floresta de los géneros se ve atravesada por ciertos ejemplares que no caben en las categorías conocidas y reconocibles. Así como en la zoología fantástica de la antigüedad desfilaban unicornios, trasgos y gorgonas, ahora el cine apela a cosas –o animales– como los biopics, los docudramas y las autoficciones. A ellas se añaden unos abundantes casos de filmes en los que intervienen personas que sustituyen a los actores, haciendo de sí mismas. Sin ánimo de exclusión cito solamente tres ejemplos: Canallas de Daniel Guzmán, Alcarrás de Carla Simón y Seis días corrientes de Chema García Ibarra.
Desde luego, estos actores sui generis se distinguen de los corrientes en tanto conocen por dentro al personaje demandado, al menos en la medida en que obedezcan al canónico consejo socrático del “Conócete a ti mismo.” Con todo, y poniéndonos en el extremo de aceptación de lo verosímil, algo chirría en la propuesta. Nadie, por más que se conozca a sí mismo, se ha visto jamás desde fuera de sí mismo, salvo al confiar en un espejo, como si se tratase de una fotografía o, para el caso, de un fotograma. Además, tendrá que ceñirse a un libreto que no ha escrito. Además, habrá de someterse a un maquillaje acorde con la iluminación. Además, deberá representar escenas íntimas de su vida pero rodeado del personal de rodaje, es decir sin la menor intimidad. Y además, por fin, lo que de allí resulte no será una escena de la vida misma, sino una película. El público no se asomará a la vida misma de estos semiactores, sino a una proyección luminosa con banda sonora. Es decir: una ficción. Para el caso, dará lo mismo que lo narrado haya ocurrido o no en la realidad exterior al filme.
Imagen superior: Mabel Landó y Oscar Rovito, coprotagonistas del programa de radio «Las aventuras de Tarzán» (1950-1955), transmitido por Radio Splendid de Buenos Aires.
En mi lejanísima infancia existía en Buenos Aires un actor llamado César Llanos que hacía de Tarzán por la radio. No había aún televisión ni en la Argentina se filmaban películas de Tarzán. Una tarde lo vimos desfilar por cierta avenida suburbana, montado en un elefante y vestido –por mejor decir: desvestido– de Tarzán. Estábamos de público un montón de pibes, como era previsible. A mi lado, un contemporáneo comentó. “Yo lo conozco. Vive a la vuelta de la esquina. Es igual que en la realidad.” Obviamente, el chico se refería a César Llanos, no a Tarzán. Incluso aclaró que iba a la escuela con el hijo del actor, al que apodaban, fatalmente, como Tarzanito.
¿Tenía razón el pibe? ¿Perdía toda su calidad ficcional el vecino al ser visto de cerca? Traslademos el ejemplo a cualquiera de las películas citadas. Es muy posible que unos cuantos espectadores conozcan a tal o cual de los filmados “haciendo de sí mismo”. ¿Dirían que son como en la realidad conocida y reconocible o, con desazón, al verlos fingir de verdad, si vale el oxímoron, constatarán que difieren de la vida misma?
Resuelvo la interrogación con una cita, esta vez de Fernando Pessoa: “El poeta es un fingidor y finge hasta cuando escribe sobre algo que realmente siente.” Es decir: presentar, en arte, es representar. Subrayo: re-presentar, volver a presentar lo que la vida misma ha hecho vivir a Tales o Cuales en presencia. El hecho de que ya no estemos en presencia de algo sino en la represencia, si cabe el neologismo, lo convierte en ficción, es decir en arte. Las uvas pintadas por el pintor antiguo, tan similares a las reales que engañaban a los pájaros que las picoteaban, son efectivamente como la vida misma pero no son la vida misma sino una ineludible ficción. Sin esta dualidad no hay arte y el extremismo hiperrealista puede negarse a sí mismo por empujarse, precisamente, hasta su extremo. Ortega y Gasset me ayuda a rematar estas líneas cuando dice en su ensayo sobre Kant: “Sólo cuando una idea se lleva hasta sus últimas consecuencias revela claramente su invalidez.”
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