Como la mayoría de géneros cinematográficos en Hollywood, la ciencia ficción experimentó los cambios e incertidumbres derivados del terremoto que sufrió la industria entre finales de los sesenta y mediados de los setenta.
Tras la avalancha de alienígenas grotescos y mutantes nucleares presentados en las películas de la década de los cincuenta, la ciencia ficción de los sesenta trató de alejarse de las cintas de bajo presupuesto y comenzó a concentrarse en los aspectos más políticos de la proliferación nuclear y el avance tecnológico. Así, surgieron dos corrientes: una continuó recurriendo como fondo de sus historias a la amenaza potencial y las consecuencias de una guerra atómica; fue el caso de, por ejemplo, La hora final (1959) o Punto límite (1964). Otra, menos representada, hizo uso de la sátira bufa, caso de ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (1964) o esta Barbarella que ahora comentamos, en la que su director, Roger Vadim introdujo el concepto de erotismo light en la ciencia ficción, a través de las atractivas formas de quien entonces era su esposa, una jovencísima Jane Fonda.
La astronauta Barbarella (Fonda) es enviada en misión al sistema estelar de Tau Ceti para encontrar el científico extraviado Durand Durand (Milo O’Shea), inventor del mortal rayo positrónico –y, sí, el famoso grupo de los ochenta tomó su nombre de ese personaje–. Entre los extraños habitantes del Planeta 16, Barbarella descubre los placeres del sexo natural, eliminado en la Tierra por considerarlo poco eficiente. Ayudada por el ángel ciego Pygar (John Phillip Law), entra en la ciudad de Sogo, bajo la cual un lago de maldad viviente, el Mathmos, se alimenta de las depravaciones de sus habitantes, en especial la perversa Reina Negra (Anita Pallenberg).
Barbarella es una adaptación del cómic homónimo creado por Jean-Claude Forest para la revista V y publicado luego como una serie de cuatro álbumes entre 1962 y 1981 (la película adapta el primero de ellos). El film fue dirigido por Roger Vadim, quien había logrado cierto renombre internacional al contraer matrimonio sucesivamente con Brigitte Bardot y Jane Fonda (entre ellas se casó y divorció de Annette Stroyberg), pero también gracias a películas ligeramente provocativas y completamente anticuadas como Y Dios creó a la mujer (1956). Puede parecer increíble o patético, pero Barbarella resultó ser el mejor film de Vadim.
Aunque parezca mentira, nada menos que siete personas intervinieron en el guión definitivo de Barbarella (incluyendo al prestigioso Terry Southern). El resultado es una extraña mezcla de ideas y ocurrencias: una comunidad de niños salvajes que utilizan muñecas diabólicas para torturar a sus víctimas, un ángel ciego andrógino, coitos en las más diversas posiciones y técnicas, artefactos inverosímiles como los rayos de la muerte o la máquina del placer… porque, de hecho, la búsqueda de Barbarella tiene más que ver con el orgasmo definitivo que con el científico secuestrado.
En Barbarella, Vadim consiguió exhibir a su esposa mediante un difícil equilibrio entre el erotismo suave, el exceso chillón y el distanciamiento expresivo. Esa papilla comienza desde el striptease del primer minuto, con Jane Fonda despojándose de su traje espacial en gravedad cero mientras los títulos de crédito ocultan convenientemente sus partes más pudendas y una hortera canción adorna el ejercicio rimando Barbarella y Psychedela.
Inofensivos gags eróticos van punteando la historia. Hay una escena en la que la protagonista es torturada en un órgano que insufla placer sexual –y que Barbarella consigue sobrecargar–. En otra, un grupo de mujeres están tumbadas alrededor de un gran narguile a través del cual inhalan «esencia de hombre». Otro pasaje particularmente inspirado por lo estúpido que resulta es aquel en el que Jane Fonda y David Hemmings «hacen el amor» tomando pastillas y juntando sus manos… Todo es tan deslavazado, tan caprichosamente camp, que podría compararse a engullir un gran algodón de azúcar: dulce, empalagoso… pero vacío. Es el tipo de película que siempre conseguirá encandilar a un sector del público y permanecer en la categoría de «film de culto».
Los decorados están diseñados con una indigesta exuberancia barroca: el interior de la nave de Barbarella está tapizado con alfombras rosas (paredes incluidas); hay un pasaje que transcurre en un bello laberinto de cristal y el dormitorio de la Reina tiene unas lentes gigantes sobre las que se proyectan imágenes psicodélicas y en el que destaca una gran cama dorada con forma de mujer.
Jane Fonda parece cambiar de traje cada diez minutos: botas altas, sujetadores de plástico, medias de rejilla, colas de gato, tops que dejan al descubierto el ombligo, sombreros con forma de labios … el modisto Paco Rabanne se sintió inspirado por el cuerpo de la actriz y diseñó sus atuendos de tal forma que mostraba y delineaba su figura sin llegar nunca a exhibirlo de forma chabacana.
Aunque su esposo consiguió extraer de ella su lado más sensual sin caer en la banalidad y convertirla en todo un sex-symbol, Jane Fonda preferiría olvidar Barbarella, antítesis de su combativa carrera posterior como luchadora feminista. Y, sin embargo, su presencia es de lo poco que sostiene la película, encarnando una graciosa e inocente heroína que ofrece dobles lecturas psicoanalíticas en cada escena que protagoniza.
Barbarella es una fantasía psicodélica que, como fiel hija de los gustos y filosofías de la época en la que nació, no ha envejecido bien. Su visión de un futuro decadente pletórico de amor libre y desenfadadas aventuras es producto del optimismo que la juventud sentía en aquellos años sesenta. En ningún caso debería tomarse en serio lo que no es sino un cuento de hadas para adultos tejido a base de clichés propios de la space opera, el reverso bizarro y surrealista de las varoniles aventuras de Flash Gordon.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.