Italia tuvo una paradójica intervención en la Segunda Guerra Mundial. Su ejército fue derrotado pero su guerrilla triunfó. La alianza con el Eje resultó un fracaso y lo contrario, el entendimiento con los Aliados. Algo similar ocurrió con la cultura. La posguerra marcó una doble década de esplendor: narrativa, teatro, ensayo y cine. Con poco se hizo mucho y a cargo –nueva paradoja– de unos artistas formados durante el fascismo, con toda la fama de censura y represión acumulada por tal régimen.
El neorrealismo cinematográfico, como es obvio, fijó su mirada en la gente modesta y hasta pobre. Esto imponía una composición de figuras adecuadas. Me detengo sólo en la femenina. El cine italiano heredaba del melodrama prebélico, muy impregnado de teatralidad, el paradigma de una mujer suntuosa cuyo aspecto armonizara con historias de pasión y lujo: Luisa Ferida, Eleonora Rossi Drago. O, en el extremo pintoresco, una cachondas también lujosa: Silvana Pampanini. No nos encontraríamos por las calles de posguerra con alguna de estas señoras.
Se trataba, pues, de forjar una imagen femenina a la vez atractiva y sencilla, unas muchachas con las que sí podríamos compartir un viaje en tren o esperarlas para un beso furtivo al salir de una panadería. Así la Silvana Mangano de Arroz amargo (Riso amaro, 1949), la Sofía Loren de El oro de Nápoles (L’oro di Napoli, 1954) y, muy especial y pionera, la Gina Lollobrigida de Pan, amor y fantasía (Pane, amore e fantasia, 1953).
Imagen superior: Luigia Lollobrigida, conocida como Gina Lollobrigida, nació en Subiaco, el 4 de julio de 1927, y nos dejó para siempre en Roma, el 16 de enero de 2023.
Aparecieron carnosas y vistosas, sinceras y directas, vestidas con ropas elementales y la bella carita lavada y sin maquillar. O así, al menos, las ofrecía el cine.
Por cierto, estas chicas fueron captadas y cooptadas más tarde por las grandes productoras que las llevaron al peplum del Antiguo Testamento, la caballería medieval, la mitología griega, la Roma imperial y hasta la ópera, naturalmente que con voces dobladas por célebres sopranos. Alguna tuvo la exquisita fortuna de la Mangano, llamada por Visconti para hacer de gran dama de la belle époque veneciana y la alta burguesía del desarrollo. Pero en la historia del cine del siglo XX, para siempre serán las pibas que entraban por los ojos y seducían como quien no quiere la cosa, con cierta ingenuidad popular unida a cierta voluptuosidad igualmente popular que no da cuenta de su atractivo porque no ha sido hecha para lucrarse con él. Ni el último modelo de Milán, ni el último afeite de París, ni el mejor diamante de Londres. Ni siquiera un par de alpargatas. Gina se nos apareció con sus pies desnudos. Y así me permito despedirla, pisando la hierba fresca de alguna lejana primavera.
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