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Casanova, segundo acto

Giacomo Casanova (1725-1798) empezó a escribir sus Memorias a los setenta y dos años, “cuando puedo decir Vixi a pesar de que todavía vivo”. Vixi era la fórmula que empleaban los romanos para anunciar que alguien había muerto. En vez de decir “Ha muerto”, decían: “Ha vivido”.

Cuando alguien escribe una autobiografía a los setenta y dos años, el lector puede preguntarse, con toda razón, si ese anciano que escribe puede entender al joven cuyas aventuras cuenta, ese joven con el que comparte el mismo nombre, pero no los mismos sueños, ni los mismos deseos; ni siquiera, si somos estrictos, el mismo cuerpo, puesto que cada veinte años todas nuestras células se renuevan.

Una manera de evitar este problema es no esperar a ser viejo para contar la juventud. En Japón existe un género literario, que cobró especial relevancia tras la Segunda Guerra Mundial, que se llama “memorias de juventud”. No había por qué esperar a la vejez para escribir las memorias, pues la edad ideal podía ser en torno a los veinte años. La más famosa de estas tempranas memorias, al menos para los lectores occidentales, es Confesiones de una máscara, de Yukio Mishima, quien a los diecinueve años llevó el libro al editor y le anunció que esa era su “primera autobiografía”.

La memoria de los ancianos

Aunque se espere hasta los setenta y dos años para escribir las memorias, es posible que uno haya pasado toda su vida pensando que cuando sea viejo las escribirá, pero tampoco parece ser este el caso de Casanova, ya que él mismo cuenta que la idea de escribir sus memorias nunca se le ocurrió antes de ser anciano:

“Digna o indigna, mi vida es mi materia. Como la he vivido sin pensar jamás que un día pudiese sentir el deseo de escribirla, tal vez tenga un carácter interesante, que no hubiera tenido, indudablemente, si hubiera vivido con la intención de escribirla en los años de mi vejez, y, más aún, de publicarla”.

Esta falta de propósito memorialístico de Casanova durante gran parte de su vida parece justificar la fama de poco fiable que le atribuye la posteridad. Casi todos los lectores han considerado al aventurero veneciano un farsante, una persona demasiado imaginativa o al menos un escritor exagerado y pretencioso. Durante mucho tiempo las Memorias fueron clasificadas como una obra de pura ficción, y se atribuyeron a diversos autores, entre otros a Stendhal, quien, sin embargo, siempre negó la autoría y mostró su admiración hacia la obra y el autor.

Los investigadores actuales no comparten el escepticismo de sus predecesores acerca de la fiabilidad de la memoria de Casanova: en lo que todavía se puede averiguar, el aventurero no miente casi nunca y, además, ofrece detalles de una asombrosa precisión. Así, dice que una mujer llamada “la Charpillon” vivía en Londres en la Dannemarck street Soho. Un tal Bleackley buscó en el siglo XX los registros de impuestos de esa calle durante los años 1763 y 1764 y encontró el nombre “Decharpillon”.

El propio Casanova cuenta que conservó a lo largo de su vida muchas cartas, billetes y anotaciones, que a menudo transcribe textualmente. Tal vez esta meticulosidad se debía a su profesión, a una de sus muchas profesiones, pues parece fuera de toda duda que fue espía y también miembro itinerante de la orden de los francmasones.

Sin embargo, los anteriores son tan solo recuerdos propios de una agenda o de un dietario: cualquiera puede tenerlos si se ha tomado la molestia de llevar un diario, de tomar notas, de guardar muchos recuerdos. Lo verdaderamente difícil no es recordar lo que hizo aquél joven, sino cómo sintió aquel joven. Goethe decía: “No hay que ser como los griegos. Hay que ser griego”. Algo parecido se podría aconsejar a quienes en la vejez pretenden recordar los hechos de su juventud.

Al leer la Historia de mi vida de Casanova, sorprenden muchas cosas, pero la que más llama la atención es constatar que ese viejo de setenta y dos años parece capaz de sentir y de ver el mundo como lo hacía aquel niño, aquél joven o aquél hombre maduro cuyas aventuras recuerda. Leyendo los cientos de páginas de las memorias de Casanova, podemos advertir cómo su carácter, el del personaje, no el del biógrafo, va cambiando capítulo a capítulo.

