Antes de los ladrones de cuerpos, del hombre de mimbre, del pueblo de los malditos, de Robert Neville siendo leyenda, por supuesto de los niños del maíz y muchísimo antes de los capitalistas y comunistas revolcados en su estiércol kitsch por Kundera, el primer colectivo de cerebros lavados y ¿felices? al que asistí muerto de miedo fue Children of the Stones…, o Los chicos de Stone, en la rarísima traducción de Televisión Española cuando emitió esta miniserie británica hacia finales de 1979.
O sea, yo tenía ocho años. No sé a qué ejecutivo televisivo se le ocurrió vender esa producción como ‘ficción infantil’, pero todos los niños que la vimos aquellas siete tardes de invierno mientras hacíamos en la salita los deberes después del cole, sabíamos que nos la habían colado: aquello era terror, joder, aquello era puro terror atmosférico con el lenguaje del cine adulto. ¡Y nos lo habían endilgado a nosotros!
Ya había tenido alguna experiencia con el otrismo británico a la hora de crear obras de género. No se parecía en nada a la más previsible ficción estadounidense: cuando ya adivinas las roderas que dejan los desarrollos argumentales y su puesta en escena, vas perdiendo el miedo como espectador, porque empiezas a entrever el «truco» narrativo y la mundanidad de los lugares comunes. Digamos que vas viendo las limitaciones naturales para plasmar lo sobrenatural. Pero estos europeos de mierda…
Si los franceses se caracterizaban porque podían dejar por resolver cualquier hilo suelto o incluso la intriga principal para irse de copas, como en la vida misma, los ingleses siempre te metían contenidos desconcertantes y extrañas soluciones narrativas (junto a una estética muchas veces también de espanto).
Más crío aún me pasó ya con Espacio 1999, que en vez de aventuras siderales parecía un chapuzón a la fuerza en un torrente de horror cósmico. Pero hasta entonces se trataba de detalles puntuales: en cambio, Los chicos de Stone era toda una serie de miedo en plena programación infantil.
Anoche la volví a ver de un tirón, ¡40 años después! y me sigue pareciendo una estupenda serie de miedo. Vale, el culto pagano está un poco simplificado («¡Feliz día!») y los niños son realmente los héroes de la función (ojo, nada de empalague en ese aspecto), pero su sardana nocturna en el círculo de piedras me sigue provocando escalofríos.
Y en cuanto a la «música»… Cada vez que escucho ese coro de voces desatadas se me erizan los vellos a lo bestia. A mí me ponen de improviso esa banda sonora en cualquier situación o lugar y salgo corriendo despavorido.
Tal vez esa temprana muestra de la irracionalidad de nuestros hábitos colectivos fue lo que me incitó a mantenerme alejado de las masas y de cualquier tipo de asociación o club o bandera. Tal vez esa serie fue la primera ficción que me hizo contraer la enfermedad del miedo a la gente, a las personas normales, a los ambientes laborales de trazo perfecto, donde todos actúan como si fueran dibujos animados.
Precisamente el motivo por el que he visto la serie de nuevo se debe a una anécdota laboral que me contó hace unos días una buena amiga, buena lectora/cinéfaga y rara como ella sola, como debe ser. Una friqui de cuando los friquis no estaban lobbytomizados por el sistema ni se fotografiaban como una secta «feliz» a lo ‘Viva la gente’…
Me habló de que sus compañeros de la oficina habían hecho esa tarde un ENORME esfuerzo por integrar a la rarita, o sea a ella. Tenían una hora libre y le pidieron consejo para ver juntos una película de terror: «Tú que sabes de esas cosas…». O sea, tú que eres extraña. Mi amiga, por ponerles algo distinto pero asequible, escogió Raw (el Ginger Snaps de la nueva generación) y se pusieron a verla. Entre el gore no normativizado por Hollywood y las intimidades sin higienizar de la protagonista, a la media hora la quitaron.
‒Esta peli no da miedo…
‒Es sólo asquerosa…
‒Queremos una de terror normal.
Y así terminó el intento comunal por integrar a mi amiga en eso, en la «normalidad». Ella se replegó a su rincón de siempre, casi aliviada de seguir siendo el bicho raro.
Pero los tipos tenían razón: esa película no da miedo.
Ninguno, en comparación con el miedo que dan ellos.
Children of the Stones fue nuestro primer aviso.
Sinopsis
Children of the Stones fue un hito indiscutible en la televisión infantil. Esta innovadora serie de fantasía de Jeremy Burnham y Trevor Ray, protagonizada por Iain Cuthbertson y Gareth Thomas, y filmada, en su mayor parte, en Avebury (Wiltshire, Reino Unido), combinaba los detalles científicos y la ficción con la mitología pagana y el folclore rural, en su reflejo de un pueblo cautivo por el siniestro poder de un crómlech neolítico. La serie narra las aventuras del astrofísico Adam Brake y su hijo Matthew tras su llegada al pueblo de Milbury, donde se alza ese círculo de piedras.
Inteligente, atmosférica y muy desconcertante, la serie es a menudo citada por aquellos que crecieron en los años setenta como lo más aterrador que vieron nunca en televisión.
Children of the Stones fue el resultado de la colaboración entre los guionistas Burnham y Ray, el productor Patrick Dromgoole, cuyos créditos anteriores incluían clásicos como las series de HTV Sky (1975) y Arturo de Bretaña (Arthur of the Britons, 1972-1973), y el productor y director Peter Graham Scott.
El escalofriante tema principal y el resto de la banda sonora se deben al compositor y director de orquesta Sidney Sager.
Como era de esperar, desde su primera emisión en 1977, Children of the Stones se ha ganado un merecido culto.
Episodios
Into the Circle (10 de enero de 1977)
Circle of Fear (17 de enero 1977)
Serpent in the Circle (24 de enero de 1977)
Narrowing Circle (31 de enero de 1977)
Charmed Circle (7 de febrero de 1977)
Squaring the Circle (14 de febrero de 1977)
Full Circle (21 de febrero de 1977)
Copyright del artículo © Hernán Migoya. Reservados todos los derechos.
Copyright de las imágenes y la sinopsis © HTV, Network Distributing Limited. Reservados todos los derechos.