No prestes oídos jamás, hijo, a esos desengañados que tachan los regalos de Navidad de argucias del consumismo. Yo no descreeré nunca de Papá Noel, como nunca lo hice de los Reyes Magos, de lo que representan: el regalo ofrecido con alguna frecuencia a nuestros seres queridos para brindarles un momento —que ha de ser sólo uno entre tantos, aunque cada vez tenga significación propia o singular— de alegre sorpresa y ofrenda, para mostrarles el agradecimiento por su existencia, para enseñarles que siempre se encuentra un tiempo valioso que dedicarles.
Ten siempre presente que cada regalo que recibas debería ser una revelación: alguien te ha dedicado una mirada de afecto y delicadeza. Alguien ha sabido recoger el anhelo contenido en unas palabras tuyas o intuir tus gustos (quizá hemos mencionado en algún momento los cuentos completos de Roa Bastos, unos soldaditos de plomo, el propósito de conseguir unas entradas para Los miserables, el último videojuego de American Conquest), o ese alguien ha sospechado en los gestos que te ha entrevisto algo que te complacería (acaso nos hemos detenido ante un escaparate a contemplar una maqueta del San Juan Nepomuceno, la reproducción fascinante de un tiranosaurio, unas botas de fútbol, un estuche con la integral de las sonatas de Mozart por Maria João Pires), y se ha apresurado a procurártelo.
Ilusión y trascendencia en el mundo
Las festividades de Papá Noel y de los Reyes Magos son por antonomasia la festividad del obsequio, y yo quiero procurar que tú no descreas nunca de ellos, a despecho del inevitable desengaño de saberlos ficticios que, a determinada edad, sobreviene siempre, pero que es superable con mucha facilidad, porque siempre pervive su significado.
Nuestras festividades son para vosotros los momentos más destacados del año, porque en ellas —explica Bettelheim— desaparecen las distinciones de rango o autoridad o se invierten: un niño es rey el día de su cumpleaños, puede exigirles cosas a los adultos.
Y es que cuanto más insignificantes e inseguros nos sentimos acerca de nuestro lugar en el mundo (eso que por hipótesis ocurre sobre todo en la infancia), más necesitamos que alguien nos conceda una brizna de importancia, si es posible todo el universo, pero, como mínimo, las personas que más significan para nosotros. Y quién no quiere ser rey de vez en cuando, ojalá más de una vez al año.
Los regalos que recibimos nos proporcionan la ilusión de ser personas valiosas: si ese acontecimiento se repite con alguna regularidad, obtenemos la confirmación de que nuestra importancia no ha decrecido.
Quién no sufriría si se le privara de ese puñado de días especiales, quién se atreve a negar que los regalos nos permiten confiar más en la vida. Nacemos a este mundo tan biológicamente menesterosos, que no hay nadie que no padezca ya, el resto de su vida, esa necesidad de ternura y protección.
Esa calidez nos la prestan primero nuestros padres, y más adelante queremos verla replicada en nuestras parejas, en nuestros hijos, en nuestros amigos. Cómo no vamos a institucionalizar ocasiones en las que granjearnos al menos un simulacro de nuestra trascendencia para el mundo —concluye el psicoanalista austríaco—. Cómo no organizar nuestra vida alrededor de los acontecimientos felices, por mucho que no pocos adultos tiendan a ocultar con vergüenza o, peor, con cinismo los sentimientos que les inspiran las festividades, por mucho que tantas veces abominemos de esas fechas por parecernos pueriles o porque parece obligado concelebrarlas casi por decreto social.
¿Un invento del consumismo?
Hay quien se empeña en que las festividades son inventos del consumismo o añagazas de los grandes almacenes, pero es sintomático comprobar que, por lo general, quien pretexta no celebrar fiesta alguna con ese motivo, acostumbra a ser quien tampoco encuentra, a lo largo del año, momento alguno para hacer un obsequio insospechado, un regalo sin motivo obligado y sin ocasión prescrita por el calendario, algo que ni siquiera tiene por qué ser crematístico, porque las caricias y los besos, las hermosas palabras, los gestos de afecto no requieren desembolso.
No provoques nunca, hijo, la mirada de desconsuelo, el gesto de decepción de quien esperaba de ti un regalo y no lo ha obtenido, y si incurres en ello alguna vez jamás te atrevas a emitir una disculpa ni a componer un gesto de vacilación, sólo apura el remordimiento hasta el fondo, siente la vergüenza, soporta el regusto de tristeza que esa decepción te dejará en el corazón y aprende cómo sería que los demás se olvidaran de ti.
De modo que jamás nadie me hará sentir remordimientos folklórico-patrioteros, ni chauvinista-religiosos de ningún tipo, por haber incrementado las ocasiones festivas para nosotros, incluso adoptando tradiciones, como la de Santa Claus o Papá Noel, que, por lo demás, sólo supuestamente nos son ajenas.
La búsqueda del regalo
Lo cierto es que el día de fiesta es un enclave en la banalidad diaria, lo mismo que la poesía —decía Jankélévitch— es un día feriado en medio de la prosa de todos los días. Las festividades —según Longfellow— son los aniversarios secretos del corazón; por ello, jamás deberíamos dejar de celebrarlas.
Hurtarse a su celebración es como esa otra abdicación, sustituir la búsqueda morosa e ilusionada del obsequio que demuestra una efusión personal, por la entrega de un cheque regalo: así bastardeamos el sentimiento, suplantamos por la desidia lo que debería ser complacencia de pensar en el otro mientras sopesamos sus gustos y aficiones.
Estamos olvidando que no es el regalo lo que nos define, mucho menos su valor crematístico, sino su búsqueda, esa detenida anticipación de la felicidad del otro que a nosotros mismos nos satisface.
Con el cheque regalo, tu alegría inesperada —le estamos diciendo al obsequiado— vale menos que mi tiempo empleado. En nuestro fuero interno, sintiéndonos culpables, reconocemos: mi estima o mi cariño o mi amor por esa persona no ha disminuido, pero —acaso porque ese sentimiento ya está falseado, o degradado o se ha vuelto algo consabido— el esfuerzo que requiere no vale la pena —o, mejor dicho, me basta con obtener de ella un grado de satisfacción que sea meramente proporcional al esfuerzo y al tiempo que invertiré en procurársela—.
A veces la convención social de regalar es tan rutinaria y tan estrecho el vínculo entre quienes dan y reciben, que mutuamente nos eximimos sin reparos del regalo, sabedores de que, en definitiva, la recompensa del cariño está ya ganada. Qué error.
Copyright del artículo © J. Miguel Espinosa Infante. Este artículo es un fragmento de Mapa del tesoro (Fragmentos para mi hijo). Publicado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.