Las memorias de un melancólico

Casanova dice en el prefacio de sus memorias que a lo largo de su vida ha tenido todos los temperamentos:

“El colérico en mi infancia, el sanguíneo en la juventud; más tarde, el flemático, y, por fin, el melancólico, que probablemente no me abandonará ya”.

Es una manera muy interesante de aplicar la teoría de los humores o caracteres de HipócratesTeofastro y La Bruyère. En vez de considerar que cada persona se ajusta a uno de ellos, lo que sucede es que los atravesamos a lo largo de nuestra vida, de manera semejante a aquellas etapas de la vida de las que hablaba Kierkegaard, la estética, la ética y la religiosa. Al pensar si yo mismo he hecho ese recorrido de los temperamentos casanovianos, quizá diría que he sido colérico, melancólico, sanguíneo y tal vez ahora flemático, así que no sé si en la vejez repetiré alguno o ya me moriré flemático.

Regresemos a Casanova y su afirmación implícita de que la Historia de mi vida fue escrita por un melancólico.  Podríamos esperar entonces unas memorias melancólicas, pero no sucede así. Al menos no sucede así cuando es importante que no sea así. Es cierto que el anciano Casanova comenta a menudo lo que está narrando y que se suceden las observaciones filosóficas o teológicas, opiniones acerca de las ciudades o países que visitó, disquisiciones sobre el carácter de los hombres y las mujeres que conoció, todo ello desde el punto de vista presente del memorialista, del Casanova anciano.

También, de tanto en tanto, se encuentran reflexiones sobre la fugacidad de la vida y el paso del tiempo que, por supuesto, son melancólicas, y que contagian al lector ese sentimiento. Pero lo notable es que esa melancolía desaparece enseguida, al iniciarse cada nueva aventura del veneciano.

El Casanova melancólico sabe contarnos la aventura del Casanova sanguíneo como si por un momento volviera a serlo. Comenta, explica, razona lo que hizo, pero no le roba su voz propia al Casanova que fue.

Por otra parte, al leer estas memorias inagotables, las desgracias que Casanova padece a lo largo de su vida nos inquietan sólo por un instante, porque sabemos que, unas páginas más adelante, nuestro héroe (¿pues qué es Casanova sino un héroe?), se recuperará y nos demostrará que “si existe el placer y sólo se puede gozar de él estando vivo, la vida es dicha”.

La línea descendente

Después de una vida de placer y de aventuras, entre ellas su fuga de la prisión veneciana de los plomos, hecho que asombra a toda Europa, Casanova decide viajar a Inglaterra. Como en tantas ocasiones a lo largo de sus memorias, tampoco ahora nos explica el porqué de su viaje: Casanova es una de esas personas que tienen la buena costumbre de no hablar de su trabajo, probablemente porque su oficio de espía exige la mayor de las discreciones. Quizá se trataba de una misión secreta al servicio de algún país europeo, o tal vez de una embajada de la orden de los francmasones.

Desde que desembarca en Calais, la narración adquiere un tinte peculiar. Al principio, lo atribuimos a la descripción de un lugar que es distinto a todo lo demás:

“Nada en Inglaterra es como en el resto de Europa: la tierra, incluso, tiene un matiz distinto, y el agua del Támesis, un sabor que no posee la de ningún otro río. Todo en Albión tiene un carácter especial: los pescados, los caballos, los hombres y las mujeres…, todo tiene un aspecto que sólo allí se encuentra”

Sin embargo, todavía pasa Casanova dos años en Londres antes de que nos anuncie de manera inesperada:

“Era a finales de septiembre de 1763 cuando conocí a la Charpillon, y fue desde aquel día cuando comencé a morir.”

Una vez hallada la fecha del  inicio de su muerte, añade:

“Si la línea perpendicular de ascensión equivale a la línea de descenso, tal y como ha de ser, hoy, primer día de noviembre de 1797, me parece que puedo contar con unos cuatro años de vida, que pasarán bien rápidos, según el axioma Motus in fine velocitor (El movimiento es más rápido al final)”.

Es decir, puesto que Casanova tenía 38 años en el momento en que conoció a la Charpillon y su vida llegó entonces a su cenit para empezar a descender en una lentísima agonía que duró otros 38 años, moriría a los 76 años. Casanova tenía 72 años cuando hizo esta predicción; no acertó, pues solo le quedaba un año de vida.

