Hoy pocos recuerdan y, menos aún, siguen las enseñanzas de Rudolf Steiner (1861-1925), inventor de la antroposofía, un derivado peculiar de la teosofía. Sus creencias partían del mito humano vinculado con una suerte de existencia prenatal, un alma que no muere y que, encarnada, viene a dar en un mundo donde debaten el Bien y el Mal, Cristo y Lucifer, acaso una recaída del antiguo mazdeísmo persa. Steiner sedujo a muchos europeos de la belle époque, amenazados por la maligna proliferación de las técnicas, la vida cuadriculada y ansiosa de las tóxicas grandes ciudades. No fue difícil que sus gimnasias coreográficas y su relación con lo inefable lo aproximaran a la música.
Quizás haya sido Alexander Scriabin, el compositor y pianista ruso, quien más cerca le anduvo. En efecto, para Scriabin la música era una suerte de lenguaje cifrado pero intraducible al verbo, una visión pitagórica del mundo como una estructura matemática, cuya única equivalencia fuera del sonido era el color. Y así consiguió sugerir la filmación de su música hecha juego de colores mediante un aparato especial cuyos resultados hoy nos atraen, sobre todo, por su lado pintoresco.
En otro orden, Bruno Walter también se vinculó con la antroposofía. Al nacer una de sus hijas, sufrió una parálisis en un brazo que le impedía tocar el piano y le molestaba para dirigir orquestas. Consultó con Sigmund Freud quien le propuso como terapia irse a Sicilia y contemplar la estatuaria clásica. La receta no produjo ningún resultado y Walter acabó curando su “síntoma de conversión” con una dieta naturista aconsejada por sus amigos antroposóficos.
Un colorista del sonido y un director de orquesta ¿bastan para acreditar la ligazón entre Steiner y la música? Creo que no pero no nos vayamos tan lejos de este remoto seguidor del mítico Pitágoras. La música es, según el pitagorismo, la manifestación sonora del orden matemático que rige la naturaleza, de modo que, cuando saltan algunas de sus costuras, es factible que los sentidos se reúnan y veamos el color del sonido o escuchemos la voz del color. El alma, la totalidad de nuestra vida corporal, tiene entonces la palabra. Mejor dicho, empieza a cantar, aunque sea en un idioma intraducible.
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