Es un tema inmenso, lo admito. Por eso no caben aquí más que unos pocos esbozos para que cada quien se arme su tratado. Lo cierto es que hay cientos de ejemplos de novelas que han servido de cañamazo a películas y que, en términos generales, siempre resulta más hacedero recurrir a obras realistas por la cantidad de datos visuales que contienen.
Es claro que a veces las cuentas no salen. Madame Bovary de Flaubert ha sido vista –nunca mejor dicho– como un anuncio del cine hecho a mediados del siglo XIX. El paseo de los amantes junto al río, la escena de la feria agrícola, el coche con la pareja recorriendo las calles de Rouen, se han prestado a considerarse auténticos montajes paralelos. Sin embargo, las versiones de esta novela realista son tan flojas que sólo atino a rescatar la más tópica y liviana dirigida en los años cincuenta en la Argentina por Carlos Schlieper.
Visconti, en el otro extremo, acertó de plano con El gatopardo de Tomasi di Lampedusa. Las repetidas veces que he visto este filme me ha parecido asistir a la exacta “coloración” de la novela, hasta tal punto que confundí las direcciones. ¿No será que el libro se basa en la película? En sentido inverso, el mismo Visconti se las vio difíciles con Muerte en Venecia porque la narración de Thomas Mann, aunque escrita en tercera persona, sólo recoge lo que el personaje ve, siente, delira y padece. Los terceros son figuras de su propio monólogo interior. Al filmarlo, este efecto se desvanece porque los espectadores debemos ver lo mismo que ve el personaje, objetivamente, y Visconti debió corporizar a los fantasmas de modo realista.
Lo anterior se me volvió a presentar ante Zama, con guión y dirección de la argentina Lucrecia Martel sobre la novela de Antonio di Benedetto. La elección fue arriesgada y el resultado, escasamente feliz. El libro narra la historia de un funcionario colonial español en la América del siglo XVIII. Es un hombre ensimismado, reflexivo, incardinado en el mundo del pesimismo existencialista de mediados del siglo pasado. Medita sobre la vanidad y el fracaso de las empresas humanas en la historia, las quimeras y violencias que están en juego, pero todo ello como una elaboración del discurso, con impresiones y secuencias subjetivas que poco ofrecen al mundo de lo visible. Su obsesión por abandonar las Indias y recuperar a su familia española que había dejado por decisión propia, su imposibilidad de hacerlo, su extrañeza ante el medio y su incredulidad en toda la faena colonial en su conjunto, tienen más de evento intelectual que propiamente anecdótico. Así, la secuencia humana del personaje se desdibuja y se dispersa por falta de proceso y de concreción, todo acrecido por la cantidad de acentos variados de los actores y la música de fondo, igualmente contemporáneos y ajenos al mundo visual que se propone.
La pregunta vuelve con fuerza enigmática: ¿puede filmarse la palabra? ¿Qué corporeidad conviene atribuirle al darle color, carnalidad en movimiento, voz alta, ruido, risas y sollozos que estallan al revés que en la sorda, muda y ciega página de una novela donde la puesta en escena corre necesariamente a cargo del lector?
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