El fin del primer acto

“Confieso, ahora, con toda humildad, la metamorfosis que se operó en mí, en Londres, a la edad de treinta y ocho años. Fue la clausura del primer acto de mi vida. La del segundo se efectuó a mi marcha de Venecia, en 1783, y la del tercero tendrá lugar, al parecer, aquí, donde me distraigo escribiendo estas Memorias. Entonces acabará mi comedia en tres actos, y si silban, como muy bien puede suceder, espero no oírlo.”

En esta concepción de la vida como un teatro, que ha sido empleada, entre otros, por Calderón y ShakespeareCasanova ve que el telón que cierra el primer acto cae cuando conoce a la Charpillon en Londres. En el capítulo 11 del noveno libro de sus memorias, anuncia que va a contar cómo se cerró este primer acto y, en consecuencia, cómo comenzó a morir.

Casanova intenta en vano seducir a La Charpillon (Ilustración de Leroux)

Quienes hayan leído Historia de mi vida, se acordarán de la estremecedora historia de la Charpillon, que nos muestra a un Casanova derrotado y desconocido, no porque no haya sido vencido una y otra vez, sino porque es una derrota que él se causa a sí mismo. Daré al lector algunos datos indispensables, pero hay muchos detalles que omitiré, puesto que existen personas infelices que todavía no han leído las memorias de Casanova, y no es recomendable contar mal lo que su autor cuenta tan bien. Un error que cometió Kundera con Ningún mañana de Vivant Denon, cuando alaba la sutileza de Denon, pero revela y hace explícito todo lo que en aquel era ambiguo.

Casanova, dicho en pocas palabras, cae en Londres en las redes de una mujer llamada la Charpillon, que le desprecia y maneja a su antojo. Esta es la primera transformación, pues el aventurero llega a la infamia, a la violencia y a todo aquello que siempre ha detestado, siendo conducido hasta el borde mismo de la locura.

Casanova golpea a un amante de La Charpillon: “Entré y vi, en palabras de Shakespeare, al monstruo de dos espaldas sobre el sofá. La Charpillon y su peluquero.”

Hay que aclarar, siempre para explicar pero no para justificar, el comportamiento de Casanova, que su enemiga es comparable a las temibles Erinias de Grecia, que torturaban a Orestes persiguiéndole, arañando su rostro y defecando en sus alimentos.  Si se quiere obtener una idea aproximada de la relación entre Casanova y la Charpillon, basta con recordar que Pierre Louÿs se inspiró en ella para escribir La mujer y el pelele, que fue adaptada al cine por Buñuel como Ese oscuro objeto del deseo.

Casanova es detenido en Londres tras su intento de agresión a La Charpillon.

Tras agredir a La CharpillonCasanova fue llevado ante el juez en la célebre corte de Bow Street. El juez era el ciego Jack Fielding, medio hermano y sustituto en la corte de Henry Fielding, autor de la célebre novela Las aventuras de Tom Jones, en muchos aspectos semejante a las memorias de Casanova.

El ciego Jack dejó en libertad sin cargos a Casanova tras escuchar a los testigos, pero, como les sucedía a las víctimas de las Erinias, el aventurero veneciano, a pesar de recobrar la libertad, acaba por golpearse a sí mismo: decide quitarse la vida. Casanova, el hombre que ama la vida por encima de todas las cosas, está dispuesto a perderla por su propia mano.

Cuando está a punto de matarse, algo se lo impide, pero, poco después, un nuevo accidente emocional conmueve la calma que empezaba a recuperar:

“La revolución que tuvo lugar en mí me hizo temer funestas consecuencias porque temblaba con todos mis miembros y tenía una fuerte palpitación de corazón que no me habría permitido mantenerme en pie, si hubiera querido.”

Y es entonces cuando se produce la metamorfosis:

“Por fin, como la crisis no pudo darme muerte, me prestó nueva vida. ¡Qué cambio tan prodigioso! Sentí que poco a poco volvía la calma a todos mis sentidos… poco a poco pasé, por decirlo así, por todos los matices que van de la desesperación al éxtasis.”

Éste es, pues, el cambio que cierra el primer acto de la vida de Casanova y que da inicio al segundo. El lector que quiera conocer más detalles, puede encontrarlos en la obra de Casanova. En cualquier caso, tras la crisis, se produce una metamorfosis que salva a Casanova de la locura y le devuelve a su verdadero ser.

¿O tal vez no?

