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El infierno de la repetición

Peter Kingsley, en su libro En los oscuros lugares del saber intenta convencernos de que el mundo moderno debe aprender lo que él cree es la lección de Parménides, y no buscar la novedad, sino la repetición, pues “no hay nada más repetitivo que el deseo de variedad”.

También Albert Camus nos intenta convencer en El mito de Sísifo de que la tarea absurda del héroe, que consiste en empujar eternamente una roca que siempre vuelve a caer, es compatible con la felicidad: “Hay que imaginarse a Sísifo dichoso”.

Más razonable parece considerar que, para esa precisa generalización a la que llamamos “los griegos”, el de Sísifo era el peor castigo que se podía imaginar, no porque fuera absurdo, no porque, como dice Camus, consista en no poder acabar nunca la tarea, sino sencillamente porque había que repetir lo mismo una y otra vez.

Porque para aquellos inquietos griegos nada había peor que repetirse. Toda la filosofía griega parece un intento de no repetir lo que dijo el filósofo anterior. Si Tales piensa que el origen es el agua, Anaxímenes dice que es el aire, Pitágoras responde que todo es número, Parménides postula sólo el Ser, y Demócrito y Leucipo imaginan infinitos átomos. Si Heráclito dice que todo fluye, Zenón jura que nada se mueve y que Aquiles nunca alcanzará a la tortuga. El esfuerzo imaginativo dio impresionantes frutos, aunque sólo se ha conservado una parte mínima de ellos. Aristóteles, haciendo balance de los siglos anteriores puede afirmar: «No hay idea, por absurda que sea, que no haya sido pensada ya por un filósofo».

Se acaba en ese momento la búsqueda de novedades, comienza el academicismo: las notas a pie de página a lo que los griegos dijeron en la época que suele ser llamada presocrática, pero que Mosterín llama prearistotélica, y que tal vez debiera ser llamada, sencillamente, prealejandrina, anterior a Alejandro Magno.

El de los griegos no es el único momento de la historia en el que se ha intentado pensar todo lo pensable. También se intentó en la India en la época en que se escribieron las Upanisads y se desarrollaron decenas de escuelas, de las que apenas recordamos ahora las seis darsanas o vías ortodoxas, yoga, sankya, vedanta, mimansa, vaisesika y niaya, y dos heterodoxas, el jainismo y el budismo, que tal vez sea anterior a Buda, del mismo modo que quizá el cristianismo que conocemos no es coetáneo, sino anterior y posterior a Jesucristo. De los fatalistas ajivikas, los materialistas, Maskarin Gosala y tantos otros, apenas nos quedan algunos nombres y ciertas anécdotas recopiladas por sus detractores.

También en China intentaron pensarlo todo en la época de los Reinos Combatientes, durante el período de las Cien Escuelas , que se redujeron a apenas cuatro o cinco tras la unificación y el fin del terrible primer gran emperador, quien con gusto las habría reducido a una o ninguna: confucianismo, taoísmo, legismo, un libro del moísmo y el recuerdo de la Escuela de los Nombres y de otras muchas que se han perdido.

La repetición mitológica

Se puede sospechar, ya lo he insinuado, que para los griegos ese deseo de novedad no se expresaba sólo en la filosofía, sino que ya estaba presente en la mitología. Y que ese deseo de novedad les hizo imaginar que las peores penas del infierno consistían en tener que repetir una y otra vez la misma cosa. Ixión girando eternamente en su rueda de fuego, Sísifo subiendo la roca por una colina para ver cómo la roca desciende de nuevo y debe volver a subirla; Tántalo intentando alcanzar los frutos que caen cerca de su boca, pero que siempre se elevan en el último momento, o deseando beber el agua que le cubre hasta el cuello, y que desciende cuando intenta mojarse los labios.

O el titán Prometeo, atado a una montaña del Cáucaso esperando al águila que le comerá las entrañas que eternamente vuelven a regenerarse para ser devoradas de nuevo.

En La Odisea se nos muestra con nitidez el espíritu griego: la búsqueda constante de novedad. El poeta Konstantino Kavafis, que era alejandrino no por la época, sino por haber nacido en la ciudad fundada por Alejandro, es para muchos el autor de la síntesis de La Odisea que se expresa en la frase: “lo importante no es la meta, sino el camino”. Sin embargo, ya los griegos y los romanos eran conscientes de esa moraleja que encerraba el largo poema de Homero. Propercio escribió los versos en los que Kavafis probablemente se inspiró:

Deja tus moradas y busca costas extranjeras,
oh joven: para ti nace un nuevo orden de cosas
No sucumbas al mal: te ha de renovar el Danubio extremo,
el bóreas helado, los tranquilos reinos del Egipto
que ven al sol levantarse y descender.
Y, más grande, que descienda Ulises en lejanas playas.

