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Bosques, salud y sostenibilidad

Más allá de su interés científico o de sus cualidades estéticas, el bosque es un ecosistema con una influencia decisiva en nuestras vidas. Y no me refiero ahora a su efecto sobre las precipitaciones o en el ciclo global de carbono, sino a su enorme impacto en nuestra salud y en el futuro de nuestra especie.

Pensaba en todo ello al conocer un proyecto de la Universidad de Harvard (The Natural Environments Initiative), diseñado con la idea de vincular nuestra calidad de vida y el cuidado de los espacios verdes.

En otoño de 2013, veinte expertos internacionales en medicina, urbanismo, arquitectura, salud pública, psicología e ingeniería forestal se reunieron en Boston, invitados por la Facultad de Salud Pública de la citada universidad. ¿Su objetivo? Nada menos que evaluar la influencia de la naturaleza en nuestro bienestar físico y mental.

Con un criterio transdisciplinar, el grupo llegó a conclusiones muy reveladoras. Aunque aún se abre un campo inmenso para la investigación, queda claro que el contacto con los bosques y los ríos sin contaminar influye en nuestra salud. Frente a los efectos adversos de la vida en grandes ciudades, empeorados por el cambio climático y la globalización de las enfermedades, el buen uso de los ecosistemas naturales puede ser una herramienta de suma utilidad para las autoridades de la salud pública.

El doctor Qing Li, profesor de un centro universitario sumamente prestigioso en Tokio, la Nippon Medical School, lleva años investigando el modo en que influye un entorno forestal en la salud. Ese trato con el bosque, propiciado por las instituciones médicas japonesas, fue objeto de una serie de investigaciones científicas promovidas entre 2004 y 2006 por el Ministerio de Agricultura, Silvicultura y Pesca.

Li fue uno de los encargados de ese escrutinio, y su trabajo confirmó que se producen efectos físicos, químicos y psicológicos cuando caminamos por un espacio boscoso. Y todos ellos son, evidentemente, benéficos para nuestra salud.

Con gran entusiasmo, Qing Li resalta el efecto protector que un contacto regular con la naturaleza tiene sobre las dolencias relacionadas con nuestro estilo de vida: las enfermedades cardiovasculares, la diabetes, la depresión, la hipertensión y algunos tipos de cáncer.

Los científicos convocados en Harvard siguieron una línea similar a la de Li, pero sus conclusiones fueron más allá de la medicina preventiva.

De su trabajo deducimos que el acercamiento habitual a los espacios naturales incide en nuestro sistema inmunitario y mejora nuestro sistema cognitivo. Asimismo, tiene efectos en nuestro bienestar psicológico y social. Por consiguiente, preservar el bosque no es tan solo una iniciativa ecológica o patrimonial, sino una prioridad en el campo de la salud.

En el fondo, no es algo nuevo. En 1854, el médico alemán Hermann Brehmer (1826 –1889) fundó en Görbersdorf un sanatorio pionero en el tratamiento de la tuberculosis. Las bondades del aire puro, la adecuada alimentación y la vecindad con la naturaleza ‒en particular, con los bosques de coníferas‒ formaban parte esencial de un tratamiento que luego se aplicó en muchos rincones del mundo, antes de que se obtuviera un primer fármaco eficaz, en torno a 1944. Hoy sabemos que ese tratamiento sanatorial jamás podría competir con las virtudes de los modernos medicamentos, pero sin duda tenía un efecto importante en la calidad de vida de los enfermos.

Por suerte, hoy los avances científicos nos permiten combinar la medicina institucional con ese efecto preventivo y terapéutico que provee nuestra relación directa con la vida salvaje.

El equipo de Harvard al que vengo refiriéndome analizó numerosas variantes de esta materia, estudiando las virtudes de la naturaleza en el campo de la salud mental, en la consolidación de una economía sostenible, en la armonización del desarrollo urbano armónico y en la mejora de la vida social.

En opinión de estos investigadores, las ciudades modernas, desprovistas de ese elemento natural, son el caldo de cultivo para los desórdenes mentales, la obesidad, la diabetes de tipo 2, las enfermedades cardiovasculares, la ansiedad y el estrés.

Si a ello se añaden ingredientes patógenos como la contaminación, el diagnóstico empeora aún más.

Según el criterio puesto en común en Boston, un acercamiento de la ciudadanía a los espacios verdes ‒bosques, jardines, huertos, parques forestales, ríos‒ mitiga la repercusión de esas enfermedades y contribuye a nuestro bienestar, con el consiguiente efecto socioeconómico de todo ello.

Sin duda, nuestras autoridades públicas deben tomar nota de estas conclusiones. Lo dicta la ciencia y lo confirma el sentido común: la honda pasión por la naturaleza es un factor decisivo para la calidad de vida de nuestra especie. Ignorarlo sólo puede ser fruto de la arrogancia o del desconocimiento. Por suerte, ambos males tienen remedio.

Copyright del artículo © Mario Vega. Reservados todos los derechos.

Mario Vega

Tras licenciarse en Bellas Artes por la Universidad Complutense de Madrid, Mario Vega emprendió una búsqueda expresiva que le ha consolidado como un activo creador multidisciplinar. Esa variedad de inquietudes se plasma en esculturas, fotografías, grabados, documentales, videoarte e instalaciones multimedia. Como educador, cuenta con una experiencia de más de veinte años en diferentes proyectos institucionales, empresariales, de asociacionismo y voluntariado, relacionados con el estudio científico y la conservación de la biodiversidad.

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