El descubrimiento de Casanova

Casanova nos ha contado el momento y la manera en que se produjo su metamorfosis en Londres, pero seguimos ignorando en qué ha consistido exactamente ese tremendo cambio que cierra el primer acto de su vida. Nos hallamos ante una curiosa situación, pues sabemos que Casanova ya no es el mismo, pero no sabemos en qué consiste la diferencia con el hombre que era antes. La metamorfosis le salvó de la locura, pero ¿en qué le convirtió?

Dos años después de su estancia en Londres, y tras otro de los más dolorosos acontecimientos de su vida, Casanova se dispone a salir hacia España desde París: “gozaba de perfecta salud, y me parecía estar armado de un nuevo sistema”. Es entonces cuando, otra vez de manera inesperada y brusca, vuelve a hacernos una confesión dolorosa:

“Había perdido todos mis recursos; la muerte me había dejado aislado y comenzaba a verme en lo que se ha dado en llamar cierta edad, edad a la que la fortuna vuelve la espalda, por lo común, y a la que las mujeres no prestan excesiva atención”.

Casanova tiene 42 años y ha descubierto, como dirían los romanos, que ha sido joven.

Nosotros, que ya habíamos notado algo raro, que habíamos tenido avisos premonitorios del propio autor, pero sin llegar a sospechar la verdadera trascendencia del mal, no podemos hacer otra cosa que admitir que es cierto lo que él nos certifica con frialdad de experto. Pero la verdad es que sus lectores estamos tan sorprendidos como él.

En su viaje a España, y en sus posteriores aventuras todo parece ir en su contra, aunque es cierto que tampoco faltan buenos momentos. Pero ya no se trata de lo que vive Casanova, sino de cómo lo vive. Ahora, cada vez que Casanovapasa unas horas agradables, o recibe las atenciones de una bella dama (¡y todavía entrarán muchas bellas damas en su vida!), lo primero que sentimos es tal vez gratitud por tratar bien, una vez más, a ese hombre al que amamos tanto. Nos damos cuenta de que estos momentos se van a ir haciendo cada vez más escasos y ya no somos capaces de disfrutar de ellos de la misma forma que antes, porque el propio Casanova nos recuerda una y otra vez el cambio que se ha producido en él: “Comenzaba a desanimarme al ver que las mujeres no me acogían ya como antaño”.

El segundo acto de la vida de Casanova

Quiero presentar una opinión que contradice la del autor de Historia de mi vidaCasanova considera que la línea descendente de su vida se inicia cuando conoce a la Charpillon en Londres, pero yo creo que ese trazo puede descubrirse desde que viaja a Inglaterra, antes incluso de conocer a su terrible enemiga. Es un pequeño matiz, apenas uno o dos años,  que tampoco pretendo ser capaz de demostrar de manera irrebatible, porque no creo en la crítica literaria que despedaza los libros para hacer triunfar sus teorías. La diferencia que establece este pequeño matiz o corrección es, sin embargo, importante.

Casanova parece considerar toda la historia de la Charpillon como la causa de su transformación; a mí me parece que es, más bien, el primer síntoma grave de una enfermedad que se le manifestó por primera vez al cruzar el Canal de la Mancha. No se trata, por cierto, de ninguna enfermedad misteriosa, y es cuestión de tiempo que todos la padezcamos. Ya he hablado de ella antes: es, si no la vejez, sí la pérdida de la juventud.

Recordemos que Casanova nos dice que en Inglaterra se produce una metamorfosis que dio inicio al segundo acto de su vida, pero no nos explica en qué consiste esa transformación. Cuatro años después nos confiesa que ya no es joven. En los cuatro años que van de uno a otro suceso, Casanova nos cuenta sus nuevas aventuras, una de ellas de final trágico, pero en ningún momento vuelve a hablar de su trasformación hasta que llega ese viaje a España y su súbita revelación.

El argumento del silencio

Los arqueólogos y los historiadores a menudo elaboran curiosas teorías basándose en lo que se llama el argumento del silencio: si un elemento u objeto no se encuentra deducen que no ha existido nunca, si un acontecimiento no se menciona es porque no ha ocurrido. Los críticos literarios a veces van incluso más lejos y consideran que si un autor no menciona una cosa es muy probable que le haya sucedido la contraria. Pero, como resulta que el autor tampoco menciona la contraria (porque de ser así, no habría motivo para discutir), la razón fundamental para utilizar el argumento del silencio en favor de la opinión que sostiene el experto es, sencillamente, que él la sostiene.

