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El ‘Cantar de Roldán’: épica, traición y honor en la batalla de Roncesvalles

El ‘Cantar de Roldán’ es uno de los más importantes cantares de gesta. En sus versos se entrelazan lealtades, traiciones y heroísmo

El Cantar de Roldán (la Chanson de Roland) es otro de esos primigenios cantares de gesta, como el Beowulf, como el Poema de Mío Cid, como el Cantar de los nibelungos, escrito en los siglos de hierro del medievo europeo.

Imagen superior: la Batalla del Paso de Roncesvalles tuvo lugar en el año 778, durante el reino de Carlomagno. «La más antigua conservada y al propio tiempo la más bella de las epopeyas francesas -escribe Martín de Riquer- es el Cantar de Roldán, que conocemos a partir de un texto de finales del siglo XI (1090?). Los acontecimientos narrados en este cantar constituyen la novelización de un hecho histórico acaecido a finales del siglo VIII en el desfiladero de Roncesvalles, donde la retaguardia de Carlomagno fue deshecha por los vascos o gascones, acción en la que se creía que murió un caballero llamado Routlandus. Ello fue un auténtico descalabro para Carlomagno y la memoria de este hecho, disimulado por los cronistas oficiales contemporáneos, se mantuvo en la tradición con notable persistencia. Esta tradición hizo que los enemigos de los francos fueran los sarracenos, que el desastre militar se debiera a la traición de un caballero cristiano y que finalmente se vengara la derrota con una espectacular victoria contra el emir supremo de todos los sarracenos del mundo y se hiciera justicia a la felonía».

Una historia de traición y lealtad

En el Cantar hay un emperador bravo pero cansado, Carlomagno, el de la barba florida, que se retira de la España musulmana después de doblegarla —incluso había llegado, según la canción, a conquistar Córdoba—, dejando atrás solo la inexpugnada Zaragoza, engañado por la falsa pleitesía de su rey, el moro Marsilio.

Hay un cortesano traidor, el conde Ganelón, que profesa un odio colérico a Roldán, el mejor vasallo del emperador y sobrino suyo. Hay la virtud de la amistad, la que se profesan como hermanos Roldán y Oliveros —nadie como este para aconsejar con más lealtad—. Hay el honor y la valentía y el amor a la patria y el denuedo, las virtudes que caracterizan a los Doce Pares de Francia, los mejores caballeros de la nación, que son liderados por aquellos dos amigos.

Imagen superior: Se calcula que el ‘Cantar de Roldán’ fue escrito en el periodo entre los años 1040 y 1115.

La traición de Ganelón

Hay una felonía, la tramada por el conde Ganelón, que, taciturno, con la barba hundida en el pecho y la mirada sombría, primero se alía con el rey Marsilio, induciendo a Carlomagno a creer en una falsa paz que le permite el retorno a Francia, fatigado de tantas batallas y de haber humillado en el polvo a tantos reyes. Y después aconseja al propio emperador que, no obstante, no sea tan confiado, que no deje una retaguardia que cubra la marcha de sus ejércitos, para cuyo mando recomienda a Roldán.

El heroísmo de Roldán

Hay la arrogancia de este, caballero virtuoso pero guerrero de imprudente arrobo, que siente el impulso de aceptar ese puesto bastándose con los pares de Francia y unos miles de caballeros para que generosamente los restantes puedan retornar cuanto antes a su patria.

Hay el esperable combate contra los ejércitos musulmanes, que anegan valles, llanuras y colinas, se apresuran a la emboscada cuando el grueso del ejército franco ya ha dejado atrás a su retaguardia.

El olifante y la batalla final

Hay la insistente súplica de Oliveros a Roldán para que toque su cuerno de modo que, oyéndolo Carlomagno, pueda regresar en su auxilio.

Hay el orgullo temerario de Roldán, que le hace negarse a soplar el olifante y pedir socorro, para que en ningún rincón de la hermosa Francia se pierda la más pequeña parte de su fama.

Hay los enardecedores momentos de valentía, como cuando Oliveros, a la vista de las inacabables tropas musulmanas que se acercan como una marea incontenible, exclama: «Nos espera una batalla que será famosa, la mejor de cuantas hemos librado hasta ahora», o como cuando el arzobispo Turpín de Reims, otro de los mejores caballeros de Francia, insta a los francos a combatir como buenos, y les anuncia: «Hoy es el día en que vamos a recibir gran honor y en que conquistaremos una corona de flores. Las puertas del Paraíso son gloriosas, por ellas no entrará el alma de ningún cobarde».

El final de Roldán y la desesperación de los francos

Hay las armas mágicas de que siempre están provistos los héroes: Roldán cabalga sobre el corcel llamado Briador y empuña la espada, afilada y tajante, llamada Durandarte, la de Oliveros se llama Altaclara, la del arzobispo Turpín se nombra Almaza.

Hay los aclamados duelos entre campeones: Roldán abate al sobrino del rey Marsilio, Oliveros acaba con el hermano del mismo rey, el arzobispo Turpín ultima al rey Corsablín de Berbería, cada uno de los pares de Francia hiende la armadura del respectivo capitán moro que se le enfrenta.

