¡Esto es harina de otro costal! Y es que si Una casa en propiedad (1945) es una ghost story paliducha, como de almanaque navideño, The Greed of William Hart es talmente un penny dreadful, aquellas publicaciones cochambrosas de horrores y crímenes por entregas que tanto fascinaron al lector inglés durante el siglo XIX. Por si hay alguno que ignora qué son, Yesterday’s Papers habla y reproduce muchos de ellos, y un número de la obligatoria revista de pulp Barsoom les dedicó amplio espacio. Pringue, miserias, brutalidad y andrajos, tufo de alcohol barato y perfumes de mala vida, todo capaz de arrugar la nariz de cualquier victoriano pundonoroso.
The Greed of William Hart narra la historia de Burke y Hare, aquellos célebres desenterradores que vendían cuerpos cada vez más frescos a las facultades de medicina y que acabaron mal, pero que muy mal.
Se llaman aquí señor Hart y señor Cooper, son dos llamicosos viejos de modales ofídicos que se tratan de usted, anteponen la palabra señor a sus nombres y comparten igual gusto por la buena educación y la degollina en cadena, como aquellos dos asesinos mariquitroles del bondiano Diamantes para la eternidad. No en vano Hart es el grande Tod Slaughter, el Bela Lugosi británico, histrión cautivador urdiendo siempre miserables perfidias. Hace un tiempo les hablé AQUÍ de él, a propósito de su estelar interpretación del Barbero Asesino de Fleet Street.
Slaughter es toda una delicia capaz de levantar cualquier filme que se le eche. Lo cual no es necesario en este, ameno y tosco a la vez como las publicaciones astrosas en que está inspirado. Gesticulante, de encogido cuello, lengua lujuriosa, labios gruesos de vicioso, dos chispas por ojos y un verbo envenenado, no puede encontrar mejor pareja que la de su compinche Cooper, interpretado por Henry Oscar, un repelente bajito de los que se creen guapo que gasta patilla de hacha, mechón engominado e hilillo de baba en la comisura. Entre los dos, prostituta que ven al matadero va…
Si en el primer filme, Una casa en propiedad, todo era elegancia y refinamiento, en este no hay más que harapos y miserias. Slaughter vive en una antro que comparte con su madre borracha y su mujer embarazada a las que vapulea a placer. Su entorno es el cementerio, el burdel y la taberna, y sus conocidos una recua de perdedores y degenerados de muy mal vivir. Ni en el matar es delicado: un degüello, un garrotazo y a seguir bebiendo ginebra. Los crímenes suceden todos en off, que la censura británica era super remilgada y no permitía mostrarlos; el peso de la función recae en Slaughter y Oscar, encargados de transmitir todo el morbo y la maldad de la historia… ¡y vaya si lo logran!
Un joven John Gilling ejerce de guionista y ayudante de dirección, no en vano dará más tarde a la Hammer alguno de sus títulos más logrados: inmejorable escuela es esta producción modesta, por no decir paupérrima, en la que todo lo que se vislumbra de la ciudad es un par de callejones sospechosamente parecidos que ilumina a medias la misma farola. Mejor, pues así gana en aspecto teatral, añejo como papel amarillento y capaz como aquel de despertar aún arcaico escalofrío…
Director: Oswald Mitchell. Con Tod Slaughter, Henry Oscar, Jenny Lynn, Aubrey Woods. Gran Bretaña, 1948
Copyright del artículo © Pedro Porcel. Tras publicarlo previamente en El Desván del Abuelito, lo edito ahora en este nuevo desván de la revista Cualia. Reservados todos los derechos.