Si un autor cuenta durante años sus aventuras amorosas y deja de contarlas de repente, se concluye que ha dejado de tener aventuras amorosas, sin considerar siquiera que existen un buen número de explicaciones alternativas. Por ejemplo, que ya no ha tenido amoríos interesantes, o que son muy interesantes pero no le apetece dejar un testimonio escrito de ellos. O simplemente que pospuso la escritura de esos recuerdos para un momento posterior y después no tuvo tiempo o ganas de escribirlos e insertarlos en su lugar. ¡Cómo si un autor pudiese contarlo todo!

Pero los expertos siempre creen saber más que las víctimas de sus estudios, sin advertir que es más lo que ignoran que lo que conocen. A lo largo de nuestra vida, y perdone el lector esta intromisión de mi propia vida de escritor en este escrito dedicado a la de Casanova,todos hemos vivido experiencias conmovedoras que, sin embargo, no conoce nadie. Sólo nosotros sabemos cuáles son y, a no ser que nos decidamos algún día a contárselas a alguien o escribirlas, nunca se sabrán. Lo que es más importante: algunas de las cosas que más nos han conmovido y que posiblemente han determinado en gran parte nuestro carácter, nuestra manera de sentir y nuestras opiniones, ni siquiera las recordamos, las hemos olvidado y ni siquiera sabemos que las hemos olvidado.

Con Casanova nos hallamos ante una situación semejante. Durante cuatro años guarda silencio, sin explicar la diferencia entre el primer y el segundo acto de su vida. Transcurridos esos cuatro años, comienza a definir su vida como la de un hombre que ha perdido la juventud. Todo parece indicar que la transformación, el segundo acto de su vida y la pérdida de la juventud son tres maneras de referirse a una misma cosa. ¿Es así o no es así? ¿Tiene razón Casanova, la tienen la mayoría de sus biógrafos, la tengo yo? ¿Quién sabe? Podríamos seguir discutiendo este asunto durante páginas y páginas, quizá para descubrir que al menos Casanova y yo estamos de acuerdo. Pero sería un esfuerzo no sólo inútil, sino indigno: hay que saber detenerse a tiempo.

Lo que es seguro es que es una lástima que no se cumpliera la predicción de Casanova y que su vida acabara antes de lo previsto porque sus memorias acaban sin siquiera llegar a ese tercer acto de su vida que, según él mismo anticipa, comenzó cuando pudo regresar a Venecia. Acerca de este tristísimo tercer acto, Arthur Schnitzler escribió una excelente novela, Casanova, último acto.

La afrenta del tiempo

“Estaba entrando en la edad en que huye la fortuna, coqueta inconstante, de la que no obstante no debería quejarme, puesto que con tanta frecuencia me ha concedido sus favores, de los que, lo reconozco, siempre he abusado”.

Casanova, en su vejez en el castillo del Dux de Bohemia, ya “retirado del siglo”, como las monjas a las que antes seducía, dice que morirá de aburrimiento, “enfermedad que puede ser resultado inevitable de mi carácter y de mi edad, dos cosas que están en oposición constante, puesto que la una es vieja y el otro se ha conservado joven como mis deseos”.

Se dicen muchas simplezas consoladoras acerca de que la edad está en el corazón, pero lo cierto es que el cuerpo tiene razones que la emoción, sobre todo la emoción ajena, entiende demasiado bien. Porque son los otros quienes primero nos llaman la atención sobre este hecho que, de no ser por ellos, quizá tardaríamos más tiempo en descubrir en los espejos:

“Un comentario que hizo durante nuestra conversación, relativo a que ya no veía en mí aquel aire juvenil que tenía durante mi estancia en Soleure, me hizo adoptar una norma de conducta que tal vez no habría observado de no haber sido por esto. En lugar de dejarme seducir por su belleza, me mantuve en guardia y, lejos de intentar renovar nuestra intriga amorosa, me dije:  ‘Mejor; como ya no he de aspirar al título de amante, seré su amigo y me haré digno de serlo también de su esposo’”.

Hay que empezar a renunciar. Se pretende menos porque se sabe que se podrá obtener menos. Además, no sólo dependemos de los otros, de su mirada, sino que tampoco podemos fiarnos de nosotros mismos:

“Cenamos bien y luego hicimos todas las locuras que ella quiso y yo pude, porque no estaba ya en la edad de hacer prodigios.”

