En bastantes producciones de Dino De Laurentiis uno se encuentra con detalles que a los españoles nos resultan muy familiares. Y es que, como medio mundo sabe, aquellas superproducciones del italiano se asemejaban, por su filosofía e intenciones, a tantos otros largometrajes de serie A, B o Z que, tras la etapa de Samuel Bronston, rodaron en nuestro país equipos internacionales de lo más diverso.
Al mencionar a Bronston, conviene situar en primer término a un magnífico profesional que trabajó con él antes de firmar su contrato con De Laurentiis. Me refiero al ayudante de dirección y productor ejecutivo José López Rodero, un hombre de cine cuya filmografía resulta abrumadora. No en vano, López Rodero luchó en la primera línea de rodajes tan arduos y exigentes como los de El Cid (1961), 55 días en Pekín (1963), La caída del Imperio romano (1964), La batalla de las Ardenas (1965), Patton (1970), Nicolás y Alejandra (1971), Papillon (1973), Robin y Marian (1976), Los niños del Brasil (1978), Conan el bárbaro (1982) y Dune (1984).
En su libro Apuntes de mis 55 años de cine… y más (Cultiva Libros, 2013), el propio López Rodero recordaba aquella etapa junto a De Laurentiis, quien le quiso como productor asociado en la filmación de Red Sonja, el proyecto que venía a aprovechar el efecto publicitario acumulado por otro film de la misma compañía, Conan el destructor (1984), rodado poco antes en México.
La legendaria espontaneidad de De Laurentiis y también su oportunismo se pusieron de manifiesto en todas las etapas de esta producción. Pensemos, por ejemplo, en cómo seleccionó a la protagonista. Mientras viajaba en avión, vete a saber por qué extraña asociación de ideas, se quedó mirando un anuncio de Armani mientras hojeaba una revista. La modelo danesa que en él aparecía tenía, según el bueno de Dino, potencial para convertirse en la estrella de esta nueva película: la adaptación de una línea de tebeos de Marvel, dedicada a la heroína Red Sonja.
Aquella espadachina llegó a las viñetas gracias al guionista Roy Thomas, que la dio a conocer en 1973. No obstante, el personaje era, en realidad, una puesta al día de otra guerrera literaria, Sonia de Rogatino, la «diablesa pelirroja», creada por Robert E. Howard en su relato «La sombra del buitre» (1934). Un relato que, dicho sea de paso, se ambienta en el siglo XVI y no tiene nada que ver con la Era Hiboria.
Por unas razones o por otras, a De Laurentiis no le importó descartar a las candidatas previas a ese papel ‒incluida Sigourney Weaver y algunas más que luego mencionaré‒. ¿No le inquietó que aquella chica del anuncio no supiera actuar? La verdad es que no, así que envió inmediatamente un contrato a la modelo en cuestión: una mujer de altura vertiginosa llamada Brigitte Nielsen, que se trasladó inmediatamente a Roma para comenzar su adiestramiento con maestros de armas y caballistas.
Gracias a un consorcio entre holandeses y norteamericanos, se reunió el capital preciso para el rodaje, en el que Nielsen sería apoyada por otro actor protegido por De Laurentiis, Arnold Schwarzenegger. En esta oportunidad, el austriaco daba vida a un avatar de Conan, Kalidor, que en la cartelería y en la mercadotecnia se convirtió en protagonista. Siguiendo una tradición de la serie B italiana, lo que De Laurentiis pretendía ofrecer al público era un Conan III apócrifo, sin necesidad de recomprar los derechos del personaje, que por aquel entonces eran propiedad de Universal.
Para reforzar los parecidos con la saga Conan, incluso viajó a Roma un colega de Schwarzenegger, el culturista Sven-Ole Thorsen (Thorgrim en Conan el bárbaro y Togra en Conan el destructor). Esta vez, el forzudo danés dio vida a uno de los lugartenientes del rijoso Lord Brytag, interpretado por Pat Roach, un luchador profesional inglés a quien recordamos por sus apariciones en la saga Indiana Jones.
Pese al bajo presupuesto de la cinta, en el equipo artístico encontramos a dos tipos admirables: el guionista George MacDonald Fraser, más conocido por la serie de novelas históricas protagonizadas por el caballero victoriano Harry Flashman, y el gran músico Ennio Morricone, sobre cuyo talento no me extenderé.
Como nota al margen, cabe recordar que MacDonald Fraser, a pesar de su categoría como narrador, tuvo una carrera cinematográfica más bien anecdótica, en la que sólo destacan títulos como Los cuatro mosqueteros: La venganza de Milady (1974) y el bondiano Octopussy (1983). En este caso, a la hora de escribir Red Sonja, se inspiró en los tebeos de Thomas, en los textos de Howard, en la saga de Elric de Melniboné, obra de Michael Moorcock, e incluso en un western bastante enloquecido que en su día protagonizó Raquel Welch, Ana Caulder (1971).
Por razones difíciles de entender, un maestro del humor literario como George MacDonald Fraser falló estrepitosamente a la hora de completar este guión, y lo que estaba previsto como una comedia de aventuras, acabó siendo una extraña concatenación de extravagancias, aderezada con acción rutinaria y provista de figuras secundarias tan ajenas al espíritu de Howard como el joven príncipe Tarn (Ernie Reyes, aquel niño insoportable, experto en artes marciales) y su fiel sirviente Falkon, encarnado por el rotundo Paul L. Smith, que antes había sido el bestial Glossu Rabban en Dune.