Hay las continuas embestidas de los cientos de miles de guerreros musulmanes, que poco a poco van consiguiendo diezmar a los francos. Hay la desesperación en Roldán, en Oliveros, en el arzobispo Turpín, por las muertes de sus compañeros.

La muerte de Roldán y el regreso de Carlomagno

Hay la aceptación del final inevitable, la serena y desgarrada despedida entre los amigos Roldán y Oliveros, el momento en que les será preciso separarse para siempre, el ruego que ambos se dirigen para permanecer uno al lado del otro tanto como sea posible, la súplica a Dios para que les permita morir juntos.

Hay por fin el gesto del agonizante Roldán, último guerrero franco en caer, que se aviene, hasta que por su boca brota la sangre y las venas de sus sienes congestionadas, hinchadas como cordeles, estallan, a tocar el olifante, el cuerno mágico cuyas notas estruendosas y agónicas atraviesan en alas del viento las quebradas, los montes y los valles, llevando consigo el ruego a Carlomagno para que regrese y al menos entierre los cuerpos de los caídos, los libre de ser pasto de las fieras y no permita que el viento esparza el polvo de sus huesos.

Carlomagno y el lamento final

Hay el intento exasperado de Roldán, antes de morir, por quebrar su espada Durandarte contra una roca, para que nadie se apodere de ella. Hay la visión que en Roncesvalles aguardaba a Carlomagno al retornar con sus tropas: miríadas de cadáveres de francos y de moros ocultando todo sendero, todo palmo de roca, toda mata de hierba, y solo los pendones que a veces agitaba el viento como signo de vida.

Hay las lágrimas de Carlomagno, el entierro con gran ceremonia de todos los valientes, excepto de Roldán, Oliveros y el arzobispo Turpín, cuyos cuerpos fueron llevados a Francia.

Hay la muerte, por pena de amor, de la bella Alda, hermana de Oliveros y prometida de Roldán, cuando se entera de las dolorosas nuevas.

Hay el lamento final de un emperador entristecido: «Ay, qué vida tan trabajosa la mía».

El Cantar de Roldán y la historia de la batalla de las Navas de Tolosa

No supe entonces narrarte el Cantar de Roldán con el debido detalle, pero lo recupero para apuntártelo mejor ahora. Después, en la misma Roncesvalles, en la capilla de la Colegiata de Santa María, también circundaste admirado el descomunal sepulcro del rey navarro Sancho el Fuerte —«¡Qué gigante, papá!», exclamaste admirado; no en vano, medía más de dos metros—, y al ver el almohadón rojo con las cadenas arrebatadas en las Navas de Tolosa que ahora componen la bandera de Navarra, tuve ocasión de narrarte también ese otro combate.

Fue, te conté, una batalla crucial, en la que los reyes de Castilla, Aragón y Navarra consiguieron frenar a los almohades, cuyo caudillo, que los cristianos llamaban Miramamolín —abreviando el título que el musulmán se daba a sí mismo: Amir ul-Muslimin o Príncipe de los Creyentes—, había jurado sobre el Corán que llegaría hasta Roma, concedería a sus caballos abrevar en el río Tíber y dormiría con la mitra del sumo pontífice cristiano como almohada.

El papa otorgó entonces, a quienes combatieran como cruzados contra semejante infiel, la absolución de los pecados, lanzó anatema de excomunión contra cualquiera que pactara con los mahometanos e imploró a los reyes de las Españas —al de Castilla, al de León, al de Portugal, al de Aragón, al de Navarra— que postergaran sus discordias por amor de Dios y se unieran frente a aquel. Solo lo hicieron los de Castilla, Aragón y Navarra, y este aun a regañadientes, para que no fuera solo Castilla quien se llevara la gloria.

Conclusión de la batalla

La jornada no se desarrollaba favorable, como que en cierto momento el rey Alfonso, viendo el discurrir de la batalla desde la colina donde se hallaba situado, se dirigió al arzobispo don Rodrigo Ximénez de Rada, y le instó: «Muramos hoy aquí, vos y yo, señor arzobispo». Y se lanzaron ambos al galope pendiente abajo.

A la postre, sin embargo, fue el rey navarro, Sancho el Fuerte, quien primero llegó y rompió el cerco de la tienda donde se atrincheraba el Miramamolín, a quien rodeaban y protegían hileras sucesivas de guerreros que se habían hecho enterrar hasta las rodillas para vencer la tentación de huir, y habían entrelazado sus cinturas unos con otros con cadenas para tejer una empalizada humana.

Sancho de Navarra cercenó esas cadenas a golpes de hacha y alzó su caballo entre montículos de cadáveres, y por esa acción incorporó el símbolo de los eslabones al escudo de armas de Navarra.

Copyright del artículo © J. Miguel Espinosa Infante. Este artículo es un fragmento del libro Mapa del tesoro I (Fragmentos para mi hijo). Publicado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

J. Miguel Espinosa Infante

Escritor. Como oficial de notaría y licenciado en Derecho, es autor de varias publicaciones jurídicas. En los libros que integran la serie 'Mapa del tesoro', quiere visitar para su hijo la historia y la política, el arte y la música, la ciencia y la religión, y redescubrirle a don Quijote y a Shakespeare.

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