Año tras año y página tras páginas se suceden las renuncias: su caballo cae desde una altura de diez pies y él se golpea la cabeza con una gruesa piedra; sangra mucho y piensa que va a morir, pero todo queda en un susto y en una nueva renuncia: “Esta fue la última vez que monté a caballo”.

Y otra renuncia más, ésta sin duda beneficiosa: “no estaba ya en esa edad en que el valor ciego no encuentra satisfacción más que en la punta de una espada.”

¿Se acabaron, pues, los galanteos constantes y las noches de amor, las peleas y los duelos, el placer de galopar y los excesos?

No. Todo eso seguirá existiendo, excepto montar a caballo y, al parecer, los duelos, pero atenuado, porque Casanova ya no encuentra en la vida el mismo placer que antes. Tras una jornada en el campo con un antiguo amor, escribe: “Aquella excursión a Sorrento fue mi último día de verdadera dicha” .

Todavía le quedan treinta años de vida.

La renuncia

–Vos habéis cambiado mucho también.
–Sí, he envejecido.

El caballero de Seingalt, nombre que Casanova inventó para sí mismo, descubre que se está haciendo viejo. Ya no hace falta que se lo digan sus antiguas amantes:

“Yo tenía unos doscientos cequíes y cuarenta y cinco años: aún amaba al bello sexo, aunque con harto menos ardor; poseía más experiencia y menos valor para las empresas osadas, porque como mi aspecto era más de papá que de adolescente, consideraba que mis derechos no valían gran cosa y tenía pocas pretensiones”.

Algún lector puede pensar que Casanova atribuye demasiada importancia a la edad, al aspecto y al vigor físico. Para un sabio contemplativo, o para un budista que ha conseguido escapar de la prisión del deseo, tales cosas no tienen importancia, pero no es así para quienes todavía son capaces de desear. Cuando se ha disfrutado mucho de la vida, se sabe que existen ciertos placeres a los que es insensato renunciar si no es por obligación. Nuestro cuerpo y nuestro rostro, cuando somos jóvenes, hablan a nuestro favor, a menudo sin razón, y luego, inesperadamente, se vuelven contra nosotros, probablemente también sin razón. Eso es un hecho, y negarlo, una ingenuidad. El problema es cómo llegamos a aceptar este hecho. Cómo empezamos a acumular renuncias una tras otra y cómo nos engañamos a nosotros mismos haciéndonos creer que lo hacemos porque es lo que queremos. Cómo intentamos no darnos cuenta de que, en la lucha contra el tiempo no se puede aplicar el dicho “Querer es poder”.

Casanova tampoco parece acatar los decretos de su cuerpo sin más, sino que intenta convertirlos en prerrogativas de su carácter:

“Aunque Agata era muy hermosa y estaba en la flor de la edad, no volvió a encender en mí el fuego que había ardido por ella. Esto cuadraba a mi carácter, y, además, yo tenía diez años más. Mi frialdad me agradó, porque prefería no sentir deseos de turbar la paz de un matrimonio feliz.”

Ahora el aventurero veneciano se preocupa por la felicidad de los matrimonios y se interesa cada vez más por un rasgo de las mujeres que, para ser justos con él, siempre le ha interesado:

“Cuanto más avanzada era mi edad, más atraído me sentía hacia las mujeres por su ingenio, independientemente de cualquier otra prenda: se había convertido en el vehículo de mis sentidos debilitados. En los hombres de temperamento opuesto al mío, lo contrario es lo que sucede. El hombre sensual, al envejecer, solo busca la materia, mujeres doctas en el servicio de Venus, y ningún discurso filosófico.”

Dejo sin comentar lo del temperamento “sensual”, porque esa noción no coincide enteramente con nuestras ideas actuales acerca del tema. Se remonta a la antiquísima clasificación de los caracteres y los temperamentos, que fue utilizada a lo largo de muchos siglos, a partir del esquema trazado por Teofastro, discípulo de Aristóteles, y, siglos más tarde, por La Bruyère, como ya comenté al inicio de este escrito. Pero no deja de ser curioso que los Inquisidores de Venecia, cuando encerraron a Casanova en Los Plomos, le acusaron, entre otras cosas, de “sensual”, calificativo que él no acepta para sí mismo, como se ve al criticar a esos ancianos sensuales con los que él no se identifica.

De todos modos, no seamos tan simples y espirituales como para no dar al cuerpo la importancia que tiene, tanto para el placer como para el dolor. El caballero de Seingalt es el primero en aceptar lo que le ha caído encima: “Estaba en esa edad en la que el hombre se resigna fácilmente a contemporizar”.

