En mi infancia nunca recibimos en casa a Papá Noel, que era una figura extraña, tan poco conocida entonces que no alcanzaba a ser un rival de consideración para los Reyes de Oriente. Y sin embargo, la elaboración del mito de estos no fue menos laboriosa ni compleja que la de Santa Claus.
Por lo pronto, no todos los evangelistas hablan de ellos: sólo Mateo (no Juan, no Marcos, tampoco Lucas) contiene una breve relación según la cual, nacido Jesús en Belén en los días del rey Herodes, llegaron a Jerusalén desde el Oriente unos magos preguntando por el rey de los judíos que acababa de nacer, y una vez que supieron de él, al entrar en la casa y verlo junto a su madre María, se postraron ante él, lo adoraron y le ofrecieron sus tesoros: oro, incienso y mirra.
Ya para entonces, los detalles míticos de esta tríada habían exigido una decantación de cientos de años. Para empezar, su doble naturaleza de reyes y de magos no sólo no se desprende de los Evangelios, sino que ha ocupado durante siglos a los exégetas. No parece que pudiera tratarse de hechiceros. (La magia, aunque practicada entre el pueblo, era reprobada, porque en un mundo creado, regido y dominado por Dios, donde todo depende absolutamente de Él, no puede admitirse la existencia de conjuros que permitirían apremiar e influir en la naturaleza, y por tanto no parece admisible que unos brujos vengan a prosternarse ante el Niño Dios).
Más bien se trataría de hombres de ciencia o sacerdotes (o de ambas cosas, en una época en la que la sabiduría se atribuía a quienes intermediaban con lo Absoluto). Así parece corroborarlo el estudio de las etimologías acadias, elamitas, griegas y latinas de la palabra «mago». Concuerda ello, además, con la razón por la que habrían ido en busca del recién nacido Jesús, a saber, que Zoroastro, el profeta fundador de la religión de esos magos de Oriente, lo habría predicho siglos atrás.
Los Reyes Magos según los Evangelios apócrifos
En cuanto a su condición regia, parece que podría provenir de la tradición litúrgica que aplica a los Reyes Magos las referencias de los Salmos y del libro de Isaías, según las cuales, nacido Jesús, los reyes de Tarsis, de Arabia y de Saba le traerían sus regalos y los reyes de la tierra entera lo adorarían. («Las naciones caminarán hacia tu luz y los reyes hacia la claridad de tu amanecer»).
Sin embargo, para uno de los Evangelios apócrifos, el Evangelio árabe de la infancia, los Reyes Magos eran tres príncipes, hijos sólo de los reyes de Persia, no de otros reyes del mundo, ni tan siquiera de los reyes de tres reinos distintos como aquellos mencionados.
Para otro Evangelio apócrifo, el Evangelio armenio de la infancia, los reyes —a los que también se alude como magos y a los que ya se hace referencia por sus nombres— eran Melkon, rey de los persas, Gaspar, rey de los indios, y Baltasar, rey de los árabes (lo que no les impide ser hermanos e hijos de un mismo padre).
También su procedencia de Oriente exige datar qué significaba esta geografía para los judíos del tiempo, lo que nos remite a la antigua Media: Persia, Asiria y Babilonia. La tradición ha querido, sin embargo, que los Reyes Magos hayan acabado siendo síntesis de las tres razas conocidas en la antigüedad y representación de los tres continentes entonces ubicados, y por eso un rey proviene de Europa, otro de Asia y otro de África. (Beda el Venerable, en el siglo VIII, describía a Baltasar con tez morena, y tradiciones judías y árabes recordaban que cuando Dios quiso crear al hombre, envió a un ángel a la tierra a recoger el polvo necesario —humano vienes de humus, tierra—, tras lo cual el ángel volvió con arena blanca, negra y cobriza, de cuyas partículas surgieron las distintas razas de la humanidad).
