Me siento más feliz que un ocho. Un buen amigo me acaba de regalar tres ejemplares de La Doña de José Mallorquí, novelización que desconocía de un serial radiofónico suyo (Toda esta tierra es mía), publicada en 1957 y reeditada en 1971 con cubiertas ilustradas por Carlos Giménez. Consta de seis entregas (yo dispongo ahora de la primera, la tercera y la quinta: espero hallar pronto, pues, los números pares).
Ayer devoré la primera novela… y todo volvió a cobrar sentido.
Hacía un cuarto de siglo exactamente que no leía nada de José Mallorquí.
Siempre que un periodista me reclama mis influencias literarias, menciono a Milan Kundera, a Ken Kesey, a Julio Cortázar o a Ignacio Aldecoa. Y son influencias reales. Pero a Kundera lo descubrí a los 17, a Kesey probablemente hacia los 19, a Cortázar a los 25 lo menos y a Aldecoa tan tarde que me da vergüenza calcularlo.
Sin duda, mis mayores influencias primeras fueron Charles Williams y José Mallorquí. Dos escritores que un día decidieron volarse la tapa de los sesos… y lo hicieron. Creo que tampoco es casualidad.
Desde los tres años de edad leía todo lo que caía en mis manos: por aquel entonces, las típicas Novelas Ilustradas de Julio Verne, Walter Scott, Emilio Salgari, Alejandro Dumas, etc. A los diez ya engullía las obras de Dashiell Hammett, Jim Thompson, James M. Cain, Rex Stout, Maurice Leblanc, George Simenon, James Hadley Chase, Hillary Waugh, Jean-Patrick Manchette (cito los venerados) y otros maestros de la novela policíaca. También lo intenté con Borges, ja ja. En aquella época decidí que Jorge Luis Borges era un planeta de atmósfera irrespirable que jamás volvería a hollar (en eso me equivoqué). En cualquier caso, mi educación novelesca me ha impedido siempre identificarme con el resto de autores de mi generación. Creo que solamente siento cierta afinidad espiritual con Albert Sánchez Piñol y Juan Miguel Aguilera, los dos algo mayores que yo.
Pero a los doce abriles descubrí mis dos escritores favoritos de la adolescencia: los mencionados Williams y Mallorquí. En 1983, Ediciones Fórum reeditó las novelas de El Coyote, un plagio seguramente mejorado de El Zorro de Johnston McCulley (ciertamente, las novelas de El Coyote son mejores que ese refrito atropellado con que Isabel Allende ha intentado rediseñar la leyenda zorruna). Las compré todas. Ahí las tengo, encuadernadas como La Biblia. Creo recordar que son ciento noventa y dos. Me leí la mitad. Noventa y seis. No está mal. De los doce a los catorce años. A una por semana, aproximadamente.
Acabé empachado, claro. Desde entonces no lo releí, por miedo a que la máscara del Coyote se sostuviera únicamente en volandas del recuerdo adolescente. Las portadas Fórum, deslumbrantes (de vez en cuando aparecían mexicanos con el rostro de Fernando Sancho) eran del sabadellense Salvador Fabá. A los dieciocho años lo entrevisté para el Diari de Sabadell. Una de mis primeras alegrías profesionales y homenajes declarados.
El caso es que enterré a Mallorquí. Ahora lo releo y descubro que sigue siendo el escritor catalán y español, si no favorito mío, sí el que más me ha marcado. Y sin necesidad de volarme los lóbulos.
Me ha alegrado redescubrir a José Mallorquí sin tener que pasar de nuevo por El Coyote.
No concibo que su autor no sea tan famoso en España como Verne en Francia, Salgari en Italia, Christie (Agatha, claro) en Gran Bretaña o Spillane en los USA. Es ciertamente el mejor escritor popular en lengua castellana que yo haya leído de tiempos pretéritos. Ni Estefanía, obviamente, ni –ustedes me perdonarán– Silver Kane le hacen sombra. Hoy, Arturo Pérez Reverte y el mencionado Sánchez Piñol han elevado el listón y ganado el prestigio que el medio necesitaba. Pero la novela popular, tal como estaba concebida en el siglo XX, es cosa de Mallorquí.
La Doña es un drama western fascinante. A nivel conceptual, me resulta muy interesante el hecho de que prácticamente ningún personaje central responda a un estereotipo heroico. Todos están mancillados por alguna miseria personal. También me resulta atractivo dilucidar cómo Mallorquí se las arregla para, a mitad de los años 50, coquetear con el erotismo (”Felipe pensó que la naturaleza había sido muy generosa con la joven. Y echó de menos una blusa más audaz”) y con subrayados del trasfondo social de la época (en que se desarrolla la acción y en que está escrita la novela):
“–…Don Felipe opina lo mismo que tú.
–Parece un caballero muy inteligente –replicó, en un alarde de ingenuidad, la doncella.
Leonor se abstuvo de comentar que las ideas de don Felipe tal vez no fueran tan inteligentes, ya que coincidían con las de una criada”.
El estilo de Mallorquí es muy despojado y sencillo y sus frases no suelen destacar por belleza estética, sino por funcionalidad. No se permite florituras; incluso uno juraría que él mismo, por humildad narrativa, se contiene en ocasiones más de lo debido. (Detalle que me reafirma en la idea de que entre un buen escritor y un escritor de prestigio reconocido sólo hay una diferencia: el puto exceso de humildad.)
Lo realmente destacable de Mallorquí es el impresionante poder de evocación que concentran sus historias. Le ocurre algo parecido a Robert E. Howard –¡Dios mío, otro que se voló los sesos!–: éste hacía uso de un vocabulario nativo muy limitado (desconozco si sus traductores lo expanden para verterlo al castellano), más que el del autor barcelonés, y repleto de reiteraciones; sin embargo, lo vívido de las construcciones mentales del creador de Conan el Bárbaro alcanza una cota inigualable. Así pasa también con Mallorquí. Él CREE absolutamente en el universo que recrea y en los personajes que lo habitan. Hasta el más insignificante de los seres que asoma en sus novelas está dibujado con amor, fundamento y conocimiento de causa. Resulta impresionante su capacidad de transportar al lector –al de ahora; no digamos ya al de posguerra– a ese Oeste suyo que, al contrario que el del resto de la literatura popular española, resulta mucho más verosímil ¡y no menos! incluso que el de los propios westerns cinematográficos estadounidenses.
Por supuesto, Mallorquí no rehúye los diálogos de relleno (pero un relleno entretenido; he leído parrafadas soporíferas de Henning Mankell que Mallorquí no se hubiera atrevido jamás a firmar) y las elecciones del narrador son suficientemente arbitrarias a veces para adivinar una redacción sobre la marcha; siempre correcta, eso sí, y entonada, “metida en papel”.
Sus novelas western son como las películas del Oeste de Delmer Daves: psicologistas, diáfanas, vibrantes y honestas.
Hoy vuelvo a confesar que llevo en mi oficio, muy a gusto, la marca indeleble de José Mallorquí.
P.D. Acabo de descubrir que el hijo de José Mallorquí, el también escritor César Mallorquí, tiene blog y en él incluye alguna remembranza de su padre. Vaya… ¡no me jodas que DON JOSÉ tampoco sabía imponerse en los contratos!
Copyright del artículo © Hernán Migoya. Previamente publicado en Comicsario, un blog para la fenecida editorial Glénat España. Reservados todos los derechos.