Sarah Bakewell publicó en 2016 En el café de los existencialistas: Sexo, café y cigarrillos o cuando filosofar era provocador (At the Existentialist Cafe: Freedom, Being, and Apricot Cocktails), un ensayo biográfico muy bien estructurado, inteligente e incluso divertido, en el que repasa las figuras de los filósofos existencialistas y las de sus antecesores.
Edmund Husserl es uno de estos pensadores. Husserl presenta por primera vez la fenomenología en Investigaciones lógicas (1900). Su propuesta consiste en acceder a la subjetividad intentando despojar la mirada de manipulación alguna. Es decir, ver los fenómenos en sí mismos, limpios y desnudos.
Otro escritor en el que uno piensa al leer a Bakewell es Marcel Proust. Entre 1913 y 1927 publica la obra por la que pasa a la inmortalidad, En busca del tiempo perdido. Siempre me ha parecido un viaje al interior, a la mirada que proyectamos sobre lo que nos rodea y las sensaciones que esto nos produce. Proust intenta recrear la mirada original: la de la infancia, la mirada no contaminada.
El libro de Bakewell me trae a la memoria otro narrador, James Joyce. Su novela más importante, Ulises, aparece el 2 de febrero de 1922. También es un relato íntimo, si cabe todavía más agudo. Se trata de un monólogo interior, una corriente de la conciencia, casi una escritura automática. Y ese automatismo está obviamente relacionado con la ausencia de prejuicios. Tal vez Joyce es más existencialista que el intimista Proust. Treinta años después de leerlos, me resulta más cercano Joyce que Proust, tal vez menos moroso.
Imagen superior: Nora Barnacle, James Joyce y su abogado el día de su boda. Londres, 4 de julio de 1931.
«Nietzsche y Kierkegaard ‒escribe Bakewell‒ fueron los heraldos del existencialismo moderno. Eran los pioneros de un humor rebelde e insatisfecho, y crearon una nueva definición de existencia como elección, acción y autoafirmación, y estudiaron la angustia y las dificultades de la vida. También trabajaron con la convicción de que la filosofía no era solo una profesión, sino que era la propia vida… la vida de un individuo. Habiendo absorbido esas influencias más antiguas, los existencialistas modernos inspiraron a su propia generación y las posteriores de una manera similar, con su mensaje de individualismo e inconformismo. A lo largo de la segunda mitad del sigloXX, el existencialismo ofreció a las personas motivos para rechazar las convenciones y cambiar su vida».
Jean-Paul Sartre avanza en estas visiones de la condición humana. En El existencialismo es un humanismo escribe que los existencialistas tienen algo en común: «consideran que la existencia precede a la esencia, o, si se prefiere, que hay que partir de la subjetividad. (…) Consideremos un objeto fabricado, por ejemplo un libro o un cortapapel. Este objeto ha sido fabricado por un artesano que se ha inspirado en un concepto; se ha referido al concepto de cortapapel, e igualmente a una técnica de producción previa que forma parte del concepto, y que en el fondo es una receta. (…) Así, el cortapapel es a la vez un objeto que se produce de cierta manera y que, por otra parte, tiene una utilidad definida, y no se puede suponer un hombre que produjera un cortapapel sin saber para qué va a servir ese objeto. Diríamos entonces que en el caso del cortapapel, la esencia ‒es decir, el conjunto de recetas y de cualidades que permiten producirlo y definirlo‒ precede a la existencia; y así está determinada la presencia frente a mí de tal o cual cortapapel, de tal o cual libro. Tenemos aquí, pues, una visión técnica del mundo, en la cual se puede decir que la producción precede a la existencia. (…)El hombre es ante todo un proyecto que se vive subjetivamente, en lugar de ser un musgo, una podredumbre o una coliflor; nada existe previamente a este proyecto; nada hay en el cielo inteligible, y el hombre será, ante todo, lo que habrá proyectado ser» (Trad. Victoria Prati de Fernández, Sur, Buenos Aires 1973).
La lectura de En el café de los existencialistas deja claro que Sartre creía que nuestros actos toman forma a largo plazo, generando el “proyecto fundamental” de la existencia de una persona. «La invención de Sartre ‒nos aclara Bakewell‒ era brillante porque, de hecho, pretendía convertir la fenomenología en una filosofía de cócteles de albaricoque… y de los camareros que los servían. También era una filosofía de la expectación, del cansancio, de la aprensión, de la emoción, de subir andando una colina, de la pasión por un amante deseado y la repulsión hacia otro no deseado, de los jardines parisinos, del frío mar de otoño en Le Havre, de la sensación de estar sentado en un sillón tapizado muy mullido, de la manera en que los pechos de una mujer se aplastan cuando se echa de espaldas, de la expectación de un combate de boxeo, una película, una canción de jazz, de la silueta de dos desconocidos que se reúnen bajo una farola, en la calle. Creó la filosofía del vértigo, del voyeurismo, de la vergüenza, el sadismo, la revolución, la música y el sexo. Muchísimo sexo. Donde filósofos anteriores a él habían escrito cuidadosas proposiciones y argumentos, Sartre escribía como un novelista…y no resulta sorprendente, porque lo era. En sus novelas, relatos breves y obras de teatro, así como en sus tratados filosóficos, escribía acerca de las sensaciones físicas del mundo y de las estructuras y humores de la vida humana. Por encima de todo, escribía sobre un tema importantísimo: qué significaba ser libre».
Imagen superior: Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir junto a Boris y Michelle Vian en París.
«El astrónomo Carl Sagan ‒escribe Bakewell‒ empezó en 1980 su serie de televisión Cosmos diciendo que los seres humanos, aunque hechos de los mismos materiales que las estrellas, somos conscientes, y por tanto somos ‘una forma de que el cosmos se conozca a sí mismo’. Merleau-Ponty, de forma similar, citaba a su pintor favorito, Cézanne, que había dicho: ‘El paisaje piensa en mí, y yo soy su consciencia'».
La identidad personal, la conciencia, no existiría solamente para interpretar la realidad, sino también para encontrar la verdad oculta en los objetos. Para ello es necesario el pensamiento abstracto. Y el pensamiento abstracto nació, sobre todo, con la invención del alfabeto (la escritura). El relato que nos contamos a nosotros mismos es, por consiguiente, el germen del ego. O dicho de otro modo: el germen de la conciencia individual.
En el café de los existencialistas, Sexo, café y cigarrillos o cuando filosofar era provocador. Sarah Bakewell. Editorial Ariel. Traductora: Ana Herrera
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