Hace sesenta años se publicó por primera vez Rayuela de Julio Cortázar. Con tal motivo se han celebrado recordatorios y exposiciones, lo cual no es corriente en tales circunstancias. El texto ha sido motivo de investigaciones y ha entrado en el área de las instituciones como lo que corrientemente –con buen o mal uso de la palabra– se denomina un clásico. No deja de ser paradójico el hecho pues la novela fue saludada en su momento como una innovación, algo inconvencional en su género. En este sentido: algo no institucional.
En efecto, una de las informalidades propuestas por el autor consiste en que el libro se puede leer siguiendo el orden habitual de las páginas o en cualquier otro orden que elija el lector. Se supone que las distintas alineaciones de los capítulos darían lugar a distintas historias a partir un mismo texto. En realidad, todas las grandes novelas –elija el lector las que prefiera considerar por su grandeza– son suficientemente ricas y polisémicas como para generar abundantes, distintas y legítimas lecturas.
En Cortázar la secuencia temporal no importa ni tampoco lo que tradicionalmente han contado las novelas: la formación de una subjetividad, sea la normativa u otra: su formación, su destrucción, su involución. Así tuvimos la historia de un hombre que en vez de madurar y envejecer, rejuvenece y se infantiliza, o de animal humano que se convierte en insecto, o se torna invisible y pierde los elementos perceptibles de su cuerpo que le permitirían ser reconocido por sus prójimos.
En Rayuela pasa lo contrario. Su protagonista es el mismo a lo largo del texto, sea que viva en Buenos Aires o en París. En una, su vida exige trabajo y transcurre entre personajes comunes y silvestres. En la otra, reina el ocio y él con los suyos conforma una piña bohemia, erudita y selecta. Sin embargo, él es siempre el eterno adolescente atormentado por la falta de rumbo del mundo, su descentramiento y el quiebre de su eje, su sed de absoluto y su gusto por las historias de amor triangulares. En síntesis: un hombre fuera de lugar, esté del lado de acá o del lado de allá, según el vocabulario cortazariano. Vagamente su destino es capaz de conducirlo a una carpa circense, un frenasténico o una comisaría policial. Nada está claro tampoco en este orden resolutivo del relato porque el juego consiste, precisamente, en el desorden.
El libro puede causar la impresión de ser una reunión de fragmentaria de cierta novela que Cortázar no atinó a elaborar. Contiene momentos de excelente narración pues el autor es un brillante cuentista pero una novela es algo más que un cuento y no sólo algo menos que un entramado convencional. Las intervenciones de un tal Morelli que comenta lo que el lector está leyendo, de algún modo lo guía y dirige, y opone la novela estructural a la novela psicológica, no son suficientes para cimentar el conjunto. Más bien lo contradicen. Cortázar no renuncia a la psicología de sus personajes, sólo que se queda en el retrato. Sus almas –así se las llama en las novelas convencionales– exceden los retratos pues tienen unos cuantos y suelen contradecirse. Pero este juego pisológico no es el que practica Cortázar.
Quizás el buen éxito de Rayuela tenga que ver con un evento de la historia literaria y editorial en nuestra lengua, el boom de la literatura latinoamericana en los años de 1960. Eran años revolucionarios, los de Vietnam, Argelia y, sobre todo, Cuba. Así como se proclamaba la revolución social y política, había que corresponder desde el arte con las neovanguardia. Es algo a subrayar porque las revoluciones, a contar desde la francesa, fueron muy poco vanguardistas en materia de arte. Pero ese es otro tema. Lo cierto es que el boom se puso de moda mezclando la literatura realista de Vargas Llosa y Fuentes con la fantasiosa de Borges y García Márquez, la parquedad de Rulfo con el neobarroquismo de Lezama Lima, la señoril elegancia de Bioy Casares con el gusto camp por la cursilería en Puig. Todo ello sin entrar en lo ideológico-político y las peloteras consiguientes.
Hoy la revolución no está de moda y las vanguardias han conseguido lo que nunca quisieron: pasar a la historia. Tras decretarse el fin de la novela, se siguen escribiendo novelas, algunas en serie. El esquema novelístico tradicional alimenta el cine y la televisión de las narraciones por episodios. Los personajes cortazarianos no cesan de jugar a la rayuela, ese ludismo infantil que da saltos entre el Cielo y el Infierno, los dos temores del adolescente que, sea en Buenos Aires o en París, se resiste a crecer o no quiere crecer o sí quiere y no lo consigue. Su destino está dibujado con tiza en una calzada. Lo borrará la lluvia.
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