Ya se sabe, por otra parte, que parece obligado adaptarse a los usos sociales y vivir cada edad según las normas correspondientes: primero hay que ser y actuar como niños, después como adolescentes, más tarde como jóvenes; en su momento, como adultos y, por fin, como viejos. En cada edad lo suyo. ¿No dicen los sabios de Grecia que nada hay más ridículo que un anciano que se comporta como un joven? ¿No se castiga con el desprecio a quienes no actúan como se debe actuar a su edad, a quien persigue a las jovencitas o a los jovencitos? Pero lo cierto es que Casanova, que está más allá de los prejuicios al uso y las convenciones, sólo finge ceder a las buenas costumbres. Durante esos años de los que tanto se lamenta, ni la edad, ni los lazos familiares, ni las diferencias sociales consiguen frenar sus instintos. Al menos no siempre.

El recuerdo del recuerdo

“Era en esta ciudad donde yo había comenzado a gozar grandemente de la vida, y cuando pensaba que de esto hacía treinta años, me sentía confundido; porque en la vida de un hombre, treinta años son un período inmenso, y, sin embargo, me sentía joven aún, a pesar de que tenía los cincuenta a la puerta.”

Si es una simpleza no dar importancia al cuerpo, también puede serlo pensar que el único problema del paso de los años sea la apariencia y el vigor físico. Sucede algo más. De eso nos habla Casanova tras terminar una aventura amorosa en Londres (que es anterior a la de la Charpillon). Al comparar un antiguo amor, Henriette, con el que tiene en Londres con la portuguesa Paulina, dice:

“Las he olvidado porque todo se olvida; pero, cuando las recuerdo, me parece más profunda la impresión que me dejó Henriette; y es sin duda, porque a la sazón yo contaba sólo veintidós años, mientras que en Londres tenía treinta y siete. Cuanto más envejezco, más aprecio que la edad embota las facultades sensoriales, y más lamento no haber podido encontrar el secreto de conservar la juventud, esa época dichosa de dulces ilusiones. ¡Vanas lamentaciones!”

Cualquier persona que llega a una cierta edad y es capaz de observarse a sí misma y recordar cómo fue, se da cuenta de que se ha operado un triste cambio en su sensibilidad, la cual, efectivamente, se ha embotado. El primer síntoma de esta enfermedad, que seguramente no tiene cura, pero sí alivio a través de la intelectualización o de la idiotez, es descubrir que los sucesos de los últimos años no han tenido las mismas consecuencias emocionales que, en un mismo plazo, tuvieron otros sucesos muy anteriores. Darse cuenta de que, como decía Gil de Biedma: “De todo hace ya veinte años”. No se trata simplemente de una cuestión de edad o de experiencia, porque, ya lo ha dicho Casanova, el problema es fundamentalmente de sensibilidad:

“A veces los goces del amor me parecían menos vivos, menos seductores de lo que me los figuraba antes de obtenerlos”.

El momento del goce pierde intensidad con los años, así que no es extraño que también pierda intensidad el recuerdo de los goces más recientes. Quizá eso explique el tópico que afirma que cuando nos hacemos viejos vuelven a nuestra memoria recuerdos perdidos de nuestra infancia y juventud. De aquellos momentos en los que el goce era intenso, tal vez simplemente porque era nuevo. Robert Louis Stevenson, en un ensayo de juventud, Al Sur, compara a un enfermo con un hombre que envejece:

“Realmente no es tanto la muerte que se acerca como la vida que se va y se marchita a su alrededor. Ha sobrevivido a su propia utilidad y casi hasta a su propia facultad de goce; y si no ha de haber mejoría, si nunca más ha de volver a ser joven y fuerte y apasionado; si el presente ha de ser ya siempre para él como una cosa leída en un libro o recordada de un pasado remoto… suplicará a Medea: cuando llegue, que le rejuvenezca o le mate.”

El anciano Casanova

“!Qué diferencia al comparar mi existencia física y moral de esta primera edad con la de aquel momento. Apenas podía creer que fuera el mismo hombre. Tan feliz me sentía entonces como desgraciado ahora. La hermosa perspectiva de un futuro afortunado no brillaba ya ante mis ojos, y mi imaginación no me pintaba ya el porvenir con los más resplandecientes colores. Reconocía, a mi pesar, que había perdido el tiempo y dilapidado en vano mi vida. Los veinte años que podía tener aún  por delante y con los que creía poder contar no me ofrecían sino un horizonte brumoso, en el que mi esperanza no descubría ningún lugar de refrigerio. Todo me parecía triste.”

