Estaba con un amigo escuchando un disco grabado por Paco de Lucía y el músico de jazz Chick Corea. No me costó demasiado admirar el arte del guitarrista andaluz, su digitación aérea, el brillo áureo de su timbre, la variedad y la decisión de su fraseo. En otro sentido, el del material del programa, me llamó la atención la síntesis imaginativa de aquella música, la variedad de sus pies rítmicos y de las evocaciones donde se mezclaban y dialogaban el jazz, el flamenco y ritmos caribeños. Elogié lo escuchado y, esperando una opinión autorizada, miré a mi amigo, muy enterado en música flamenca, en tanto yo sé del asunto menos que poco.
‒Esto no es flamenco– se limitó a decir.
La sentencia me sonó a eso, a una acusación cumplida. ¿Era un defecto hacer tan buena música por la simple razón de “no ser flamenco”? ¿Estaba Paco obligado de antemano a hacer flamenco según lo sentenciaba mi amigo? Él abundó en razones. Dijo que el flamenco es un arte que viene del pueblo, de la gente entre modesta y pobre, que es su expresión natural y que, en tanto obra de artistas legos y de escasos recursos económicos, guarda un sesgo austero y concentrado, además de darse siempre como una suerte de inspiración momentánea, de genial improvisación plebeya. Lo hecho por Paco le sonaba a demasiado cultivado, sobradamente erudito, virtuoso y, sobre todo, brillante. El flamenco no resplandece, es una luz negra. Arde en llamaradas secretas, no en brasas de maderas preciosas.
No comenté la explicación. Admití el discurso de mi amigo pero no compartí sus fundamentos. Su visión del flamenco se limitaba al reconocimiento y mantenimiento de una tradición. Salirse de ella era como ultimar el indefenso arte austero del pueblo. A mí me parecía lo contrario. Enriquecer una tradición, hacerla compatible con la modernidad, era conservarla en el tiempo, que todo lo cambie a la vez que todo lo prolonga. Paco, en mi balance, no hacía menos flamenco sino más flamenco. Lo enriquecía pero no con un joyel de vieja aristocracia sino con el resultado de un fino y señero trabajo. No era el arte del señorito urbano que mira sobre el hombro al aficionado pueblerino. Era la secreta nobleza del pueblo sutilizada por el sabio.
No sé si desde entonces entiendo algo más del flamenco. Sí, en cambio, pude asociar el fenómeno del guitarrista andaluz con el del bandoneonista argentino Astor Piazzolla, caso que sí conozco lo suficiente como para compararlo con la erudición flamenca de mi amigo. Cuando Astor, a medidos de los años de 1950, empezó a mostrar sus ensayos de nuevo tango, numerosas voces se alzaron diciendo:
‒Eso no es tango.
En efecto, era difícil, si no imposible, bailar cómodamente aquellos saltos de ritmo y cantar adecuadamente versos indescifrables con aquellas melodías. Pero, de nuevo ¿era eso menos tango o más tango? Me inclino por lo segundo. También Astor mezcló el tango con el jazz, y con el bitonalismo de Stravinski y el expresionismo disonante de Bartok. Además, mostró, como Paco en la guitarra, que el bandoneón es también posiblemente virtuosístico. Y brillante. Y que prolonga en el tiempo de la historia aquello que altera y modifica.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Blas Matamoro.