No era fácil hacerse un lugar entre la hueste de cimeras sopranos contemporáneas de Victoria de los Ángeles: la individualidad incomparable de María Callas, el esplendor escolástico de Renata Tebaldi, la omnipotencia heroica de Birgit Nilsson, la presencia desafiante de Leonie Rysanek, la alquitarada labor de Elisabeth Schwarzkopf.
Victoria consiguió su espacio repasando un repertorio consabido y explorando otro, infrecuente, desde las canciones sefardíes hasta un viaje a la música antigua y barroca española –a Dios gracias, sin filología– para volverlo todo victorial, no sólo por la calidad incanjeable de su timbre sino por una fórmula personalísima a la vez que despojada de ruptura. Así es como su Mélisande cobra carnalidad en tanto su Butterfly flota en lo poemático, en tanto su Manon y su Margarita tienen la temeraria seducción del eterno femenino hecho adolescencia.
Su Carmen es maternal, como la adjetivó Thomas Beecham, una mala madre que hace de Don José un mal nacido. Y su Mimí agoniza sin toser, restringiendo apenas el aliento de cada frase.
Sus incursiones en el repertorio francés se alejan de la anglicana estrictez de Maggie Tate o la hechiceril ambigüedad de Jessie Norman. Victoria arroja una mañana de luz mediterránea sobre las brumas armónicas de Ravel o Debussy hasta volverlas un encaje tejido con hilos de oro.
Todo parece empezar de nuevo cuando lo toca la mano de un/una gran artista. Victoria lo fue y por ello se asegura una terraza en el colgante jardín de la inmortalidad. Con aquel gesto suyo de niña asustada por las luces de las candilejas que parecía preguntarse qué hace tanta gente amontonada en esta sala, qué estarán pensando de mí.
Ahora, desde hace un largo medio siglo, sabemos lo que esperamos de ti: un triunfo de los ángeles. Poco importa que no existan. Tú nos enseñaste a escucharlos.
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