Pero Tennyson anticipó el destino que esperaba a Ulises al terminar su viaje y llegar de nuevo a Ítaca:

De poco sirve que como un rey perezoso,
junto a este hogar en calma,
entre riscos yermos, junto a una esposa anciana,
yo dicte e imponga leyes desiguales a una raza salvaje,
que acumula, y duerme, y come, y no me conoce

Conscientes del aburrimiento en que podía vivir un Ulises triunfante, los inquietos griegos imaginaron un nuevo viaje para su héroe, que cuenta el propio Homero, cuando el adivino Tiresias, al que Ulises visita en el Infierno, le dice lo que debe hacer tras matar a sus enemigos en Ítaca:

“Deberás partir con tu remo al hombro, y marchar hasta que encuentres gente que no conoce ni el mar ni los bellos remos, alas de los navíos. Te daré una señal bien segura; cuando suceda que te cruzas con otro viajero y éste te pregunte por qué llevas una pala para el trigo sobre tu hombro, allí deberás plantar tu remo en tierra”.

En ese lugar, suponemos, se estableció Ulises y, probablemente allí murió, antes de llegar a aburrirse de nuevo.

Frente a esta concepción del infierno de la repetición, podemos encontrar una muy diferente en el helado norte.

La batalla eterna

Los germanos y escandinavos aseguran que los guerreros que mueren en combate resucitan en el Valhalla y participan allí en nuevas batallas. Feroces, sedientos de sangre, hieren y matan, son heridos y mueren, pero resucitan y asisten a banquetes y orgías, cuidados por las valkirias, que incluso les regeneran los brazos o piernas que han perdido en la batalla.

Al día siguiente regresan al combate, y así una y otra vez, día tras día, año tras año, preparándose para el combate final, el Ragnarok, el crepúsculo de los dioses, cuando tendrán que ayudar a Odín y sus compañeros en su lucha contra el lobo Fenris y la serpiente Midgard.

Es difícil imaginar una vida más agitada y monótona que la de estos guerreros que combaten casi eternamente. Para los griegos sería una de las formas del infierno, para los germanos es el paraíso de los héroes.

Los héroes griegos intentan huir de la guerra. Así lo hace Aquiles, disfrazándose de mujer, o Ulises, fingiéndose loco; los héroes germanos consideran que es vergonzoso morir de otra forma que no sea en el campo de batalla. Son dos maneras de ver el mundo, incluso el mundo heroico, que se pueden encontrar en otras culturas: los japoneses convirtieron en paradigma nacional a los guerreros y crearon la figura excesiva y cruel del samurai, pero los chinos piensan que con el hierro de mala calidad se hacen clavos y con las malas personas soldados.

A veces, esta oposición se da en una misma cultura, como en la España del siglo de oro, que comparte al hidalgo que no se mancha las manos con nada terrenal y que es capaz de morirse de hambre, con el pícaro dispuesto a cualquier cosa para conseguir comer un mendrugo. También se dio en Grecia, entre el militarismo extenuante de Esparta y el resto de las ciudades griegas, que también combatían, pero no lo consideraban el mayor de los honores, sino más bien una maldición repetida, un castigo, y no un premio, que los dioses imponen a los hombres.

Por eso, cuando Arquíloco, tras combatir con los sayos, confiesa que ha abandonado su escudo, lo que hace es enfrentarse con verdadera valentía al dictamen de los belicosos espartanos: “Vuelve con tu escudo o sobre él [muerto]”.

Alguno de los sayos se ufana con mi escudo, que junto a un matorral
-instrumento excelente- abandoné mal de mi grado.
Pero salvé la ida; ¿qué me importa aquel escudo?
Váyase enhoramala, que ya me procuraré otro nuevo no inferior.

Copyright del artículo © Daniel Tubau. Reservados todos los derechos.

Daniel Tubau

Daniel Tubau inició su carrera como escritor con el cuento de terror «Los últimos de Yiddi». Le siguieron otros cuentos de terror y libro-juegos hipertextuales, como 'La espada mágica', antes de convertirse en guionista y director, trabajando en decenas de programas y series. Tras estudiar Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, regresó a la literatura y el ensayo con libros como 'Elogio de la infidelidad' o la antología imaginaria de ciencia ficción 'Recuerdos de la era analógica'. También es autor de 'La verdadera historia de las sociedades secretas', el ensayo acerca de la identidad 'Nada es lo que es', y 'No tan elemental: como ser Sherlock Holmes'.
Sus últimos libros son 'El arte del engaño', sobre la estrategia china; 'Maldita Helena', dedicado a la mujer que lanzo mil barcos contra Troya; 'Cómo triunfar en cualquier discusión', un diccionario para polemistas selectos. Además, ha publicado cuatro libros acerca de narrativa audiovisual y creatividad: 'Las paradojas del guionista', 'El guión del siglo 21', 'El espectador es el protagonista' y 'La musa en el laboratorio'.
Su último libro es 'Sabios ignorantes y felices, lo que los antiguos escépticos nos enseñan', dedicado a una de las tendencias filosóficas más influyentes a lo largo de la historia, pero casi siempre ignorada o silenciada. A este libro ha dedicado una página que se ha convertido en referencia indispensable acerca del escepticismo: 'Sabios ignorantes y felices'.
En la actualidad sigue escribiendo libros y guiones, además de dar cursos de guión, literatura y creatividad en España y América.