Otra vez nos sale al paso Marte en nuestro recorrido por la ciencia-ficción clásica, pero esta vez el planeta rojo merece su adjetivo no sólo por el color de sus arenas. Porque en esta película muda de origen ruso, la lucha marxista alcanza el espacio exterior. Basada en la novela de 1922 escrita por Alexei Tolstoi –pariente lejano del más famoso León Tolstoi–, la historia nos presenta al ingeniero soviético Los (Nikolai Tsereteli), quien sueña con viajar a otros mundos, y a Aelita (Yuliya Solntseva) una hermosa reina marciana – la película se distribuyó también con el título Aelita: Reina de Marte– quien observa nuestro planeta con un potente telescopio, obsesionada por Los tras verlo besar a su mujer.
Aunque la película se abre con la recepción en todo el mundo de un misterioso e indescifrable mensaje de radio procedente de Marte, la mayor parte de la cinta tiene poco que ver con la ciencia-ficción, centrándose en las peripecias cotidianas de una serie de personajes que sobreviven en el Moscú posrevolucionario. Es este un aspecto que se suele obviar en favor de la segunda parte “marciana” de la película; sin embargo, se trata de un inapreciable testimonio sobre la vida urbana en la Rusia de comienzos de siglo tras el ascenso del comunismo: los racionamientos, las fiestas clandestinas de antiguos aristócratas, las grandes viviendas de las clases adineradas divididas en habitaciones en las que se apiñaban varias familias de obreros, los trabajos de reconstrucción del país, la policía soviética, la miseria de los obreros… En ese marco se desarrolla una historia de amor y celos entre Los y su bella mujer que termina en tragedia.
Perseguido por la policía, Los termina de construir su astronave y se embarca con Gussev (Nikolai Batalov), un recio y tosco soldado revolucionario, y un incompetente detective que se hallaba tras la pista del ingeniero. Cuando llegan a su destino, se encuentran con Aelita, una orgullosa e intrigante mujer que pretende hacerse con el poder de la aristocracia gobernante. Porque las miserias políticas que Los creyó dejar atrás, se reproducen en Marte: la mayor parte del proletariado marciano vive como esclavos, tiranizados por una élite gobernante que les obliga a llevar cascos con los que controlan sus mentes. Indignado, Gussev se alía con una criada marciana para alimentar las llamas de la revolución contra la aristocracia con el fin de arrebatarle el poder y crear la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas Marcianas. Los, enamorado de Aelita, se encuentra entre la clase gobernante y los trabajadores que tratan de hacerse con el control de sus propias vidas. El final es un tanto decepcionante: todo resulta ser un agitado sueño, la expresión del deseo de un camarada insatisfecho.
Especialmente destacable es el espléndido diseño Art Déco de escenarios y vestuario utilizado para las escenas que transcurren en Marte: trajes y sombreros de complicadas e imposibles formas, puertas que se abren como diafragmas fotográficos, escaleras que siguen trayectorias extravagantes… El aspecto visual del film, a cargo Sergei Kozlovski, Alexandra Exter, Isaac Rabinovich y Viktor Simov, es uno de los motivos por los que la película sigue siendo recordada. A sus inquietantes diseños constructivistas se añadía la amanerada técnica interpretativa de entonces, ofreciendo un conjunto ciertamente extraño, onírico y futurista que se anticipaba en algunos años al Metrópolis de Fritz Lang.
En último término, Aelita estableció el tono para futuros films soviéticos de género, utilizando la ciencia-ficción como metáfora para transmitir temas de mayor profundidad psicológica y política. Y aunque a los resecos críticos soviéticos no les gustó la película (creían que imitaba en sus formas al decadente cine producido en Hollywood), está claro que al público de la época le encantó a juzgar por la cantidad de niñas de entonces que recibieron el nombre de Aelita.
Con el tiempo, y pese a toda su carga política en favor del régimen comunista, Aelita no conseguiría sobrevivir a la tiranía y sequía intelectual de su propio país. Era el signo de los tiempos, que afectó a todos los implicados. El mismo escritor de la novela, Alexéi Tolstói, a pesar de simpatizar con la doctrina marxista, aborrecía a los bolcheviques, lo que le llevó a exiliarse en París y Berlín antes de regresar a Rusia y escribir Aelita.
Por su parte, el director de la adaptación, Protazanov, ya era un cineasta veterano con 40 películas a sus espaldas cuando hubo de exiliarse tras la Revolución. Mediada la década de los veinte, el gobierno comunista lo llama, atrayéndole con la posibilidad de realizar grandes superproducciones, eso sí, siempre que exalten el patriotismo y las bondades del nuevo régimen. Pero la fantasía de Aelita no pudo resistirse al bulldozer del realismo cinematográfico soviético y acabó cayendo en desgracia ante la dictadura.
Por mucho que exaltara la imagen de la hoz y el martillo, Aelita fue prohibida en Rusia.
Tras décadas de letargo en el limbo del celuloide, la obra fue recuperada para la historia del cine no sólo como la primera superproducción de la ciencia-ficción y la primera cinta soviética del género, sino como pionera en el melodrama espacial cinematográfico.
En la Exposición Internacional de Artes Decorativas celebrada en París en 1925, Yakov Protazanov recibió un premio por la película; y las alucinógenas escenas de masas de trabajadores en plena revolución contra la clase opresora volverían a repetirse en Metrópolis o los seriales de Flash Gordon que la Universal Pictures estrenó en los años treinta. Su vanguardista diseño, fuente de inspiración para posteriores generaciones de cineastas, ha superado la prueba del tiempo mejor que su simple historia, mezcla de space opera, costumbrismo, comedia, melodrama y descarada propaganda política.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.