Aunque no falta la tesis que hace a los Reyes Magos originarios del reino del Preste Juan. Otra interpretación sugiere que los tres Reyes Magos representan las tres edades del hombre: juventud, madurez y ancianidad. (Otra vez Beda sugería que Baltasar era el más joven, razón por la cual siempre ha sido el Rey Mago asignado a los más pequeños de la casa).
Imagen superior: ‘La Adoración de los Magos’, Peter Paul Rubens, 1609 y 1628-29.
Misterios e incógnitas sin resolver
Ni siquiera el número de los Magos proviene de la tradición evangélica, sino de la patrística posterior, que tuvo que habérselas con las fuentes iconográficas que registraban un número variable, oscilante entre dos y doce, como que según tradiciones los reyes podían ser también cuatro u ocho, hasta que en el siglo V el papa León I Magno fijó oficialmente para la cristiandad su número en tres, que era el mismo número que había juzgado idóneo Orígenes, uno de los primeros Padres de la Iglesia (vivió entre los años 185 y 224). Es posible que se haya aceptado que los Reyes eran tres porque tres fueron los regalos que se ofrecieron a Jesús el día de su nacimiento (oro, incienso y mirra).
Lo mismo ocurre con sus nombres, que varían según acudamos a las fuentes latinas, a las sirias, a las armenias. Es en un mosaico de la iglesia de San Apolinar Nuovo, en Rávena, de mediados del siglo VI, donde los Reyes Magos son Melchior, Gaspar y Balthassar, acaso recogiendo la tradición que ya venía del Evangelio armenio de la infancia.
Tampoco los obsequios entregados por los Reyes Magos se han librado de las interpretaciones simbológicas. Hay quien sostiene que no perseguían sugerir significado emblemático alguno, salvo entregar como presente lo que entonces eran las materias más preciadas en Oriente, lo que allí y entonces tenía valor de tesoro.
Pero los Padres de la Iglesia sugirieron pronto que el oro significaba que los Reyes reconocían a Jesús su naturaleza regia, con el incienso admitían su naturaleza divina —dado que esa resina aromática se utilizaba para perfumar los altares— y con la mirra le hacían saber que conocían el destino divino que la providencia le asignaba: su muerte futura para expiar los pecados de los hombres —puesto que la mirra era una sustancia vegetal empleada en el embalsamamiento de los muertos—.
El Evangelio armenio de la infancia, no obstante, refiere que el rey Melkon aportó, además de mirra, áloe, muselina, púrpura, cintas de lino y los libros escritos y sellados por el dedo de Dios —donde se contenía la profecía del advenimiento de Jesús—; el rey Gaspar ofreció, además del incienso, nardo, cinamomo y canela; y el rey Baltasar se prosternó, además de con oro, con plata, con piedras preciosas y con perlas finas de gran precio.
¿Un pesebre o una caverna?
Los escenarios de la adoración registran asimismo variaciones interpretativas. Para los Evangelios apócrifos, el lugar donde los Reyes Magos hallaron a Jesús no fue una casa —como refiere Mateo—, tampoco una cuadra, sino una gruta o caverna.
El Evangelio armenio de la infancia narra cómo las esencias olorosas que el rey Gaspar llevaba esparcieron un perfume de inmortalidad en la gruta, y el Evangelio árabe de la infancia relata cómo la estrella que guiaba a los Reyes se detuvo por encima de la caverna donde había nacido el niño Jesús. La mención del pesebre que hacen las fuentes puede haber inducido a confusión, pero lo cierto es que en el Evangelio armenio se combina la mención del pesebre de bueyes en el que había de hallarse al niño recién nacido con la mención de la gruta en la que se encontraba aquél, con lo que pesebre no remite necesariamente a cuadra o caballeriza.
El Evangelio del Pseudo-Mateo acaso proporcione un principio de explicación: según él, el niño Jesús nació en una gruta pero a los tres días fue llevado a un establo, en cuyo pesebre fue depositado y donde el buey y el asno lo adoraron.