Ha llegado el momento de regresar al punto de partida. De nuevo nos encontramos con ese anciano al que conocimos al inicio de este ensayo. Ese anciano está escribiendo sus memorias. Ha recordado su niñez, su adolescencia y su juventud. Los trazos de tinta sobre el papel le han traído a sus antiguos amigos y a todas sus amantes, haciendo resurgir de la nada las ciudades y los lugares que ese otro Casanova ha recorrido, en los que ha sufrido, amado y gozado, y que ya no podrá visitar de nuevo. Ha sido joven, ha disfrutado de la vida. Ahora es viejo y vive rodeado del desprecio o de la indiferencia. No quiero ocultar todo lo que de angustioso tiene esta situación, pero al menos Casanova no se lamenta por lo que pudo haber hecho y no hizo, como tantos hombres y mujeres a los que les sorprende al mismo tiempo la vejez y el remordimiento por lo que no hicieron.

Al comienzo de sus memorias, Casanova recuerda este antiguo precepto: “Si no has realizado cosas dignas de escribir, escribe, por lo menos, cosas dignas de leerse”. El caballero de Seingalt, para su fortuna y la del lector, escribe cosas dignas de leerse que tratan de cosas dignas de ser escritas. En ese inhóspito castillo en el que transcurren sus últimos años, Casanova tiene un único consuelo, pero es un gran consuelo:

“Al acordarme de los placeres que he experimentado, los revivo y gozo con ellos por segunda vez, y me río de las penas que he sufrido y que ya no siento. Miembro del Universo, hablo al aire y me figuro que rindo cuentas de mi gestión, igual que un mayordomo a su amo antes de marcharse.”

Escribir sus Memorias es lo único que salva a Casanova de ese tedio cruel que no figura entre las penas del infierno “solo por olvido”. Porque ese anciano aventurero veneciano puede decir, como Kavafis:

Recuerda cuerpo, no sólo cuánto fuiste amado,
no solamente en qué lechos estuviste,
sino también aquellos deseos de ti
que en los ojos brillaron
y temblaron en las voces -y que hicieron
vanos los obstáculos del destino.
Ahora que todos ellos son cosa del pasado
casi parece como si hubieras satisfecho
aquellos deseos -cómo ardían,
en los ojos que te contemplaban;
cómo temblaron por ti, en las voces, recuerda, cuerpo.

Imagen superior: Vitttorio Gassman en «Il Cavaliere Misterioso» (1948), de Riccardo Freda.

Copyright del artículo © Daniel Tubau. Reservados todos los derechos.

Daniel Tubau

Daniel Tubau inició su carrera como escritor con el cuento de terror «Los últimos de Yiddi». Le siguieron otros cuentos de terror y libro-juegos hipertextuales, como 'La espada mágica', antes de convertirse en guionista y director, trabajando en decenas de programas y series. Tras estudiar Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, regresó a la literatura y el ensayo con libros como 'Elogio de la infidelidad' o la antología imaginaria de ciencia ficción 'Recuerdos de la era analógica'. También es autor de 'La verdadera historia de las sociedades secretas', el ensayo acerca de la identidad 'Nada es lo que es', y 'No tan elemental: como ser Sherlock Holmes'.
Sus últimos libros son 'El arte del engaño', sobre la estrategia china; 'Maldita Helena', dedicado a la mujer que lanzo mil barcos contra Troya; 'Cómo triunfar en cualquier discusión', un diccionario para polemistas selectos. Además, ha publicado cuatro libros acerca de narrativa audiovisual y creatividad: 'Las paradojas del guionista', 'El guión del siglo 21', 'El espectador es el protagonista' y 'La musa en el laboratorio'.
Su último libro es 'Sabios ignorantes y felices, lo que los antiguos escépticos nos enseñan', dedicado a una de las tendencias filosóficas más influyentes a lo largo de la historia, pero casi siempre ignorada o silenciada. A este libro ha dedicado una página que se ha convertido en referencia indispensable acerca del escepticismo: 'Sabios ignorantes y felices'.
En la actualidad sigue escribiendo libros y guiones, además de dar cursos de guión, literatura y creatividad en España y América.