Bertolt Brecht fue modelo y, a veces, ídolo del teatro vanguardista y revolucionario de los años cincuenta. Sus acciones habían caído junto con la caída de aquellas certezas; la vanguardia ha sido sustituida por el anacronismo y los revolucionarios se instruyen en marketing.
Vale la pena revisar a Brecht sin las cargas del didactismo comunista y advertir cómo sus doctrinas resultan incompatibles con un teatro al servicio de la ideología. Brecht pensaba que la conclusión de la obra dramática está siempre más allá de ésta, que no es un artefacto cerrado, sino un discurso abierto.
La obra, entonces, no debe contener sus propias conclusiones, no ha de ser nada concluso. Quien da término a la obra es la historia, que es un proceso incesante de conocimiento y alteración del mundo.
Es decir: algo que tampoco llega a conclusiones concluyentes, valga la redundancia. La ceguera del personaje, opina Brecht (repitiendo algo que debió decir, más o menos, Racine, sin abundar en ejemplos) es la condición para que el espectador vea lo que el personaje no ve. Pero como el personaje no ve eso que está ahí, lo mas probable es que deba inventarlo el propio espectador.
Personalmente, me ha ocurrido asistir a varias funciones de Madre Coraje a lo largo de treinta años. La primera vez que vi la obra la percibí como un alegato antibélico, tal vez porque la puesta enfatizaba este “mensaje”. Hoy recuerdo ese tipo de espectáculos como ingenuos y pretenciosos.
En efecto ¿quién necesita pegarse una paliza brechtiana de tres horas para entender que las guerras son malas? La última corajuda madre que recuerdo no resultaba ya una victima de la guerra, una pobre señora que se ganaba duramente su vida de viudez y cuyos hijos eran ultimados por la violencia, sino, al contrario, una buhonera sórdida que hacia negocios con la guerra a costa de la vida de sus hijos.
En la circularidad de su recorrido por los campos de batalla, Madre Coraje era la alegoría de la vida que nos da la muerte, de la madre que da a luz para empujar a sus hijos a la tiniebla definitiva. Un freudiano podría ver en este recorrido repetitivo la ausencia de un padre que efectúe el corte, la intervención axial (o fálica, como gustéis) que convierta el circulo en línea recta.
El padre sería la paz del derecho, mientras la madre es la guerra, insistente y caótica, disolvente y mortífera. Brecht se me apareció como un mitólogo, un poeta de las fuerzas elementales de la vida que se perpetua como guerra, valga la paradoja. Todo lo contrario del antibelicismo.
En efecto, lo mejor de Brecht ha de ser su objetividad épica, que se convierte en una suerte de experiencia objetiva de la ética. Por algo las epopeyas son los poemas primitivos de la instrucción humana.
Eso que Brecht llama extrañamiento es una forma de reconocimiento de aquello que normalmente nos negamos a ver y que el arte pone de manifiesto: lo siniestro. En este sentido, la conversión de Brecht en artista de la ortodoxia comunista fue una manera gloriosa de censurarlo.
Por otra parte, su tardía iniciación en el marxismo provino de intelectuales heterodoxos, excluidos del PC alemán en los años veinte: Fritz Stemberg y Karl Korsch. El episodio Brecht me recuerda una historieta de censuras recordada, a su vez, en algún libro de Franco Fortini: en una película tomada durante unas sesiones de la Tercera Internacional, aparece Lenin felicitado, tras un discurso, por Karl Radek, que termina avanzando sus manos hacia el primer plano.
La censura estalinista borró la figura de Radek pero dejó sus manos, que convierten la escena en un pantallazo de Méliès o de Cocteau: la entrevista de Lenin con un fantasma que sólo ha dejado en la historia un par de manos sin cuerpo.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo fue publicado originalmente en la revista Vuelta, y aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.