La Estrella de Belén
Tampoco la estrella que guió a los Reyes hasta Belén se ha librado de controversias, pues se ha dicho que era estrella, que bien pudo ser un cometa, o que era la luz procedente de una conjunción estelar (entre Júpiter y Saturno, o entre Júpiter y Venus). También que, astronómicamente, es imposible —dada la variación de la posición de las estrellas en el cielo con el discurrir de los días— que una estrella se mantuviera fija y sirviera de orientación durante tanto tiempo seguido (lo que abona la hipótesis del milagro astral).
El período de tiempo invertido por los Reyes Magos en su periplo adolece asimismo de una confusión legendaria: el Evangelio árabe de la infancia propone que los Reyes, partiendo de Persia al primer canto del gallo, llegaron a Jerusalén al rayar el día (aunque existe la posibilidad de que lo hicieran ayudados por un ángel), mientras que el Evangelio armenio de la infancia entiende que en aquel camino se emplearon al menos nueve meses.
Por su parte, los estudiosos de los ritmos del camello, escépticos, han averiguado que las más de mil millas que hay hasta Jerusalén pudieron incluso exigir doce meses a una caravana que utilizara esos rumiantes como medio de transporte.
El relicario de los Reyes y otras historias secretas
Por lo demás, se dice que, una vez retornados a su país, los Magos fueron bautizados por santo Tomás —otra tradición asegura que éste los halló en Saba—, y que tras ello propagaron con fervor la fe en Cristo, como que llegaron a ser consagrados obispos y a morir sufriendo martirio —se data incluso una fecha: el año 70—, todo ello siempre indisolublemente unidos, hasta el punto de haber sido enterrados los tres compartiendo el mismo sarcófago.
Sus restos los encontró santa Elena, quien los trasladó a Constantinopla, después fueron llevados a Milán en el siglo V y de aquí el emperador Federico I Barbarroja, en el siglo XII, los mudó a Colonia, donde luego comenzaría a construirse esa vertiginosa catedral que es un relicario gigante erizado de pináculos, torres, agujas y gabletes lanzados hacia el cielo, para albergar ese otro relicario en el que se introdujeron los restos de Melchor, Gaspar y Baltasar, junto con las coronas que habían portado en los días en que adoraron a Dios encarnado en niño.
Hay también otra historia secreta de los Reyes Magos, silenciada acaso por blasfema o quizá sólo por indecorosa. Me refiero a la que consta relegada a los Evangelios apócrifos, que primero fueron apócrifos por ocultos, porque su verdadero sentido quedaba reservado para unos pocos iniciados, y luego fueron apócrifos por pretendidamente falsos, porque la Iglesia oficial los prohibió como heréticos, pues sus enseñanzas difícilmente podían condecir con las sencillas creencias con las que había de contentarse el vulgo.
(Por eso harás bien en desconfiar de los textos sagrados, harás bien en leer con cautela y no sin aprensión las supuestas revelaciones de los dioses a los hombres —que estos pretenden siempre albergar en los libros que esgrimen—, porque esas sedicentes transcripciones del Verbo Divino son siempre, a la postre, obra de los hombres, y siempre, por tanto, obra de hombres que intentarán imponerte sus dogmas, atraerte a ellos, infundírtelos y, de no lograrlo, quemarte o lapidarte con ellos).
Los Evangelios apócrifos han sido anatematizados como tales, entre otras cosas, porque en ellos Jesús aparece como un niño de cuatro años conocedor de su poder y capaz de utilizarlo con crueldad arbitraria: a otro niño que obstruye los pequeños surcos en la tierra que él había cavado jugando a construir pequeñas lagunas a orillas del Jordán, Jesús lo maldice llamándolo «hijo de la muerte» y le causa, con esas meras pero sobrecogedoras palabras, esa muerte que acaba de anunciarle. En ese mismo episodio, José aparece como un padre temeroso de reconvenir a su hijo (quizá sospechándolo capaz de esas reacciones temibles).
En el Evangelio del Pseudo-Mateo, Jesús modela con arcilla una docena de pajarillos y, no sin alguna vanidad, les insufla a la vista de todos un soplo de vida y los hace volar. En el Evangelio de Santo Tomás, Jesús, con cinco años, irritado, priva de la vida a otro niño que, corriendo por la calle, tropieza y choca brusca pero impremeditadamente contra él. Cuando José lo reprende por ello, ya que con tales actos la familia está granjeándose la animadversión de la gente, Jesús responde volviendo ciegos a aquellos que los perseguían e increpaban.