En un principio, el estilo visual del film tenía dos responsables. Por un lado, el diseñador de vestuario y director de producción Danilo Donati, estrecho colaborador de Fellini, Pasolini y Zeffirelli, galardonado con el Oscar por Romeo y Julieta (1969) y Casanova (1977). Y por otro, el director de fotografía Giuseppe Rotunno, auténtico mito del cine italiano, asimismo galardonado con otro Oscar por All That Jazz (1979), de Bob Fosse.
Ya verán como una cosa lleva a la otra: Rotunno había conocido a la actriz y bailarina Sandahl Bergman al rodar el musical de Fosse, y la casualidad quiso que Bergman (recuerden: Valeria en Conan el bárbaro) se reencontrase con el operador en Roma, donde había sido convocada por De Laurentiis para encarnar a la perversa reina Gedren de Berkubane, la gran adversaria de Sonja y nueva dueña ‒por la fuerza‒ de ese Talismán alrededor del que giraba el guión de MacDonald Fraser.
En realidad, a Bergman le llegaron a ofrecer el papel protagonista, pero ella lo rechazó, quizá creyendo que su encasillamiento como heroína bárbara la perjudicaría. Su pobre filmografía posterior acabó invalidando esa precaución. Sobre todo, si nos creemos que en algún momento llegó a ser la candidata preferida del productor. Al fin y al cabo, cuentan lo mismo sobre Eileen Davidson, que asegura haber sido la Sonja mejor situada en esta competición. O sobre la canadiense Laurene Landon, que en 1983 había rodado en España Hundra, otro delirio inspirado lejanamente en Sonja la Roja.
Pese a las críticas unánimes que había recibido Danilo Donati por su trabajo en otra producción de De Laurentiis ‒aquel Flash Gordon de 1980, que Donati quiso convertir en una película de Fellini‒, la presencia de este diseñador en Red Sonja recibió menos reproches. Al fin y al cabo, el estilo kitsch y barroco que tanto le gustaba podía ajustarse con más facilidad a un subgénero tan excesivo como el de «espada y brujería».
Pero cuando De Laurentiis reunía a un equipo internacional, podías apostar a que surgiría más de un problema. En este caso, el choque de trenes se produjo al incorporarse al proyecto Richard Fleischer, un artesano (y autor) de primera categoría. Fleischer, a sus casi 75 años, aún conservaba el sentido común que tantas veces había demostrado en Hollywood. Aun aceptando ese aluvión de extravagancias que proponía Donati, el cineasta propuso un enfoque más realista, al estilo de lo que había hecho John Milius en Conan el bárbaro, y similar a lo que él mismo había conseguido con esa obra maestra que es Los vikingos (1958).
El rodaje en Roma probablemente le hizo darse de bruces con un muro infranqueable: el encanto de Dino De Laurentiis, ese hipnotizador napolitano capaz de convencer a cualquiera de que sus ideas ‒y no las del realizador‒ serían las más gratas para el espectador medio. Al final, el propio Fleischer ‒quién sabe por qué‒ reconoció que Red Sonja debía ser un pasatiempo liviano, con toques de comedia y destinado a un público juvenil. Por otro lado, el afecto entre el productor y el cineasta se remontaba a la época en que juntos realizaron Barrabás (1962), y no se iba a romper a estas alturas por una película de explotación.
Los exteriores comenzaron a rodarse en el Gran Sasso d’Italia, un macizo en la sierra de los montes Abruzos cuyas gélidas temperaturas no eran las más adecuadas para el veraniego vestuario que lucían los protagonistas. Al comprender que este tipo de incomodidades podían ir encadenando nuevos conflictos, José López Rodero decidió llevar al equipo de vuelta a Roma, donde ya trabajaba otro genio de nuestro cine, el maquetista Emilio Ruiz, contratado por Rafaella De Laurentiis, hija y mano derecha de Dino. Para fabricar las monstruosas criaturas del film, también llegó a la capital italiana Colin Arthur, en cuyo equipo de efectos especiales y caracterización trabajaron, atendiendo a las cambiantes propuestas del productor italiano, otros dos profesionales de primer nivel, Antonio Páramo Campos y María Luisa Pino.
Por desgracia, la escasez de presupuesto y la picardía de De Laurentiis acabaron pasando factura al proyecto. Aunque el guión potenciaba las apariciones de Schwarzenegger, éste rodó el film bajo un contrato que ‒atención‒ no le obligaba a trabajar toda la jornada. En realidad, su presencia era un favor de Arnie a Dino, y estaba prevista como un papel muy secundario, pero esa cláusula se incumplió de todas las formas posibles.
Este equívoco, sumado a otros factores, fue volviéndose un problema. Y esa incomodidad aún dura, porque Schwarzenegger ‒coincidiendo con muchos críticos y espectadores‒ está convencido de que Red Sonja es la peor película de su carrera (Por cierto, supongo que debe de haber olvidado horrores como Hércules en Nueva York, la película de 1970 con la que debutó).
Lo que sí es indiscutible es que De Laurentiis se aprovechó de la lealtad del actor, y lo convirtió en coprotagonista usando todos los trucos a su alcance. Al final, lo que iba a ser una semana de trabajo por parte de Arnold se prolongó a lo largo de cuatro. El enfado del austriaco tuvo una consecuencia inmediata, y es que ahí acabó su vínculo con el productor italiano, después de diez años de colaboración.
Pasados bastantes años, el propio Schwarzenegger haría la crítica más acertada de esta desaforada película: «Cuando me pillan de malas ‒contaba en una entrevista‒, les digo a mis hijos que les obligaré a ver El guerrero rojo diez veces seguidas. Gracias a eso, ninguno me ha dado demasiados problemas».
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