Cuando escribo estas líneas, se cumplen 75 años de la muerte de John Dillinger, el pistolero cuya carrera delictiva y enfrentamiento con el FBI son narrados por Michael Mann en la película Enemigos públicos.
En principio, la pregunta sería: ¿existe algún personaje más característico de la Gran Depresión que el atracador de bancos? Tanto el cine como los viejos recortes de prensa nos hablan de tipos que calcularon mal su fortuna: Dillinger, “Machine Gun” Kelly, “Ma” Baker, Bonnie y Clyde… Perdedores autodestructivos, cuyo objetivo era conseguir dinero fácil tiroteando a quien hiciera falta. Pistoleros sin domicilio conocido, capaces de apoyarte el cañón de la 45 bajo la barbilla y luego volverse para encender un cigarro, como esos gángsters que fanfarroneaban en el cine en blanco y negro de las sesiones matinales.
Durante los años treinta, con su economía en el abismo, los estadounidenses sabían que la vida siempre te cobra un importe demasiado alto. De ahí que la línea editorial de los periódicos se volviera confusa, facilitando al lector un inesperado consuelo.
Así, los chismes de los tabloides fueron desplazados por noticias en torno a esos bandoleros de nuevo cuño. Y poco importaba que fuesen culpables de robo de vehículos o de trafico de bebidas. Todos tenían un pretexto: podían humillar a banqueros y autoridades igual que éstos habían humillado al pueblo tras el crack del 29.
En Enemigos públicos, Michael Mann escoge a uno de esos matones como encarnación de aquella década. El hecho de ser algo más que un forajido, y de personificar una etapa feroz de América, le ha valido a Dillinger el favor de que goza entre los cineastas.
Tal fama, en todo caso, se justificaría por motivos épicos, pues, en lo que concierne a fugas y asaltos, sus hazañas han ganado vigor a medida que el tiempo ha ido amarilleando su retrato. En este sentido, no es casual que Enemigos públicos recupere una historia que ya nos contaron Max Nosseck en 1945, Don Siegel en 1957 y John Milius en 1973.
No les aburriré comparando con sus predecesores este largometraje que protagonizan Johnny Deep y Christian Bale. Bastará con un apunte. Si algo une a Mann con Milius es que ambos parten de una base común, la idea de que en los años treinta se vivió una guerra en las calles. Una guerra que, como todas, también dio lugar a ciertas leyendas.
Milius participó como guionista en uno de los principales proyectos de Michael Mann, la teleserie Corrupción en Miami, y no es descartable que ambos cineastas intercambiasen puntos de vista sobre una pasión que comparten: la historia de su país.
Para John Milius, el fundamento sobre el que se alzan todas sus ficciones históricas es, sencillamente, el mito (Recuerden que es el director de El viento y el león y Adiós al rey.) En contraste, Mann se ha empleado a fondo a la hora de documentar sus incursiones en el pasado: El último mohicano, Alí, El dilema…, incluso El Aviador, aquella biografía de Howard Hugues que produjo para Martin Scorsese.
A la hora de revivir a John Dillinger, nuestro realizador tiene claro que su perfil auténtico –el de un sociópata implacable que supo fascinar a los medios– excede las visiones más extremas que han podido llegarnos a través de las novelas baratas.
Por ello, su guión para esta película gira sobre el gozne de los detalles explícitos y los datos contrastados. Las fotos de época y los titulares escandalosos le interesan menos que los comentarios de Bryan Burrough, el autor de la obra definitiva sobre esta materia, Public Enemies: America’s Greatest Crime Wave and the Birth of the FBI, 1933-34.
Además, en el caso de Enemigos públicos, esta meticulosidad se añade a la buena mano del cineasta en el campo del thriller. Suyas son películas como Heat o Collateral, y eso queda de manifiesto en la maestría con la que escenifica las correrías de Dillinger, un bandido de mente caprichosa, que aprendió modales en la sala de cine, se curtió entre rejas y fue convertido en caza mayor por el recién creado FBI de J. Edgar Hoover.
“Probablemente sea el mejor ladrón de bancos de toda la historia de América –añade el realizador–, pero su fulgurante carrera sólo duró trece meses. Le dieron la libertad condicional en mayo de 1933, y murió el 22 de julio de 1934. Dillinger no se limitó a salir de la cárcel. Fue una auténtica explosión. Lo quería todo en el acto”.
Semejante a una cobra que acaba de salir del cesto, el Dillinger interpretado por Johnny Depp quiere sentirse invencible y conoce el camino a seguir. Al igual que los bandidos de Grupo salvaje, desconoce las dos caras del dilema moral, y aun así, procura no mancharse de sangre cuando no es necesario.
Quien mejor comprende su reputación es el jefe de los federales, Melvin Purvis, que en la película tiene el rostro de Christian Bale. Ambos se nos presentan como auténticos profesionales. Firmes, fatalistas, instintivos y manipuladores a intervalos irregulares. Lo cierto es que, aun conociendo el desenlace de la historia en la cual se basa, sobran los motivos para disfrutar de este soberbio largometraje. De hecho, el propio Mann ha destacado el simbolismo que adquieren los últimos minutos de vida de Dillinger.
El salteador afronta su último tiroteo a la salida del cine Biograph, en Chicago, después de haber asistido a la proyección de El enemigo público número 1, de W.S. Van Dyke. Es inevitable recordar –nos dice el realizador– que Dillinger acaba de ver a Clark Gable interpretando a un personaje inspirado en su propia vida.
He ahí la ironía. Dillinger se identifica con Gable en el papel de Dillinger. Cada bala que le alcanza lleva una etiqueta con el precio de la fama.
Copyright del artículo © Guzmán Urrero Peña. Publiqué la versión original de este artículo en ABC Las Artes y Las Letras, suplemento cultural del diario ABC.
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