Es cierto que, en ocasiones, resucita muertos y cura a otros niños, pero también, conforme a la Historia de la infancia de Jesús según Santo Tomás, cuando es llevado a un maestro para que le enseñe las letras, como el maestro, colérico por la arrogante sabiduría de Jesús, le propinara un coscorrón, Jesús lo maldijo y el maestro cayó al suelo fulminado. Todos estos episodios están expurgados en los Evangelios oficiales, y, sin embargo, revelarían mejor que ninguna otra anécdota la naturaleza humana de Jesús —que actúa como un niño cuando es un niño— en la que, a fin de cuentas, tanto insiste el propio dogma.
Tradiciones singulares
También en el Evangelio armenio de la infancia, cuando los Reyes Magos llegan ante la gruta donde estaba el niño Jesús, se cuenta que ellos y su comitiva se regocijaron con tan gran gozo que hicieron resonar las bocinas, los pífanos, los tamboriles, las arpas y todos los demás instrumentos de música en honor del recién nacido, entonaron cantos, bailaron y a plena voz bendijeron y alabaron a Dios, pero al ver todo aquel aparato y al oír todo aquel estruendo, José y María, confusos y medrosos, huyeron de allí dejando al niño Jesús solo en la caverna, acostado en el pesebre de los animales —huida despavorida que no parece muy edificante, aunque luego los Reyes disiparon los temores de María y José y los hicieron volver—.
En el Evangelio árabe de la infancia, los Reyes Magos vuelven a Persia maravillados con el regalo que les había hecho María: un pañal del niño Jesús.
En la fiesta celebrada por su retorno, los Magos encienden un gran fuego y arrojan a él el pañal, adorándolo, pero cuando aquel se ha extinguido, comprueban que el pañal se conserva intacto y blanco como la nieve, lo que consideran un prodigio y les lleva a pronunciar estas palabras: «Este pañal es el vestido del dios de los dioses, puesto que el fuego de los dioses no ha podido consumirlo, ni deteriorarlo siquiera». De manera que lo guardaron consigo como un objeto precioso, con fe ardiente y veneración profunda.
Un momento fundador de la existencia
En fin, hijo, mitologías aparte, cualesquiera que lleguen a ser tus convicciones religiosas, no descreas nunca de la Navidad. Y teologías aparte, la Navidad, enseña Magris, es esa fuerza imborrable que deriva de una historia que se transmite y continúa épicamente a lo largo del tiempo: la historia de María, de su orgullo y valentía al aceptar una maternidad escandalosa; de una cueva en la que se encuentra refugio a la intemperie de la vida; de un niño que nace para un destino grandioso hasta lo inconcebible; de un borriquillo y un buey, animales insignificantes cuyo cálido aliento resulta, sin embargo, necesario para un proyecto de redención del mundo; de una noche de pastores y del trayecto de unos sabios orientados por una estrella que ha seguido siendo durante siglos el símbolo de la verdadera vida y que indujo a un poeta, no desde luego pío como Rimbaud, a llamar «Navidad en la tierra» a esos momentos en que la existencia parece iluminada.
También la Navidad inspiró a Robert Louis Stevenson su famoso discurso en Samoa, donde exhortaba a la amabilidad y la alegría, esos perfectos deberes que vienen antes que cualquier moralidad, porque sólo la estupidez y un falso afán de elevación pueden no ver el genuino valor que estriba en ser honestos y amables con los demás.
Recuerda, concluye Magris, que la Navidad no es sólo una almibarada memoria de infancia, sino un momento fundador de la existencia. Así que, hijo, nunca descreas de ella.
Copyright del artículo © J. Miguel Espinosa Infante. Este artículo es un fragmento de Mapa del tesoro (Fragmentos para mi hijo). Publicado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.