La muerte suicida de Hitler y uno de los tantos episodios del suicidio europeo, cumplieron ya setenta años. La prensa se detuvo en el asunto, se reeditó críticamente Mein Kampf y apareció en Alemania una exhaustiva biografía de Peter Longerich.
Se insiste en evocar al dictador como personaje diabólico. ¿Lo estamos mirando desde una perspectiva benévola, dejándolo en la tiniebla exterior?
En rigor, el texto hitleriano es intelectualmente banal. Hasta su socio Mussolini, que no sentía por él la admiración que le ofrecía el otro, lo consideraba un mattone (un ladrillo). D’Annunzio le aconsejaba no ir tras ese payaso, como asimismo lo juzgó Karl Krauss. Sin embargo, buena parte de Europa contempló el ladrillo con admiración y sufrió el tremendo ladrillazo de su política de fondo nihilista. Es que en ese hondura vacua y violenta, más que en su elemental palabrerío inflamado de odios y prejuicios, anidaba, justamente, algo igualmente elemental y, en tal caso, potente.
Mentes tan sofisticadas como el jurista Karl Schmitt y el metafísico Martin Heidegger se fascinaron con Hitler y murieron impregnados del nacional socialismo, aunque intentando lavarse el pringue que les habían dejado tantos años de cloaca terrorista y mafiosa. Ortega, que adjetivó a Heidegger de melodramático, observó que su enmarañada prosa no era un tormento de la lengua alemana –como lo sentimos muchos de sus lectores– sino un orgasmo que la dejó embarazada. Desde luego, el embarazo es doloroso y el parto, mucho más, y al sutil Ortega no se le escaparon estas secuencias. Lo malo de Heidegger, concluye don José, no es ser hondo sino querer serlo, irse a los espacios sin fondo, oscuros y vertiginosos. De allí salió incapaz de síntesis, embarullado, pedante y a menudo cursi. Quería y no pudo.
Todo esto repone la preguntar: ¿se queda Hitler fuera de nosotros, compartiendo la tiniebla de sus admiradores? Thomas Mann escribió al respecto un luminoso texto que se llama, justamente, Hermano Hitler. Como alemán, sintió con cierta repugnancia esa fraternidad. El regusto germánico por lo infinito, por lo inaferrable, lo tenebroso y lo gótico, involucra a ese personaje cuya mirada de basilisco (sic Mann) hipnotizó a tanta gente.
El goce por la aniquilación no es ajeno a ningún humano porque, según apuntó alguna vez Octavio Paz, el único animal capaz de deshumanizarse es, precisamente, el hombre. No para sumirse en la inocencia animal sino para asumir esa calidad como un valor ético, el no ser, el mal. Frente a la dignidad de la vida, la dignidad de la muerte. Cuando la guerra le empezó a ser desfavorable, cuando ya no pudo seguir aniquilando a sus enemigos, se dedicó a contemplar la aniquilación de los propios. En estos días de inmolaciones suicidas y catastróficas, la mirada del basilisco sigue hipnotizando a los paladines del anonadamiento.
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