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«Asesinato en el Orient Express» (2017): Lluvia de estrellas

Cada tanto, el cine insiste en lo que los franceses llaman un filme à vedettes, es decir una película donde todos los papeles están desempeñados por primeras figuras. Recuerdo, al azar, lo hecho en Francia misma (Sacha GuitryLas perlas de la Corona), Estados Unidos (Julien DuvivierSeis destinos) y Argentina (Luis SaslavskyCenizas al viento  y Daniel TinayreLa cigarra no es un bicho). Me volvieron a la memoria al ver Asesinato en el Orient Express de Kenneth Branagh. Con su habitual narcisismo y su habitual talento, él inventa, dirige, actúa, dialoga y monologa a cámara abierta y en off. Lo sabe hacer, vaya que sí.

No haré crítica de cine. Discurriré, si lo consigo, sobre un par de temas correlativos a la película. Uno es que se trata de una trama policiaca debida a Agatha Christie. Un tejido geométrico, con un centro en el crimen y un derivado equívoco (las pistas falsas) y un derivado inequívoco  (la pista verdadera, el hallazgo del criminal y su puesta ante la ley, si es que llega vivo). En el caso, todo está bajo control porque desde el principio tenemos en escena al detective Hercule Poirot, garantía de que la verdad acabará triunfando y él seguirá en este mundo para reaparecer en una serie de incontables tramas similares. En cuanto Branagh se muestra como Poirot, con los debidos mostachos y la debida mosca de pelo bajo la boca, empezamos a divertirnos desde la seguridad, aunque no creamos en la veracidad de sus pilosidades, visiblemente postizas.

El otro tema es una ironía de doña Agatha. Poirot dará con la verdad pero después de recorrer unas pistas falsas urdidas por los responsables del homicidio, que son un colectivo de justicieros en vez de ser un asesino solitario. La solución queda en el aire y el lector podrá hallarla cuando quiera. En rigor, no es lo importante. Sí lo es la habilidad de doña Agatha para acentuar lo ficticio de su ficción. Todo ocurre para que la historia ocurra y, según cuadra, se resuelva. Es lo que hace, a veces, con su personaje de Ariadne Oliver, una escritora de historias criminales que reúne a sus amigos en una casona convenientemente aislada por bosques y jardines, y les hace creer que ha habido un crimen y que entre todos habrán de elucidarlo. Desde luego, el ardid se revela al final pero, mientras tanto, el libro ha quedado escrito.

Una digresión y luego sigo. Borges, buen lector de cuentos y mal lector de novelas, sostiene que la novela policiaca es el ejemplo de construcción estricta, en tanto la novela psicológica siempre se pierde en las brumas del alma humana y tiende a ser profusa y deforme, como en Dostoievski y en Proust. Lo  correcto sería considerar la novela policiaca como un cuento, con un solo punto de tensión y, lógicamente, una única distensión que lo resuelve. Sigamos por el lado de la geometría de Missis Christie.

La película de Branagh nos propone un elemento más de placer confortable. Nos lleva a la época del cine muy cinematográfico, el cine de estudio en el que llovían las estrellas. Unas películas donde todo lo que ocurría era de película. Los trenes eran de lujo y las gentes vestían de diseño, estaban peinadas por peluqueros, ellos siempre afeitados y con el bigotillo recortado, ellas de correctas pelucas, con pestañas postizas y los labios encarminados y el maquillaje bien disperso y los ojos delineados aunque lloviera a baldes. Y, sobre todo, porque los actores decían unos textos cuidadosos e indispensables con una claridad prosódica completa, poniendo los puntos, las comas y las respiraciones donde correspondía. Eran portadores del artificio propio del arte y no siervos de una supuesta naturalidad que vuelve ininteligible la mitad de lo que oímos en el cine.

Así aceptábamos a esa raza de personajes de película a los que sólo les ocurrían cosas de película como, por ejemplo, vivir una trama geométrica semejante a la referida.

La obra de Branagh suscita el placer de ir al cine, a ese otro mundo en el cual sucede lo que no sucede en ningún otro lugar. El entorno lo hemos perdido porque ya no hay grandes salas ni una muchedumbre de desconocidos que nos acompaña a ver los gigantescos rostros de las estrellas que allí diluvian sus prodigios, pero bueno: algo es algo. Resulta benévolo que el cine nos muestre la vida como un ejercicio de geometría existencial, donde hay malos pero acaba por imponerse el bien y el inspector Poirot, aunque enmarañado por la señora Christie, al final pone las cosas en su lugar después de que las cosas lo han puesto en su lugar a él, todo mesurada y armónicamente, según la exigencia del dios apolíneo. Sus cosas y las nuestras.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")